miércoles, 28 de agosto de 2013

Doctrinales

LA DEMOCRACIA:
UN RÉGIMEN MORTAL
   
   
Durante lar­go tiem­po inú­me­ras vo­ces se han al­za­do, una y otra vez, ex­po­nien­do el fra­ca­so de­mo­crá­ti­co. Ta­rea has­ta cier­to pun­to he­roi­ca, pues bien se sa­be que pre­di­car con­tra la ini­qui­dad del sis­te­ma equi­va­le a la muer­te cí­vi­ca. Yen­do des­de lo fi­lo­só­fi­co a lo real, la ver­dad es que la es­ta­dís­ti­ca ha­bla por sí so­la. Ca­be pre­gun­tar­se, por ejem­plo: ¿Cuán­tas víc­ti­mas se ha co­bra­do la de­mo­cra­cia? La si­guien­te com­pi­la­ción po­drá dar­nos una pau­ta.
  
Bien po­dría­mos em­pe­zar por la es­ta­dís­ti­ca brin­da­da por el Mi­nis­te­rio de Jus­ti­cia en su si­tio web, ba­jo el tí­tu­lo “Sis­te­ma Na­cio­nal de In­for­ma­ción Cri­mi­nal”, en­tre el año 1991 y el año 2009 (die­cio­cho años), y si to­ma­mos so­la­men­te los va­lo­res ab­so­lu­tos de “ho­mi­ci­dios do­lo­sos”, la ci­fra es abru­ma­do­ra, con un to­tal de 54.000 muer­tes. To­do un ge­no­ci­dio au­tóc­to­no (ver cfr. http://www­.la­na­cion­.co­m.ar/ 1496589-dos-de­ca­das-mas-de-54000-ase­si­na­tos). A es­ta ci­fra, de­be­ría­mos adi­cio­nar­le el re­sul­tan­te del pe­río­do que va en­tre 1983 y 1991 (ocho años). Em­pe­ro, al igual que des­de el año 2009 a la ac­tua­li­dad (cua­tro años), no exis­te nú­me­ro al­gu­no. Ex­tra­ño acon­te­ci­mien­to pa­ra es­tos “fa­ná­ti­cos” de la es­ta­dís­ti­ca.
  
Mas con­sul­tan­do a los prin­ci­pa­les ma­tu­ti­nos, po­de­mos arri­mar al­gu­nos nú­me­ros preo­cu­pan­tes: Así, des­de el 1° de ene­ro has­ta 26 de oc­tu­bre del año 2012 (300 días), se ha­brían re­gis­tra­do 122 muer­tes por he­chos vio­len­tos (http://www­. cla­rin­.com­/cri­me­nes /ti­tu­lo_0_800 320102.html). Y pa­ra lo que va del año 2013: pu­di­mos con­ta­bi­li­zar 199 muer­tes por ho­mi­ci­dios do­lo­sos. De las cua­les, ochen­ta se ha­brían re­gis­tra­do en la Ciu­dad de Ro­sa­rio y el res­to en di­fe­ren­tes lu­ga­res de la Ar­gen­ti­na.
  
To­do ello, sin en­trar a con­si­de­rar los múl­ti­ples de­ce­sos pro­du­ci­dos por la in­do­len­cia, la de­si­dia, la co­rrup­ción y el aban­do­no de la se­gu­ri­dad pú­bli­ca. La nó­mi­na es ex­ten­si­va:
  • 17 de mar­zo de 1992: Ex­plo­sión de la Em­ba­ja­da de Is­rael, mue­ren 29 per­so­nas y 242 he­ri­dos;
  • 20 de di­ciem­bre de 1993: In­cen­dio en Dis­co­te­ca Khey­vis, mue­ren 17 per­so­nas, y otros 24 que­da­ron he­ri­dos;
  • 18 de ju­lio de 1994: Ex­plo­sión de la Amia, mue­ren 85 per­so­nas y otras 300 re­sul­ta­ron he­ri­das (67 de las víc­ti­mas se en­con­tra­ban den­tro de la AMIA y otras 18 en la ve­re­da o en edi­fi­cios ale­da­ños);
  • 3 de no­viem­bre de 1995: Ex­plo­sión Fá­bri­ca Mi­li­tar de Río Ter­ce­ro, mue­ren 7 per­so­nas y más de 300 he­ri­das;
  • 10 de oc­tu­bre de 1997: Caí­da Vue­lo 2553 de Aus­tral, mue­ren 74 per­so­nas;
  • 31 de agos­to de 1999: Ac­ci­den­te Avión de LA­PA, mue­ren 65 per­so­nas y 17 he­ri­das de gra­ve­dad y otras tan­tas le­ve­men­te;
  • 19 de di­ciem­bre de 2001: In­su­rrec­ción que de­po­ne a De La Rúa, mue­ren 33 per­so­nas y otros tan­tos he­ri­dos;
  • 19 de sep­tiem­bre de 2002: Caí­da de Di­que Flo­ren­ti­no Ameg­hi­no, mue­ren 9 per­so­nas y va­rios re­sul­ta­ron he­ri­dos;
  • 28 de sep­tiem­bre de 2004: Ma­sa­cre de Car­men de Pa­ta­go­nes, mue­ren 3 per­so­nas;
  • 30 de di­ciem­bre de 2004: Cro­ma­ñon, mue­ren de 194 per­so­nas y al me­nos 1432 he­ri­dos;
  • 16 de ju­nio de 2008: Se des­pren­de fa­ro­la en Con­gre­so s/ mi­li­tan­te, mue­re 1 per­so­na;
  • 22 de fe­bre­ro de 2012: For­ma­ción N° 3772 del Fe­rro­ca­rril Sar­mien­to, mue­ren 52 per­so­nas y más de 700 re­sul­ta­ron;
  • 2 de abril del 2013: Inun­da­ción en la Ciu­dad de La Pla­ta, 52 muer­tes ofi­cia­les. El ma­gis­tra­do ase­gu­ró que se ini­ció la in­ves­ti­ga­ción de 92 fa­lle­ci­mien­tos, de las cua­les 29 se des­car­tó que ha­yan si­do pro­duc­to del de­sas­tre cli­má­ti­co. Ha­cien­do un sub­to­tal de 711 per­so­nas fa­lle­ci­das.
  
En trein­ta años de de­mo­cra­cia, en po­cas pa­la­bras, he­mos acu­mu­la­do to­do un re­cord en muer­tes: 55.032 per­so­nas y con­tan­do.
  
Res­pec­to de los nú­me­ros res­tan­tes el mu­tis­mo no es cau­sal. A to­da cos­ta, re­sul­ta ne­ce­sa­rio sos­te­ner a la de­mo­cra­cia y sus “bon­da­des”. Pe­ro lo cier­to es que un de­sor­den li­ber­ta­rio se ha en­tro­ni­za­do en las ca­lles. Con la abo­li­ción del or­den, el caos se ha­ce vi­vo. Al com­pás de le­yes in­mo­ra­les y jue­ces pro­xe­ne­tas, se brin­da to­do ti­po de ga­ran­tías al cri­mi­nal, aban­do­nan­do al ciu­da­da­no a su suer­te. Es por ello que de­be­mos me­di­tar nue­va­men­te so­bre las pa­la­bras de Jean Ma­di­ran cuan­do, en su en­sa­yo “Las dos de­mo­cra­cias”, en­se­ña: “En la de­mo­cra­cia mo­der­na, el de­re­cho nue­vo en­tra en con­flic­to con la na­tu­ra­le­za…” Allí, en­con­tra­mos el por­qué de la pre­sen­te si­tua­ción: pa­ra la de­mo­cra­cia la muer­te es una cues­tión de nú­me­ros y no un dra­ma me­ta­fí­si­co. En­ton­ces, re­sul­ta jus­to con­cluir con el au­tor que: “la de­mo­cra­cia mo­der­na es el mal, la de­mo­cra­cia es la muer­te…”
  
En es­tos días no es ex­tra­ño en­con­trar la ciu­dad em­pa­pe­la­da con unos afi­ches que re­zan: “Los puen­tes de la de­mo­cra­cia”. Allí, se ex­hi­ben los de­ge­ne­ra­dos ros­tros de los “pon­tí­fi­ces”: Cám­po­ra-Al­fon­sín-Kirch­ner, se­gui­dos de los nú­me­ros 40-30-10. Só­lo po­de­mos rea­li­zar una úni­ca in­ter­pre­ta­ción de los men­cio­na­dos nú­me­ros, a sa­ber: 40 años de sub­ver­sión y prác­ti­cas con­tra na­tu­ra; 30 años de hi­po­cre­sía y des­truc­ción cul­tu­ral; 10 años de la­tro­ci­nio y pon­de­ra­ción cri­mi­nal. Así, los men­ta­dos “puen­tes de la de­mo­cra­cia” nos han con­du­ci­do a la de­so­la­ción, la mi­se­ria y al ac­tual es­ta­do de des­com­po­si­ción so­cial que im­pe­ra en el sue­lo ar­gen­ti­no.
   
Octavio Guzzi
  

lunes, 26 de agosto de 2013

De pluma ajena

RÉPLICA A MARIANA CARBAJAL

A propósito de su artículo “Imágenes de un derecho”, donde justifica el aborto en el marco de una muestra en el Palais de Glace


“Poder abortar en mi casa, con pastillas, me hizo sentir totalmente dueña de mí misma.
Una sensación de libertad muy similar a la que viví cuando decidí ser madre”.

Da la casualidad de que las ideas no se sostienen por sí mismas en el aire, ni por sí mismas se difunden: son como flechas y balas que a nadie lastimarían si no hubiese quien las disparase. Es por eso que tanto esta justificación ideológica del aborto (1) –en manos de Mariana Carbajal, periodista de Página 12– como su correspondiente réplica, cobran un carácter personal. Necesariamente personal: se está metiendo con el más indefenso.
Se está metiendo con el niño por nacer. Esa criatura frágil –pequeña pero maravillosa– que pretenden borrar. Símbolo de toda pureza, página en blanco de la existencia, pura posibilidad, sólo promesa: hoy estás en peligro de extinción.
Este peligro no tiene relación con enfermedad alguna. No se trata de una peste o un virus. Es algo mucho peor: el egoísmo de tu propia madre. Un egoísmo que luego se disfraza de razones; que se cubre de eufemismos, que se presenta como arte cuando no es sino una triste parodia del mismo, tal como está ocurriendo en estos momentos en la muestra del Palais de Glace. Un egoísmo que encuentra en el ropaje ideológico feminista su justificación teórica.
Contra eso, ¿qué antídoto podríamos ofrecer sino el antídoto del amor? Una madre que ama no mata a su hijo. Una madre que ama no se elige a sí misma primero. Una madre que ama no racionaliza la vida que lleva en su vientre. Ama y punto. Y ese amor la lleva, si se deja llevar por la mano del Buen Dios, a consecuencias hermosas y difíciles. ¿Y qué es lo heroico, si no es la unión de lo hermoso y lo difícil?
Ser madre puede convertirse, hoy en día, en un acto de heroísmo.
Para afirmar este heroísmo –tanto para ellas como para nosotros mismos– escribimos estas líneas. Queremos apoyar pública, clara y firmemente a todas las mujeres que en cualquier circunstancia llevan adelante, con valentía y audacia, su embarazo. Un apoyo que no debe agotarse en lo retórico sino traducirse en actos concretos.
Contrario a lo que suele pensarse, los grandes amores exigen grandes repudios. Todo el que ama, repele lo que contraría su amor. Por eso, a la par de manifestar nuestra admiración, apoyo y respeto por las madres que llevan adelante su embarazo, repudiamos enérgicamente todo egoísmo que –bajo cualquier pretexto– pretenda la aniquilación del niño por nacer. Con el mismo énfasis con que afirmamos y queremos lo heroico para las mujeres, deploramos a quienes ofrecen la cobarde salida del aborto.
La Madre Teresa ha dicho: Si el aborto no está mal, nada está mal. ¡Tenía razón esta santa mujer! ¿Qué código puede quedar en pie si levantamos nuestro puño contra el niño por nacer? ¿Qué ley merece ser respetada si violamos de manera infame ese «santuario» de la vida: el vientre materno?

El artículo de Mariana Carbajal

Como hemos dicho, hace unas dos semanas el suelto de Mariana Carbajal difundió la noticia de esta muestra en el Palais de Glace, eufemísticamente vinculada al arte. Digamos por lo pronto que se trata de un falso arte: aquí no hay técnica, no hay belleza, no hay nada que maraville la inteligencia ni nada que deleite la sensibilidad en la belleza. Estamos, lisa y llanamente, ante la promoción de un homicidio; la puesta en escena de una impostura. Han orquestado un sistema, una maquinaria de reblandecimiento mental. Lo prueba las transcripciones de Carbajal, muestrario de conciencias anestesiadas:
 Nunca sentí que mataba a un bebé, más bien, fue un gesto de independencia”.
“Yo cuando me hacía el aborto era porque yo me quería sacar eso…”.
“Nunca me arrepentí”.
Se está justificando un homicidio agravado por el vínculo. Ese vínculo es la maternidad y ese homicidio es el aborto. Justificación disfrazada con palabras elegantes, vistosos argumentos pero que –por la Gracia de Dios– no ha llegado a confundirnos.
Mariana Carbajal habla de interrupción del embarazo. “El aborto interrumpe”, dice. ¡Falso! El aborto no interrumpe, el aborto destruye. Lo que se interrumpe puede volver a recomenzar. Cuando se interrumpe algo, queda suspendido pero con la posibilidad de continuar más adelante. Nada de esto pasa en el aborto: la vida que destruimos no es recuperable. No hay vuelta de hoja. Sin embargo, verán cómo se repite esta palabrita en su artículo.
Mariana Carbajal habla de derechos: “el derecho al aborto”. ¿Cómo puede ser un derecho acabar con la vida de tu propio hijo, única e irrepetible? Por eso es que no se trata de limitarlo o extenderlo: se trata de que el aborto no es un derecho. En ningún sentido.
Mariana Carbajal habla de libertad: La primera foto que llama la atención es la de una espalda desnuda con la palabra ‘libertad’”, nos dice. La desdichada Camila Sánchez, coordinadora de este “taller”, cree poder engañarnos –y engañarse– diciendo: “Elegí esa palabra porque quería reafirmar que una tiene que ser libre para poder ser dueña de decidir sobre su cuerpo”.
Enmudezcamos a esta mujer: ¿Tu cuerpo? ¿No te das cuenta que no es tuyo? ¿Y no te das cuenta, Camila, de que –aunque fuese tuyo, que no lo es– tampoco tendrías derecho a hacer lo que quieras? Si fuese así, tendrías derecho a suicidarte. Pero si no tenés derecho a eliminar tu propia vida, ¿cómo vas a tener derecho a eliminar la de tu hijo? ¿No te das cuenta, Camila, que tenés una concepción capitalista del cuerpo? ¿Cómo no advertís que tu planteo no es otra cosa que la cobertura del egoísmo? ¿Y cómo puede hacernos libres el egoísmo, que nos vuelve ciegos para con los demás? ¿Cómo seremos libres si no amamos ni siquiera a ese pequeño ser –hueso de mis huesos, carne de mi carne–, independientemente de cómo haya venido a la existencia? ¿Se puede ser libre, estando ciego por el odio?
Mariana Carbajal habla de 12 semanas. “Hasta las doce semanas, el aborto es una alternativa”, nos quieren hacer creer. ¿Cómo una cosa puede ser una alternativa y, al minuto siguiente, un asesinato? 12 semanas son 3 meses. 3 meses son 90 días. ¿Lleva durante 90 días la mujer algo distinto, acaso, a lo que lleva 60 segundos después?
Mariana Carbajal habla de aborto quirúrgico, de medicamentos, de médicos, de pastillas, de servicios de salud, de clínicas, de hospitales, de guardias de hospital, etc. Todas palabras vinculadas a la ciencia médica. Pero cuidado: su utilización pretende hacernos creer que cuando hablamos de aborto, hablamos de una práctica relacionada con la salud o con la enfermedad. Totalmente falso: ni el embarazo ni el niño por nacer son una enfermedad. ¿Cómo pueden correr las palabras terapia o cirugía, cuando hay una persona en juego? Estamos hablando de vida, ¡no de un virus!
Digámoslo con todas las letras: el aborto NO ES una práctica médica. El aborto es una práctica que realizan algunos médicos. Y no todos. Lo cual es muy distinto. ¿Y qué médicos la realizan? Aquellos que violan su juramento. Como los desdichados Germán Cardoso Gabriela Lucchetti –cirujano y médica respectivamente–, quienes se prestaron para el circo del aborto en el artículo de Página 12. El médico está para proteger la vida, no para destruirla.
El colmo del engaño de Mariana Carbajal está hacia el final de su artículo. Es ahí donde presenta su afirmación más tramposa y, por lo mismo, más repugnante. Una de estas desdichadas mujeres presta su voz para que Babel hable en ella. Y entonces Babel vomita lo que sigue:
 “Supe que nuevamente estaba embarazada, el día siguiente a que mi hija cumpliera 10 años. Yo tenía en aquel momento 33 años y dos hijos. Poder abortar en mi casa, con pastillas, me hizo sentir totalmente dueña de mí misma. Una sensación de libertad muy similar a la que viví cuando decidí ser madre”.
Este es, exactamente, el núcleo del error. Pretenden hacernos creer que abortar es una decisión equivalente a continuar el embarazo. Pretenden hacernos creer que ser madre de un hijo vivo es lo mismo que ser madre de un hijo muerto. ¡Pretenden igualar lo desigual, el amor con el odio, el sacrificio con el egoísmo! Apenas puede concebirse semejante violencia mental sin que nuestras entrañas mismas se vean conmovidas.
A todas estas mentiras y falsos argumentos –y a las que pudiesen venir– opongámosle la palabra. La palabra veraz, una palabra que –si la embebemos en el cántaro de la Verdad– se convertirá en luz. Tal palabra, capaz de irradiar, es vida: vida de la inteligencia y vida del espíritu. La palabra del engaño –por el contrario– sólo nos lleva a la putrefacción y a la muerte.
Si callamos, pecaremos por cobardía: el silencio es contra el Verbo, decía el Padre Julio Meinvielle. No subestimemos el poder de la palabra ni la capacidad de afirmar: aunque sea una afirmación en soledad, un grito sin eco, cada verdad que afirmemos hace retroceder al reino de la mentira. La palabra veraz es como un hechizo. Es un conjuro. Y cuando el hombre la afirma, los demonios huyen. Es la hora de la palabra y es la hora de la Verdad.
No es hombre quien no ama la verdad. Y amar la verdad es amarla sobre todas las cosas, porque sabemos que la verdad es Dios mismo.
Volvamos entonces a nuestras ocupaciones con esa divisa: afirmar la Verdad. La verdad sobre la vida, el amor, el niño por nacer, el aborto. Afirmar estas verdades para que las mentiras retrocedan. Y así, respirar el aire puro y limpio que nos da esa libertad en la verdad, propia de los hijos de Dios. Que Nuestra Santa Madre, que cobijó en su seno al Niño Dios, nos acompañe en esta empresa.
Juan Carlos Monedero
Lunes 26 de agosto de 2013

(1) http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-226476-2013-08-11.html

jueves, 22 de agosto de 2013

Necrológicas


EL HIRIENTE ESCÁNDALO DEL ODIO
  
  
Parece cuento, pero no siempre es fácil reconocer a los integrantes de la raza humana. A veces nos encontramos frente a oleadas de puro salvajismo, que exceden ampliamente el territorio de lo que llamaríamos, lo humano.
  
Algo así sucede en este interminable tiempo K. Un tiempo con tan poco de humano, que termina siendo parecido al de aquellas invasiones bárbaras que cuenta la historia. En este sentido, todos recordamos, de qué manera mandaba Néstor. Lo suyo eran amenazas, venganzas y alaridos, dirigidos a propios y ajenos, en medio de la furibunda demasía que lo caracterizaba. Cris no solo continuó, sino que agravó hasta el límite, esta manera desastrada de entender el poder.
  
Siguiendo su ejemplo, los que están por debajo, no quieren ser menos y de alguna rara manera, compiten a ver quien es más bestia que quién. El grotesco conjunto insiste en ser llamado con el curioso nombre de: “el modelo”.
  
Hoy sucede en el país, como si el entramado de la convivencia social, ese espacio en el que debería tener lugar la concordia, de repente se hubiese desvanecido y otro mundo, enteramente ruin, lo ocupara en su totalidad. Quizá y como observamos en el teatro de Shakespeare, en apenas un instante, la vida común y corriente de una comunidad, se retrae hasta casi desaparecer, y en su lugar, en una especie de alianza diabólica, se aglutinan las menos dignas de las pasiones humanas. El resultado esperado de esa tempestad brutal, no podrá ser otro que la tragedia.
  
En estos días y a propósito de la muerte del General Videla, hemos sido testigos de la sobreactuación de ese odio, llevada casi, hasta la repugnancia.
  
Los que por diversas razones, hemos sido críticos de ese gobierno del Proceso, y lo señalamos cuanto pudimos y desde sus inicios, de todos modos no podemos convalidar este macabro festival, que no es otra cosa que la expresión del resentimiento, la mentira y de las fábulas con las que procuran nutrir a la sociedad.
  
No fueron pocos los medios enrolados en el coro de agravios a Videla que alcanzaron aún, a su familia. Si se quiere, era una operación sencilla, sin riesgos, y sobre todo “políticamente correcta”, pero que se contrapone dramáticamente, con las alabanzas que leíamos, allá por los setenta, en esos mismos diarios.
  
Y aunque todos sabemos que la historia de la traición y de los saltimbanquis de las convicciones, no es nueva, el cinismo alcanzado por los pobladores del modelo y ciertos cómplices mediáticos verdaderamente asusta.
  
Pasados unos días, van tomando forma, ciertas sospechas de que Videla, en el mejor de los casos murió como consecuencia del delito de abandono de persona. Circunstancia que tampoco es nueva y por lo cual, hace tiempo escribimos acerca del plan sistemático de exterminio de los presos políticos, implementado desde el kirchnerismo. Un plan sin derechos humanos, que involucra a hombres de más de ochenta años, que culpables o no, en su mayoría están enfermos y sin asistencia médica adecuada, que van siendo juzgados no sabemos ya cuantas veces, en tribunales que no pasan de parodias vergonzantes, valiéndose de leyes penales retroactivas, encerrados en condiciones subhumanas y como consecuencia del cual ya hay cerca de doscientos muertos.
  
Hace más de cuarenta años, en el Vº congreso del PRT los participantes anunciaron la creación del ERP, con el propósito de: “desarrollar la guerra revolucionaria atentos al modelo vietnamita”. Pues bien, resulta que para los que en definitiva iniciaron esa guerra y la ejecutaron de acuerdo a las reglas del terrorismo, para esos culpables de muertes atroces, no hay juicios, ni castigos, solo puestos en el estado, honores y dólares. Como a propósito para nosotros, escribía Paulo VI que no debía continuar: “el escándalo de las inequidades hirientes”. Y es cierto, no deberíamos tolerar que continúe el hiriente escándalo K.
  
Aún en medio del enseñamiento y de las circunstancias oscuras que rodean esta —y otras muchas muertes semejantes de presos políticos— aún en este momento de tanto dolor, la familia de Videla solo pidió por la reconciliación nacional. El testimonio de caridad ofrecido, invita necesariamente a la reflexión, porque si la opción, continua siendo vivir encadenados al odio, haremos de nuestra Argentina, menos un país, que una tierra baldía.
  
Miguel De Lorenzo
    

martes, 20 de agosto de 2013

Editorial del Nº 104


FUERZAS ARMADAS:
EL SUELDO O LA GLORIA
  
“Las armas requieren espíritu, como las letras”
 (Don Quijote)
  
El descubrimiento de las malandanzas del Gral. César Milani —cualquiera sea el volumen de las mismas, y no parece ser de escasa monta— ha sido objeto de encontradas interpretaciones, erradas todas a juicio nuestro.
  
Para el gobierno, y siguiendo una costumbre ya connatural a su condición corrupta, todo kirchnerista es inocente e impune, aún y sobre todo cuando se demuestra su culpabilidad. Las incongruencias reales o supuestas no le hacen mella alguna, pues ha adquirido para soportarlas el cuero innoble de esos animales rastreros que, a efectos de defenderse, despiden fétidos olores o desgranan por doquier filosas púas.
  
La oposición, por su parte, sin saber que en esto coincide con su presunto oponente, registra en el núcleo mismo de las acusaciones al soldadote el hecho de haber participado en el Operativo Independencia; ignorando adrede sobre el mismo un dato capital: que fue una guerra limpia, jalonada de hazañas y de miembros heroicos de nuestras Fuerzas Armadas, gloriosamente heridos o muertos en combate. Fue, en cifra, la expresión más legítima de una contienda justa librada contra la Internacional Marxista.
  
Sin embargo, y con tal de capitalizar el caso contra el oficialismo, lo que habitualmente se llama “derecha”, no trepida en cargar las tintas sobre el tema. La misma oposición aludida —a diestra o a siniestra lo mismo da— subraya como concausa de la culpabilidad del episodio, el hecho que el Gobierno estaría preparando o ejecutando un Plan de Inteligencia para el control o el sojuzgamiento de sus adversarios. Nada que no haya hecho ya, con el soporte técnico que despliega a mansalva, sin necesidad estricta de que intervengan en esto los burócratas castrenses.
  
Otra es la gravedad de fondo, y no quiere verse. Y es que desde hace un mínimo de treinta años las Fuerzas Armadas han adoptado una actitud suicida y homicida; respecto de sí misma lo primero, y de la sociedad lo segundo. Esa doble actitud fue científicamente programada en los tiempos avasallantes de la Unión Sovietica, y se extendió por otras naciones, incluyendo o excluyendo ciertos matices, según conviniera.
La síntesis del plan podría enunciarse de este modo: las Fuerzas Armadas traspasan democráticamente el poder a los ideólogos y artífices de la subversión; el grueso de sus mandos acepta ser juzgado y encarcelado por aquellos; aceptan asimismo ser desmovilizadas material y espiritualmente, hasta vivir en permanente estado de acorralamiento y de ultraje.
  
Finalmente, y salvo solitarias y escasas excepciones, terminan cooperando activamente con la revolución marxista. Se purgan a sí mismas de los elementos “reaccionarios”, y acaban siendo el brazo armado del “proyecto nacional y popular”. Para lo cual, previa y simultáneamente, han tenido que admitir o propiciar el lavado de cerebro colectivo entre sus miembros; no solamente en materia de contenidos intelectuales, sino del mismo ethos militar clásico. Por eso, no basta con revisar los nuevos planes de estudio de los institutos militares par constatar el oprobio, sino contemplar a los Granaderos tocando la guitarra con Boudou o compartiendo los sones del himno con una murga raposa y prostibularia.
  
Así las cosas, Milani es apenas un nombre ocasional y suelto en esta larga y gruesa cadena de felonías y de miserias morales. Seguirá o no su curso, según lo decidan los komisarios del terrorismo devenidos en funcionarios. Lo mismo da quien sea su hipotético reemplazante. Los traidores a la patria pierden sus nombres para ser llamados simplemente mercenarios.
  
El setentismo también seguirá su curso; sea en su versión mitigadamente meaculpista (que no alcanza nunca para que sean encarcelados sus responsables), o sea en su versión virulenta y salvaje, que es la que practica el kirchnerismo.  La pesadilla sólo podría tener fin si las Fuerzas Armadas reaccionaran y actuaran en consecuencia. ¿Y qué significa esto? Depende. Pero por lo pronto, conocer la distinción que hacía Quevedo: “una cosa es, en los soldados, obedecer órdenes, otra seguir el ejemplo. Los unos tienen por paga el sueldo; los otros la gloria”.
  
Agosto trae dos fechas a medida para recordar ejemplos antes que órdenes, y gloria antes que salarios. El Día de la Reconquista y el Día del Aniversario del tránsito de San Martín. Los protagonistas centrales de estos fastos no pasaron a la historia por ser partes de proyectos corruptos, sino por encuadrarse fervorosos al servicio de Dios y de la Patria.
  
Antonio Caponnetto
  

domingo, 18 de agosto de 2013

Sermones y homilías


DECIMOTERCER DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Gálatas, 3, 16-22: A Abraham y a su descendencia fueron dadas las promesas. No dice: Y a sus descendientes, como si se tratase de a muchos, sino como a uno. Y a tu descendencia, el cual es Cristo. Digo, pues, esto: un testamento ratificado por Dios, no lo hace nulo la Ley que es hecha cuatrocientos treinta años después, de manera que deje sin efecto la promesa. Porque si por la Ley es la herencia, ya no es por la promesa. Y sin embargo a Abraham se la dio Dios por reiterada promesa. Entonces ¿para qué la Ley? A causa de la transgresión fue puesta, hasta que viniese el descendiente a quien se le hizo la promesa, ordenada por ángeles por mano de un mediador. Mas no hay mediador de uno solo. Y Dios es uno solo. Luego ¿la Ley es contra las promesas de Dios? De ninguna manera. Porque si se hubiera dado una Ley capaz de vivificar, realmente la justicia procedería de la Ley. Pero la Escritura lo ha encerrado todo bajo el pecado, a fin de que la promesa fuese dada a los creyentes por la fe en Jesucristo.


San Lucas, 17, 11-19: Y aconteció que yendo Jesús a Jerusalén, pasaba por medio de Samaria y de Galilea. Y entrando en una aldea, salieron a Él diez hombres leprosos, que se pararon de lejos. Y alzaron la voz diciendo: Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros. Y cuando los vio, dijo: Id y mostraos a los sacerdotes. Y aconteció, que mientras iban quedaron limpios. Y uno de ellos cuando vio que había quedado limpio volvió glorificando a Dios a grandes voces. Y se postró en tierra a los pies de Jesús, dándole gracias; y éste era samaritano. Y respondió Jesús, y dijo: ¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo.


Con los textos de este Domingo, vuelve a plantearse hoy otra vez, como en el Domingo Undécimo, el problema de la Fe; esta vez desde el punto de vista de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En realidad, es una cuestión que gira toda entera en torno al mismo Cristo, el Mesías prometido. Se trata de saber, en efecto, si nuestra salvación eterna depende sólo de Cristo (es decir, de Cristo en, con y por la Iglesia por Él fundada) o si, al lado y por encima de Cristo, produce también la vida la Ley de Moisés, es decir, el Antiguo Testamento; y, por consiguiente, si éste conserva todavía su valor y su fuerza obligatoria.

La Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, da a esta cuestión una respuesta tajante, categórica: ¡Cristo, sólo Cristo! Sólo en Él está la salvación. En la Epístola de hoy nos dice San Pablo que las promesas fueron hechas a Abrahán y su descendiente. Este descendiente no puede ser Moisés, es decir, el Antiguo Testamento, porque la Ley mosaica es incapaz de perdonar el pecado y de dar la vida de la gracia. Solamente Cristo puede cumplir las promesas de vida, y sólo los que creen en Cristo pueden participar de esas promesas y de esa vida.

Las promesas fueron hechas a Abrahán y a su descendiente. He aquí las promesas: Deja tu patria y tu familia. Abandona tu casa y vete a la tierra que yo te indicaré. Quiero hacerte tronco de un gran pueblo y te bendeciré copiosamente; en ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra.

Abrahán espera su descendencia durante largos años y sólo en su edad avanzada es cuando le nace su hijo Isaac, el hijo de la promesa.

Pero, poco después, el padre es obligado a sacrificar a Dios sobre el Monte Moria a su hijo. Así se lo ordena el mismo Dios. Abraham obedece. Ya fulgura en el aire el cuchillo que va a degollar a Isaac; pero, en este mismo instante, Dios se interpone y retiene el brazo del padre. En lugar del hijo le manda sacrificar un carnero que Él mismo le proporciona allí mismo.

Ahora el Señor vuelve a renovar su promesa al obediente Abraham: Puesto que tú, por mi Nombre, no me has negado a tu propio hijo, yo te bendeciré grandemente. Por haber obedecido mi mandato, serán bendecidas en tu descendiente todas las naciones de la tierra.

Como advierte San Pablo en la Epístola de hoy, Dios no dijo: En tus descendientes, en plural, como si fueran muchos, sino que dijo: En tu descendiente, en singular.

Pues bien: este único descendiente de Abraham, en el cual serán bendecidos todos los pueblos, en el cual encontrarán su salud, su vida y su redención todas las generaciones, no es otro, no puede ser otro que Cristo. Sólo en Él residen la salud y la gracia sobrenaturales. Todos pecaron, lo mismo los judíos que los paganos, para que así la promesa, es decir la redención prometida, fuese comunicada solamente a los creyentes, a los que tuviesen fe en Jesucristo. El que creyere y fuese bautizado, se salvará. El que no creyere, se condenará...

Ahora bien, cuando Jesús, el Mesías prometido, el descendiente de Abrahán, el depositario de las promesas, se dirigía hacia Jerusalén, se detuvo en una pequeña villa. Allí se le presentaron diez leprosos, los cuales le suplicaron que los curase. Él les dijo, conforme a la Ley mosaica: Id y mostraos a los sacerdotes. Ellos obedecen. Mientras se dirigen a los sacerdotes, quedan curados en el camino.

La Ley de Moisés, es decir, el Antiguo Testamento, con sus sacerdotes y sus sacrificios, no puede curar a los pobres leprosos. El mundo enfermo y pecador sólo puede ser curado por Cristo. En Él serán bendecidas todas las naciones... Todas, menos la Sinagoga hasta que reconozca a Cristo como verdadero Mesías. La Sinagoga forma parte de los nueve leprosos, que no volvieron a Cristo...

La Sinagoga, el Judaísmo, atribuye los bienes recibidos, no a Cristo, sino a sus propios méritos, a su fiel custodia de la Ley, a sus esfuerzos personales. Para la Sinagoga la salvación no reside en Cristo.

La Ley de Moisés ordenaba que todo leproso curado de su enfermedad debía presentarse ante un sacerdote, para que este expidiera el certificado oficial de dicha curación. Los leprosos del Evangelio de hoy, al dirigirse a la ciudad más próxima, para cumplir este requisito de la Ley, se sienten curados súbitamente.

Nueve de ellos continúan su viaje y se presentan a los sacerdotes, para cumplir exactamente lo preceptuado por la Ley de Moisés. Son unos judíos celosos de la Ley. Confían en las obras de la Ley. Creen que su curación es efecto de la fiel observancia de la Ley. Toda su gratitud es para las obras de la Ley. Comparten la funesta ilusión y ceguera del pueblo de Israel acerca del valor justificativo de la Ley.

Es la misma ilusión de todos los que creen que la vida de la gracia, que la verdadera salud de los hombres puede proceder de otra fuente distinta de la fe en Jesucristo. Es la misma ceguera y la misma funesta ilusión de todos aquellos que esperan y creen poder alcanzar la vida sobrenatural con sus propios esfuerzos, con sus talentos y cualidades personales, con las fuerzas y la industria del puro hombre natural, sin apoyarse para nada en el único fundamento verdadero de esa vida, que es la fe en Cristo, en el Hijo de Dios.

Sólo uno de los diez leprosos curados vuelve al Señor. Este leproso no era judío, era un samaritano. Alaba a Dios en voz alta; atribuye su curación a Dios, a Jesús; reconoce que la salud reside solamente en Cristo, no en los actos del hombre, no en las obras ni en el fiel cumplimiento de la Ley del Antiguo Testamento. Este leproso curado no se presenta ante los sacerdotes. Está plenamente convencido de que su curación no se debe a las obras de la Ley ni a sus propios méritos o esfuerzos. Cree en Jesús. Por eso, tan pronto como se ve curado se vuelve a Jesús y glorifica a Dios con grandes voces; y se postra a los pies del Señor.

Este samaritano leproso abandona la Ley de Moisés y se une a Cristo. Es un acabado modelo de la Santa Iglesia. Ésta ha sido llamada del mundo de los gentiles y de los pecadores y se halla edificada sobre la fe en Cristo.

La Iglesia cree que la Redención y la salvación se encuentran únicamente en Jesús. Por eso nunca se cansa de tornar a Él, para manifestar su adoración, junto con su hondo y cordial agradecimiento. Siempre sus labios están ensalzando la grandeza y la misericordia divinas.

¡Sólo Cristo! No se ha dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre, fuera del de Cristo, en el cual podamos salvarnos. Convenzámonos profundamente de lo que nos enseña hoy la Sagrada Liturgia. Creamos en Jesucristo y a Jesucristo. En Cristo, sólo en Cristo podremos salvarnos. Sólo la fe en Cristo es quien puede alcanzarnos la salud espiritual. Sólo ella puede asegurarnos la vida eterna.

Este es el Cáliz de mi Sangre, la Sangre del Nuevo y Eterno Testamento... A la Antigua Alianza entre Dios e Israel ha sucedido una Nueva Alianza entre Dios y la humanidad.

Esta Nueva Alianza, perfecta, definitiva, está fundada en Jesucristo, en Nuestro Señor.

Es una Alianza irrevocable, llena de gloria y de gracia y de un valor eterno. ¡Una Alianza entre el Padre y el Hijo de Dios humanado! ¡Una Alianza para salvarnos a nosotros!

El Señor penetra en este mundo. En su Encarnación se reviste de nuestra naturaleza humana y comienza la gran obra a que se ha comprometido: Vengo, oh Dios, a cumplir tu voluntad. Esta es mi Sangre, la Sangre de la Nueva Alianza... El Nuevo Testamento ha sido firmado y sellado con la Sangre de Jesucristo.

La ira del Padre se ha serenado y aplacado. Ha sido quebrantado el poder del pecado y del infierno; el Cielo se ha vuelto a franquear. Nosotros somos ahora hijos del Padre, somos los amados y elegidos de Dios; nuestros son los Sacramentos con sus gracias; nuestra es la Iglesia con su inagotables tesoros de verdad, de vida y de fuerza sobrenaturales...

Todo esto se deriva y está fundado en la Alianza que Dios estipuló con nosotros en Cristo y por Cristo. Todo ello, sin ningún mérito y sin ningún esfuerzo nuestro. Todo ello fue realizado mucho antes de que nosotros existiéramos y mucho antes de que nadie, excepto Dios, pensase en nosotros. Todo está fundado en la inquebrantable firmeza y constancia de un pacto establecido por Dios. Nosotros somos el pueblo de la Nueva Alianza, del Nuevo Testamento. Somos el pueblo del Testamento de la gracia y de la salvación, las cuales nos han sido aseguradas, por medio de un solemne pacto establecido por el mismo Dios. ¡Démosle, pues, cordiales gracias por ello! ¡Juzguémonos felices de pertenecer al pueblo de la Nueva Alianza, al pueblo del Nuevo Testamento!

En Cristo, y sólo en Él, está la salvación. En Él se encuentra la plenitud de todos los bienes sobrenaturales que Dios ha determinado dar a toda la humanidad en general y a cada uno de los hombres en particular. Tal ha sido y es el plan salvador de Dios: nos lo ha dado y nos lo da todo en su Hijo Jesucristo. Quiere unirse con nosotros y quiere que nosotros nos unamos con Él, sólo en Cristo y por medio de Cristo.

Nadie puede ir al Padre a no ser por medio de mí, dice Nuestro Señor. Él es el único camino que conduce al Padre. Nadie puede colocar otro fundamento que el puesto por Dios, es decir, Jesucristo. Sobre este fundamento tenemos que construir todos. Dios Padre ha depositado, pues, la plenitud de su vida divina en la sacratísima humanidad de Jesucristo. Por medio de esta Santa Humanidad la derrama sobre la Iglesia y sobre cada alma en particular. Por lo tanto, nuestra participación de la vida divina y de la santidad cristiana será tanto mayor cuanto más íntima sea nuestra incorporación con Cristo, cuanto más viva Cristo en nosotros.

Dios no quiere más que esta clase de santidad. Por consiguiente, o nos santificamos en Cristo y por Cristo, o, de lo contrario, no conseguiremos nada. Cristo es, pues, el centro, la meta, la fuente, el resumen y el perfecto cumplimiento de todas las promesas de Dios. Sólo en Él residen la salvación, toda salud, toda grada, toda redención y toda esperanza.

Vivamos de esta Fe y en esta Fe. Las promesas serán participadas únicamente por los que crean en Jesucristo. Pero Nuestro Señor Jesucristo también hizo promesas. Nos hizo promesas cuyo cumplimiento se realizará en lo futuro. A su Iglesia le prometió que las puertas del Infierno no prevalecerían nunca contra ella; le prometió también su continua asistencia en medio de Ella hasta el fin de los tiempos. Nos prometió que volvería un día a este mundo, envuelto en todo su poder y majestad...

Nos hizo, además, otra serie de promesas referentes a todos en general y a cada uno en particular. Estas promesas nos auguran la ayuda y la protección divina para nuestra vida y para nuestras aspiraciones sobrenaturales. El que permanezca en mí y yo en él, producirá mucho fruto; El que me ame a mí, será amado también por mi Padre, y yo, a mi vez, le amaré y me manifestaré a él

Jesucristo nos ha hecho promesas referentes a los que lo abandonan todo por su amor: En verdad os digo: Todo el que abandonare casa, hermanos, hermanas, padre, madre, mujer, hijos y hacienda por mi nombre, recibirá aquí el ciento por uno y después la vida eterna.

Las promesas de Dios Padre y de Cristo no son palabras vanas: son promesas divinas, infalibles. No podemos despreciarlas ni pasarlas por alto. Dios y Cristo son y serán eternamente fieles a lo que han prometido. A nosotros sólo nos resta creer ciegamente en sus promesas y aceptarlas con un corazón henchido de júbilo.

Las promesas hechas a los Patriarcas han sido plenamente cumplidas en Cristo, sólo en Él. Por consiguiente, sólo en Cristo alcanzaremos la redención, las bendiciones y la herencia celestiales.

Unámonos, pues, a Cristo. Digamos con San Pablo: bien sé a quién he creído, y estoy seguro de que Él puede custodiar hasta el día de la eternidad el depósito, los bienes espirituales, que le he confiado.

Ya no se nos harán más promesas en lo sucesivo. Las promesas hechas hasta aquí por Dios y por Cristo son tan sublimes y tan acabadas, que el mundo ya no puede ambicionar cosa más grande.

¡Ojalá las tuviéramos siempre ante nuestros ojos! Si nuestra piedad y nuestra vida interior son tan raquíticas y miserables, se debe precisamente a que nos olvidamos casi por completo de las promesas que nos han hecho Dios y Jesucristo.

No tenemos fe, una fe profunda, viva, convencida. Por lo mismo, carecemos también de la paz, de la dicha, del vigor y del fuego interiores que ella comunica. Cuanto más honda, cuanto más constante y más perfecta sea nuestra Fe en Jesucristo, más derecho tendremos a ser hijos de Dios y a participar de la vida divina. Con razón, pues, afirma el Concilio de Trento: Sin la fe es imposible conseguir la filiación divina.

Esta Fe la encontraremos en la Santa Iglesia, sólo en Ella. El mejor medio para conseguirla es vivir en la más estrecha unión con la Iglesia y en la más humilde sumisión a su Magisterio divino.

Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo. El samaritano, curado de su lepra por Jesús, vuelve al Salvador y, postrándose a sus pies, le da gracias ante todos por el beneficio recibido. El Señor le dice entonces: tu fe es la que te ha curado.

Fe; he aquí lo único que pide y desea Jesús, el Hijo de Dios, Nuestro Señor. Hágase según vuestra fe, dice Él a los dos ciegos que le pedían los curase. Ten solamente un poco de fe, dice también al príncipe de la sinagoga, cuya hija acaba de morir...

La Fe excita infaliblemente el poder milagroso de Jesús; ejerce sobre Él una atracción irresistible. La Fe que pide y desea el Señor es la Fe en el Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos a nosotros. Es la Fe en el triple testimonio que dio el Padre desde el cielo acerca de Jesús: Este es mi Hijo muy amado; en él tengo todas mis complacencias. ¡Escuchadle!

Tanto amó Dios al mundo, que hasta le envió a su mismo Hijo Unigénito para que el que crea en Él no perezca, sino que posea la vida eterna. El que crea en Él, no será juzgado; pero, el que no crea en Él, ya está juzgado, porque no cree en el Hijo de Dios.

La fe en Jesús, en el Hijo de Dios, es la primera condición para poder poseer la vida divina. La fe en la divinidad de Cristo implica en sí la admisión de todas las demás verdades reveladas.

El samaritano del Evangelio de hoy creyó ciegamente en Cristo. Por eso mereció escuchar estas confortadoras palabras: Levántate y vete; tu fe te ha salvado. La Iglesia cree en Jesús, en el Hijo de Dios. Durante el largo curso de su historia han brotado en su seno muchas sectas y herejías contra la divinidad de Jesús. Sin embargo, la Iglesia ha permanecido siempre fiel a su divino Fundador. Su fe en Él es inquebrantable. Hoy, cuando la fe es atacada al interior mismo de la Iglesia, imitemos también nosotros esta invencible fe de la Santa Iglesia. Hoy, cuando no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados, sino que se ocultan en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados, creamos firmemente en Jesús, en el Hijo de Dios.

Todo el que crea en el Hijo de Dios, poseerá la vida eterna; en este testimonio está encerrada toda la verdad revelada. Toda nuestra fe depende de la aceptación de este testimonio.

Creamos, pues, en Jesús, en el Hijo de Dios. Creyendo en Él, creeremos por el hecho mismo en toda la Revelación contenida en el Antiguo Testamento y realizada en Cristo. Creyendo en Él, creeremos al mismo tiempo en toda la Revelación del Nuevo Testamento, creeremos en todas las verdades predicadas por los Apóstoles y conservadas por la Santa Iglesia.

En efecto, las enseñanzas de los Apóstoles y de la Santa Iglesia no son más que la explicación y la prolongación de las verdades enseñadas por el mismo Cristo. El que crea en Cristo, creerá en toda la divina Revelación. El que rechace a Cristo, rechazará forzosamente toda la Revelación divina. La fe en Cristo, la honda convicción de que Cristo es el Hijo de Dios constituye la base de la vida sobrenatural y, por ende, de la verdadera santidad. Este es el firmísimo fundamento sobre el cual levanta la Iglesia todo el edificio de su vida.

Por tener fe en Cristo, se le comunican a Ella las promesas... y sólo a Ella...