viernes, 31 de agosto de 2012

Aviso: sale “Cabildo”

POR LA NACIÓN CONTRA EL CAOS
     

      
PORQUE ALGUIEN TIENE
QUE DECIR LA VERDAD
   
SE RUEGA DIFUNDIR.
  

jueves, 30 de agosto de 2012

Sanmartinianas

CARTA ABIERTA
        
Buenos Aires, 28 de Agosto de 2012
   
Al Señor General                                                 
Don José de San Martín
Mi General:
  
                     Acabo de ver una imagen que me decide al comentario de lo que pasa. Sobre cosas que tal vez ya preveía Usted, al conocer las contingencias de los grandes ideales desde la pertinente espera del descanso eterno. Me imagino ahora su indignación al mirar cómo la hez llegada de los basurales del mundo, ha concertado la  usurpación de la Patria para hacer una “Nueva Argentina”. Pervirtiendo las Instituciones, con exaltación del delito, la droga y la degeneración sexual; hasta retorcer la naturaleza y graznar blasfemias. ¡Cómo le habrá caído a Ud., mi General!... que ni pudo imaginar un juez invertido y mandaba horadar la lengua del blasfemo con un hierro candente*.                     
          
Descuento su sobresalto mi General, frente a esta aniquilación del país, y la bronca que le darían los generales y sus pares —bobos, flojos o fallutos— que lo dejaron postrar tragándose la fábula de la “Democracia” (ya mafiocracia). Hasta el punto que una marioneta procaz ocupe el Sillón de aquel rival histórico; obviamente manejada por el poderoso enemigo bien conocido.
      
Por este camino curiosamente vuelvo al origen de la misiva: Acabo de ver a uno de los Granaderos suyos (mil perdones) bailando a saltitos y cantando rock, nada menos que con el sujeto que Polichinela colocó a su lado para gobernar juntos. No ensucio el papel nombrándolo: un mamarracho complicado en múltiples ilícitos, pero siempre sonriente, descarado sin vergüenza, rulos al viento y la última querida de la mano.  En fin mi General, hace poco le oímos a un agudo observador que de esto solamente nos libra un milagro. Entonces me atrevo a pedirle —como Padre de la Patria en el empíreo— que implore la Suprema intercesión como lo hiciera en la campaña de Los Andes.
                    
Respetuosamente, suscribiéndome con honor soldado raso,
    
Casimiro Conasco
      
 
* “Leyes Penales del Ejército de los Andes”.
   

viernes, 24 de agosto de 2012

Recordatorios

VIEJOS CAMARADAS
  
  
La Plata, último lustro de la década de 1950. Años magníficos, vitales: lo mejor de nuestra vida. La noche que no teníamos que meter panfletos por debajo de las puertas, denunciando la entrega del petróleo a la Standard Oil, debíamos ir a cuidar algún convento o colegio amenazados, siempre que no estuviéramos detenidos en alguna comisaría.
  
El tirano demagogo, quien antes había empobrecido a la Argentina malbaratando con Gran Bretaña nuestro saldo pecuario exportable, para lo cual había tenido que imponer un régimen policíaco, ahora había sumado la enajenación de los hidrocarburos de la Patagonia a los Rockefeller y el ataque criminal a la Iglesia. “¡Cristo Vence!” fue el lema de nuestra respuesta, que se abrió camino entre la población como no lo había podido hacer la propaganda de los opositores liberal-socialistas.
 
“¡Cristo vence!”. En la procesión-manifestación de Corpus Christi. Para enterarnos por los diarios del día siguiente que supuestamente nosotros habíamos quemado la bandera nacional para entronizar en su lugar la pontificia. ¡Lo que le faltaba al tirano! Además de la mentira aviesa, el delito de lesa patria; puesto que a poco andar se conocieron los nombres de los comisarios de la Policía Federal que, por orden de Gamboa y Borlenghi habían ordenado y ejecutado la incineración del pabellón nacional. No importa. “¡Cristo Vence!”
  
Junto a los aviadores navales y aeronáuticos, que desagraviaban a la bandera, los comandos civiles peleamos en la calle a los sicarios del tirano. Luchamos y perdimos.
  
Y por la noche, el Gobierno, para continuar con su vocación ígnea, quemó los templos del centro de la Capital. Todos duplicamos la apuesta. “Cinco por uno”. Y al promediar setiembre, a las puertas de la primavera, nos sumergimos en la muchedumbre que aclamó la presencia del General Eduardo Lonardi en la Plaza de Mayo. Fue una gloria. La describió con su pluma impar nuestro amigo Jorge Vocos Lescano: “y vino el tiempo, y en el tiempo, el día. / Desde Córdoba, sí con las campanas. / Quemando el viento con su algarabía. / Partió aquel grito hacia las más lejanas / fronteras, aquel grito que el estuario / puso al tope de todas las mesanas”.
  
Nos duró poco, claro. Lo suficiente como para que lo recordemos hasta el día de hoy. Luego: “Renacieron la ira, la querella. / Nada aprendimos del ayer funesto. / De nuevo se nos fue la buena estrella”.
  
Pasaron los lustros, las décadas. Se cumplió, se cumple, lo que nuestro incomparable maestro Don Julio Irazusta había pronosticado y descrito como la “ley de bronce de la historia argentina”. O sea: que acá cada gobierno es peor que el anterior, al punto de hacerlo añorar. Entonces, como Jorge concluíamos: “De nuevo estamos, patria mía, en esto. / Tú, separada, sola, suplantada. / Yo, como siempre, tuyo y en mi puesto”.
  
“Yo”, que fuimos nosotros, aquellos muchachos del cincuenta y cinco en la Universidad de La Plata. Ninguno agachó el lomo. Ninguno justificó lo injustificable. Ninguno arrió la bandera. Fuimos fieles a nuestras fidelidades: Dios, la Patria, la Familia. Proseguimos en nuestro puesto, en exilio interior. Para poder repetir con Ernesto Palacio: “Yo a una quimera más alta me aferro: / quiero una vida de amor y de lucha, / coraje y fervor, luz y hierro”.
  
Empobrecidos, cual esa luminaria intelectual que fuera nuestro amigo Víctor Gallegos, quien siendo graduado de Filosofía e Historia, tenía que ganarse la vida desempeñándose como portero en un colegio privado. O Alberto Tolosa, abogado, quien vendía alcucinas a domicilio. O De Pamphillis, quien, como otros amigos tenía que trabajar en el Armour o en el Swift de Berisso, porque allí era el único sitio laboral donde no exigían la afiliación al partido del Gobierno. O el gran pintor, el “Puma” Barbieri, quien en las playas de faenamiento de los frigoríficos se pescó la tisis que pronto lo llevó a la tumba. Exonerados de sus empleos públicos, como Martirián Faura Videla, por no haber querido ponerse el luto regiminoso. Los recuerdo, entre tantos, porque hoy hay gente que cree que aquel régimen no era tan despótico.
  
Crecimos, nos recibimos y nos fuimos de La Plata. Cada uno a su lugar. No nos veíamos por años. Pero desde Jujuy (con los Pereyra) a Salta (con Manolo López), a Tucumán (con Eiizondo y Molina), a San Juan (con el “Negro” Carrizo), a Catamarca (con los Leguizamón), a Corrientes (con Ranalleti), a Paraná (con los Núñez), a Mar del Plata (con Falcón y Verdi) y hasta Río Grande de Tierra del Fuego (con Withaus) —perdón si me olvido de algunos—, por toda la extensión del país, digo, sabíamos que allí estábamos. Apostados como centinelas. Nos silbábamos, y ya estábamos en sintonía. Para padecer juntos espiritualmente la suerte, la negra suerte, de la nación que nos había parido.
  
Claro que en ciertos lugares pudieron afincarse núcleos cuyos integrantes se animaban unos a otros. Uno, en San Rafael, Mendoza, con Francisco Navarro como líder. Otro, en la misma La Plata, con Horacio Aragón y Rubén Ruiz de Galarreta, como referentes obligados. En esas dos ciudades desenvolvieron sus vidas los amigos que hoy quiero memorar.
  
En La Plata estudió, se casó y trabajó en la justicia el abogado jujeño Octavio Agustín Sequeiros, el “Pato” Sequeiros, para todo el mundo. Uno puede tener una idea más o menos abstracta de lo que es un erudito; pero había que haber conocido al “Pato” para ver encarnada en una persona aquella cualidad. El “Pato” dominaba las lenguas vivas y muertas (no sé si el sánscrito escapaba a sus dominios, pero las otras seguro que no).
  
Luego de leídos los clásicos bajo la dirección del profesor Carlos Disandro, abordó las literaturas modernas, la filosofía, la historia, la política y, en sus ratos perdidos, profundizó la Teología.
  
Todo eso bien asimilado y pasado por el jocoso matiz personal, que jamás perdonaba un chiste si podía intercalarlo, aunque estuviera considerando el Tratado de la Buena Muerte de San Francisco de Sales. Sólo la particular bonhomía del Padre Alfredo Sáenz podía dar el visto bueno a sus artículos para Gladius, plagados de bromas e ironías.
  
Si no hubiera escatimado sus escritos, hoy sería otro Chesterton. Y si alguien cree que exagero, que trate de leer las notas con que tradujo los últimos artículos de Solzhenitsyn y verá. Un lujo para la cultura de este país. Es que este petiso, delgado, chiquitito, valía por mil. Predicó y practicó como pocos la caridad de la verdad, dando guascazos a quien se lo merecía, conforme a la norma de San Agustín, de intransigencia con el error y de bondad con el equivocado.
  
Sequeiros se nos ha ido; dejando eso sí, una huella imborrable. Quien quiera ser un intelectual en serio tiene que ser como el bromista incorregible de Sequeiros. Un espejo límpido, como su alma de niño, que de seguro Dios habrá acogido en su seno.
  
En San Rafael vivió y fundó su familia el ingeniero Ángel Luis M. Salvat, a quien yo me atrevo a llamar “el apóstol de los contratistas”.
  
Miguelito, con su guitarra adosada al cuerpo, con su ruinoso portafolio cargado de libros nacionalistas y cristianos, para vender de modo ambulante ente la gente más sencilla del campo sanrafaelino. Miguel fundó en La Plata un departamento que se apodó, con chapa y todo, “El polvorín”, imaginen ustedes  por qué.
  
Desde aquella época cultivó la amistad de los Padres Julio Meinvielle y Leonardo Castellani, por quienes tuvo devoción filial, y hasta les compuso una zamba, creo. De familia navarra, neto, cabal, frontal, de los que llaman al pan, pan y al vino, vino, humilde, sonriente, Miguel fue un santo varón como para edificar moralmente al más escéptico. Fue delegado de las aguas del río Diamante, y en su curso conoció y asistió a cientos de pequeños medieros (contratistas) a los que asistió con su clara enseñanza acerca de la ortodoxia religiosa y del bien de la patria.
  
Dio ejemplo de pobreza y de honestidad. Se anotó en todas las empresas políticas nacionales, sin pretensiones de dirigente. Siempre listo, ahí estaba Miguel con su guitarra. Con la cual, a cuestas, supongo, ahora habrá entrado a integrar el coro celestial.
  
Ha pasado el tiempo, crueles los años, dura la experiencia del largo camino. Pero aún hoy, aquellos muchachos del cincuenta, los vivos y los muertos, oportuna o inoportunamente, volvemos a pintar una cruz sobre una V azul y blanca y a gritar: “¡Cristo vence!”
   
¡Hasta pronto, viejos camaradas!
  
Enrique Díaz Araujo
  

martes, 21 de agosto de 2012

Nuevo Orden

¿QUÉ SOY?

“No terminan de asombrarnos,
y es tan grande el desatino”
(Tango “Argentina Primer Mundo”,

de Eladia Blázquez)

Conviene recordar la definición de estrategia del General André Beaufre en su “Introducción a la Estrategia”:

“Es la dialéctica de las voluntades que emplean la fuerza para resolver sus conflictos”; y conviene tener asimismo una idea clara de lo que la palabra fuerza significa: no sólo la capacidad física, sino también, y en grado eminente, la psicológica, para doblegar insidiosamente la voluntad del adversario, en particular si se la ejerce en forma permanente.

La Guerra Cultural es hoy la primera responsable de ejecutar esta estrategia, siendo su principal objetivo imponer una Cultura de la Decadencia, sin Orden Natural ni espíritu de resistencia al caos.  Su objetivo, en suma, es destruir todo cuanto pueda generarle reacciones.
 
Una sociedad o una nación, al ser destruidas de este modo, es difícil que puedan mantener su identidad.  Por ese motivo Richard Gardner, en el mes de abril de 1974, en el “Foreing Affairs”, órgano oficial del Council on Foreing Affairs, decía: “de ese modo llegaremos a poner fin a las soberanías nacionales, corroyéndolas pedazo a pedazo”.  Arturo Jauretche lo graficó en su “Manual de Zonceras Argentinas” (1968) transcribiendo el dicho popular “Mama, haceme grande, que zonzo me vengo solo”, lo cual constituye para él otra zoncera, porque ocurre a la inversa: “nos hacen zonzos para que no nos vengamos grandes”.
 
Y qué cosa más útil para destruir la identidad global de una nación que destruir la identidad de cada uno de sus habitantes; y para esto qué mejor que destruir su origen.  “El hombre que no tiene historia no tiene identidad”, decía Juan Pablo II.
 
Por su parte, en “Historia como Sistema”, dice Ortega y Gasset: “Indemostrada como está la tesis evolucionista, cabe decir que el tigre de hoy no es más ni menos tigre que el de hace mil años.  Pero el individuo humano no estrena la humanidad.  De aquí que su humanidad, la que en él comienza a desarrollarse, parte de otra que ya se desarrolló y llegó a su culminación, en suma, acumula a su humanidad un modo de ser hombre ya forjado, que él no tiene que inventar, sino simplemente instalarse en él, partir de él para su individual desarrollo”.
 
Salvando las diferencias, esto ya lo saben las monas, que no abandonan a sus crías hasta al menos los cuatro años, cuando ya pueden defenderse.  Pero revolución cultural mediante, el asunto es que ahora, según el proyecto de reforma del Código Civil, los cónyuges —que ya no serán hombre y mujer, sino “contrayentes”— tampoco llamados padre y madre, sino “relaciones filiatorias”, “no estarán obligados a vivir bajo un mismo techo”, de tal manera que los hijos podrían fácilmente no recibir esa herencia experiencial.  Estamos peor que los animales.
 
A su vez, Hilaire Belloc en “Las Grandes Herejías”, hace ya un rato (murió en 1953), en el capítulo dedicado a lo que él llamó el ataque moderno, decía que, a falta de mejor definición, él creía que la manifestación del Anticristo consistirá en “un asalto en masa contra la Fe, contra la existencia misma de la Fe.  Y el enemigo que ahora avanza contra nosotros está cada vez más conciente del hecho de que no puede haber cuestión de neutralidad […].  La batalla se libra en una línea definida de ruptura y resultará en la supervivencia o la destrucción de la Iglesia Católica.  Y de toda su filosofía, no de una parte de ella”.
 
Se trata de una fuerza “fundamentalmente materialista”, “materialista en su concepción de la historia y fundamentalmente en todos sus proyectos de reforma social”.
 
Si volvemos nuevamente sobre la precitada reforma del Código Civil, veremos que Belloc no disparataba.  La fidelidad y el respeto recíproco de los cónyuges han sido eliminadas.
 
Vale aclarar algo con respecto al término fidelidad.  Como es sabido, proviene de fides, fe, y comprende:
 
a) fe en uno mismo, la que mantiene la autoestima y que al perderse casi asegura la infidelidad hacia otros; y
 
b) fe en otros: confiar y esperar en quien se deposita la confianza.
 
Regresando a Hilaire Belloc, éste continúa diciendo (hace mucho más de medio siglo, recordemos) que tenemos que juzgar este ataque materialista por sus frutos, los cuales, “aunque no maduros aún, son ya manifiestos”.
 
Y en principio considera que “los primeros frutos aparecen en la zona de la estructura social”, abarcando e implicando toda la naturaleza moral del hombre.  “La crueldad será el fruto principal  en el terreno social del ataque moderno, como la resurrección de la esclavitud será el fruto en el terreno social […].  No rige ya el concepto de que el hombre, como hombre, es algo sagrado.  Esa misma fuerza que ignora la dignidad humana ignora también el sufrimiento humano”.  Nadie se apiada de una cosa.
 
El tango invocado en nuestro epígrafe dice en otra parte: “si parece la utopía de un mamao”, no sin razón.  Claro que entonces se refería a un personaje local, riojano él.
 
Pero el concepto se aplica principalmente a los que dan las órdenes.  Por ejemplo, a James Warburg, quien en una declaración ante la Comisión del Senado Norteamericano Para Asuntos Exteriores, en 1945, expresó: “El gran interrogante de nuestro tiempo no es si el unimundo puede ser alcanzado o no, sino si el unimundo puede ser alcanzado por medios pacíficos o no.  Nos guste o no, tendremos unimundo.  El interrogante es sólo si mediante acuerdo pacífico o con violencia”.  Utopista por la meta desmesurada —corredores detrás del viento, según Eclesiastés 1, 14 y s.s.— y mamados, no por un buen y noble vinito, sino por una ambición y soberbia sin fronteras.
 
Para recuperar nuestra identidad no creo que sea necesario, como postulan algunos, complicarse con comunidades adoradoras de dioses paganos, embotarse con músicas desenfrenadas o saturarse con drogas.
 
Tal vez alcance con preguntarse, de menor a mayor, ¿cuál es mi nombre?, ¿cuál es mi sexo?, ¿cuál es mi bandera?, ¿cuál es mi religión?, ¿estoy orgulloso de esto?
 
Y tal vez así, si alguna vez nos preguntan ¿eres un hombre o un ratón? no tengamos que tardar mucho para responder.

Luis Antonio Leyro
  

viernes, 17 de agosto de 2012

Aniversarios

17 de agosto

Aniversario de la muerte
del General José de San Martín


“¿Qué me importa que se me repita hasta la saciedad que vivo en un país de libertad, si por el contrario se me oprime?
¡Libertad! Para que se me cargue de contribuciones a fin de pagar los inmensos gastos originados porque a cuatro ambiciosos se les antoja…
¡Libertad!  Para que el dolo y la mala fe encuentren una completa impunidad…
Maldita sea tal libertad, no será el Hijo de mi Madre el que vaya a gozar de los beneficios que ella proporciona…
El hombre que establezca el orden en nuestra patria, sean cuales sean los medios que para ello emplee, es el solo que merecerá el noble título de su libertador”


Carta a Guido.
1º de febrero de 1834

martes, 14 de agosto de 2012

Históricas

DE HUNDIMIENTOS
Y NÁUFRAGOS
  
Un episodio de la Segunda Guerra Mundial
que nos viene bien recordar a los argentinos
  
Los fiscales de Nüremberg pidieron la pena de muerte para el almirante Dönitz por haber dictado, en el otoño del año 1942, la famosa orden “Triton Null” (impropiamente conocida como “Orden Laconia”), en su rol de BdU (Comandante en Jefe de Submarinos).  Por ella se prohibía las operaciones de salvamento de las tripulaciones de los barcos enemigos hundidos.  Veamos, brevemente, el origen de la cuestionada orden.
 
El 12 de septiembre de 1942, a las 20:00, operando en las costas atlánticas de África, el submarino alemán U-156 al mando del capitán Hartenstein, disparó dos torpedos que hundieron al mercante inglés “Laconia” (buque de la “Cunard White Star Line” de Liverpool), que era empleado como transporte artillado de tropas por el Reino Unido.
  
El propio oficial artillero del navío manifestó posteriormente que el mismo “reconocía un armamento de ocho cañones, entre los cuales, dos de quince centímetros para utilizarlos contra blancos navales, además de armamento antiaéreo, cargas de profundidad y aparatos Asdic”. Era evidente que la condición de buque de guerra del “Laconia” encontraba un doble sustento: como transporte de tropas y como nave artillada capaz de inferir un daño fatal a fuerzas enemigas.

Su tripulación y pasaje se conformaban de la siguiente manera: cuatrocientos treinta y seis tripulantes británicos, doscientos sesenta y ocho soldados del mismo origen, ochenta mujeres y niños, mil ochocientos prisioneros de guerra italianos y ciento sesenta soldados polacos guardianes de los prisioneros italianos.  Luego del ataque, el comandante del U-156 escuchó gritos y llamados de auxilio, algunos  en italiano, por lo que se aprestó a socorrer a los sobrevivientes.

Pronto Hartenstein  tuvo un claro cuadro de situación sobre lo ocurrido a bordo con los prisioneros italianos.  Se encontraban bajo cubierta y luego del impacto de los torpedos se ordenó cerrar sus compartimientos.  Muchos de los que pudieron escapar de allí cayeron bajo las bayonetas o metrallas de los guardias polacos.  Los tiburones de la zona hicieron su parte.  Esa fue la razón por la que tan pocos italianos pudieron salvarse.  Esta aclaración reviste, a nuestro criterio, particular importancia para descartar aquellos argumentos que sostienen que la actitud solidaria de Hartenstein se debió al conocimiento que gran parte de las víctimas eran prisioneros italianos.

Supo en forma inmediata que la mayoría de los prisioneros había muerto por haber sido encerrados por sus carceleros o bajo las balas de éstos, sin embargo no tomó ninguna represalia al tiempo de poner a buen resguardo a los sobrevivientes ingleses y polacos.  Si la actitud con los prisioneros le repugnó, como repugnaría a cualquier hombre de bien y Hartenstein ¡vaya si lo era!, no le otorgó trascendencia y asistió a todos por igual.  Los únicos privilegios fueron para las mujeres y los niños.

El hecho y la actitud precedentemente referida merece también especial consideración en el caso del comandante y la tripulación del submarino italiano “Cappellini”, que, como veremos seguidamente, salvaron las vidas a quienes se las segaron criminalmente a sus camaradas.

A las 12:00 horas del 13 de septiembre de 1942, el BdU (Comando en Jefe de Submarinos) recibe el siguiente mensaje: “Hundido por Hartenstein, británico Laconia, cuadrícula marina FT 7721, 310 grados.  Desgraciadamente con mil quinientos italianos prisioneros de guerra.  Hasta ahora noventa salvados; 157 metros cúbicos, 19 torpedos, viento 3; ruego órdenes”.

Afirma Dönitz que “Al recibir esta comunicación tomé una decisión que contradecía las normas fundamentales de la guerra marítima en todas las naciones, en las cuales los objetivos bélicos se anteponen siempre a los de salvamento.  En este caso decidí,  sin embargo, proceder de otra forma, y dirigí en consecuencia una operación inmediata por la cual ochocientos ingleses, de los ochohocientos once que se encontraban a bordo, y cuatrocientos cincuenta de los mil ochocientos italianos fueron salvados.  Interrumpí la operación de los submarinos destinados a la Ciudad del Cabo y los envié a toda marcha hacia el lugar del hundimiento del Laconia, para cooperar al salvamento de los náufragos” (cfr. “Diez años y veinte días”, pág. 262.  Puede haber una distorsión en el número total de ingleses).

El mensaje emitido rezaba textualmente: “Schacht, Grupo Elsbär, Würdemann, Wilamowitz, reúnanse inmediatamente Hartenstein en 7721 para ayudarle a salvar a los náufragos.  ¡Rápido!  Karl Dönitz”. Acto seguido, afirma Dönitz “le rogué al jefe de los submarinos italianos en Burdeos que enviase al submarino italiano «Capellini», que operaba en la misma zona marítima, lo que así sucedió” (idem anterior).

A pesar del escaso e incómodo espacio interior del submarino U-156 y lo limitado de la superficie plana de cubierta, en la primera noche Hartenstein recogió a ciento noventa y tres sobrevivientes, a los que alojó provisoriamente en la cubierta del buque y a la mañana siguiente sumó otros doscientos náufragos más a los que distribuyó en diversos botes salvavidas que, mediante cabos, fueron amadrinados al U-156.

A las 06:00 horas del 13 de septiembre, absolutamente desbordado en sus posibilidades concretas de asistencia, el comandante del U-156 emite el siguiente mensaje abierto en inglés y en onda de 25 metros: “Si cualquier barco quiere ayudar a la tripulación náufraga del «Laconia», no le atacaré con tal de que yo no sea atacado por barcos o aviación.  He recogido a 193 hombres, 4º 52´ sur, 11º 26´ oeste.  Submarino alemán”.  Diez minutos más tarde se repitió el mensaje en la onda internacional de seiscientos metros.  Era evidente que el cúmulo de mensajes no cifrados que se habían emitido permitían localizar perfectamente bien al submarino involucrado.

Entre el 14 y el 15 de septiembre llegaron al lugar de los hechos el U-506 y el U-507, abocándose inmediatamente a la tarea de salvamento mientras aguardaban la llegada de algún buque de superficie idóneo para salvar el problema, en especial los prometidos por Francia.  Los tres sumergibles estaban abarrotados de náufragos, además de asistir con comida, bebida y medicamentos a los sobrevivientes instalados en los botes salvavidas.  Las tripulaciones de los submarinos habían cedido sus literas a las mujeres y los niños.

El día 16 de septiembre ocurrió lo impensado.  El U-156 fue localizado por un avión de reconocimiento americano de largo alcance B-24 “Liberator” que despegó de la isla de Ascensión, teniendo muy en claro, por los mensajes radiados, la posición del submarino alemán.

Sin perder la calma, Hartenstein dispuso desplegar una bandera blanca con la cruz roja sobre la vela del submarino y transmitió al piloto su condición de no beligerante en tareas humanitarias.  Más aún, ordenó abandonar el cañón antiaéreo de cubierta y dispuso que un experto en señales le enviara al avión, en inglés, el siguiente mensaje en Morse: “Aquí submarino alemán con náufragos británicos a bordo.  ¿Tienen a la vista barco de rescate?”

Ante la falta de respuesta, un oficial británico solicitó si se le permitía enviar un mensaje con el foco de señales.  Al ser autorizado, le transmitió lo siguiente al piloto americano: “Oficial de la Royal Air Force hablando desde el submarino alemán.  Supervivientes del «Laconia» a bordo, soldados, civiles, mujeres y niños”.

Un marinero británico recordó luego la escena: “El más miope de los pilotos no podía haber dejado de percibir la verdad.  Ahí había un submarino con cuatro botes a remolque llenos de supervivientes” (www.pbibclell.com, 9 de agosto de 2005).

Luego de sobrevolar al submarino, el piloto —James Harden— contactó radialmente al oficial superior de guardia en Ascensión en esos momentos, capitán Robert C. Richardson III a fin de solicitar instrucciones.  Este último no pudo comunicarse con Washington y terminó ordenando al piloto que hundiera al submarino.  “Harden ametralló en tres pasadas al U-156, alcanzando a uno de los botes que arrastraba, y en una cuarta arrojó dos cargas de profundidad —tras lo cual Hartenstein hizo inmersión abandonando a los náufragos—, para después atacar al U-506” (Mata, Santiago, “U-Boote.  Submarinos alemanes en la segunda guerra mundial.  Mito y realidad de un trágico destino”, Edición digital, Editorial Almena, Madrid, 2003).

Conminado por las circunstancias, el mismo día a las 23:04 horas, Hartenstein envía el siguiente mensaje al BdU: “De Hartenstein, Liberator americano bombardeó por cinco veces a escasa altura, mientras remolcaba cuatro botes, a pesar de tener en el puente con buena visibilidad bandera Cruz Roja 4 metros cuadrados.  Periscopio averiado.  Interrumpo salvamento, me alejo hacia el oeste.  Reparo averías”.

La situación conmocionó al comandante del submarino, quien  no obstante recibir un segundo ataque por parte del B-24, mantuvo la calma.  Frente a la reacción natural de los tripulantes servidores del cañón antiaéreo, que, ante los ataques, corrieron hacia el arma, Hartenstein gritó: “¡Que ni un solo hombre se acerque al cañón!”

La providencial llegada en esos momentos del submarino italiano “Cappellini” al lugar de los hechos, que volvió a agrupar a y asistir a los náufragos, impidió que se agravara la tragedia.

Un despliegue humanitario de esa naturaleza era inadmisible que pudiera ser considerado como fuerza beligerante por el piloto.  Sin pérdida de tiempo respondió Dönitz: “00:19 horas.  17 de septiembre.  Seguridad del submarino no debe en ninguna circunstancia ser puesta en peligro.  Todas las medidas, incluso interrumpir el salvamento, hay que ponerlas en práctica sin contemplaciones.  Suponer cualquier respeto por parte del adversario es totalmente erróneo…” (ob. cit., pág. 265).

Los Aliados sabían perfectamente la ubicación del naufragio del Laconia, se habían radiado mensajes en inglés en frecuencia abierta en reiteradas oportunidades.  En los cuatro días que llevaba el proceso de salvataje no habían dispuesto medida alguna en resguardo de los náufragos, por el contrario, optaron por hundir el tronco al que se aferraban como última esperanza centenares de vidas, incluso de mujeres y niños.

La orden del 17 de septiembre no ponía fin al salvamento, se limitaba a supeditarlo a la seguridad del submarino.  Este hecho y las consecuencias negativas que pudieron haber tenido para Dönitz lo explica muy bien en sus memorias: “Después de este ataque al U-156 habría sido militarmente justo el que yo ordenase por completo que se interrumpiese toda acción de salvamento…  En mi Estado Mayor hubo conversaciones muy acaloradas exponiendo con derecho la opinión de que el pretender continuar los trabajos de salvamento era una medida irresponsable...acabé la discusión con las palabras «No puedo arrojar ahora a la gente al agua; sigo adelante»…  Sabía con la suficiente evidencia que tendría que soportar toda la responsabilidad en caso de que en un nuevo ataque resultase dañado un submarino o se perdiera” (pág. 265).

No obstante, las sospechas y prevenciones fueron insuficientes para evitar nuevas y más desagradables contingencias.

Efectivamente, el mismo 17 de septiembre a las 12:22 horas, un avión americano —probablemente el mismo Liberator— atacó sin contemplación alguna al U-506, que llevaba en su cubierta aproximadamente ciento cincuenta náufragos, contándose entre ellos a mujeres y niños.  Su comandante no acató la directiva de la superioridad y continuó con sobrevivientes ingleses a bordo, lo que le impidió toda maniobra evasiva de inmersión.

Ni siquiera este nuevo ataque a mansalva impidió que continuara la operación de salvamento.  Es más, la tripulación hizo todo lo posible para continuar atendiendo a las víctimas, la cocina del submarino —concebida para racionar a cincuenta hombres—, debió trabajar día y noche para asistir a los sobrevivientes.

Un dato que puede parecer anecdótico, pero que cobrará inusitada vigencia cuando tratemos, en la segunda parte, otras imputaciones al Comandante de los submarinos alemanes, es que el cocinero del U-506 recibió la “Cruz de Hierro” como reconocimiento a su labor en esta emergencia.

En la tarde del 17, el U-507 fue atacado por una aeronave aliada.  Ello no le impidió perseverar en su misión.  A las 19:30 horas de ese día, su comandante cursaba el siguiente radio al BdU: “...17-9.  19:30 h.  Italianos entregados al «Annamita».  Oficial de navegación del «Laconia» y otros oficiales ingleses a bordo.  Siete botes de salvamento con trescientos treinta ingleses y polacos, entre ellos, quince mujeres, dieciséis niños: cuadrícula FE 9612.  Mujeres y niños han pasado una noche a bordo.  A todos los náufragos se les ha dado comidas y bebidas calientes, se les ha vestido y curado a los que lo necesitaban.  Otros cuatro botes en la cuadrícula FE 9619.  Ambas posiciones se les han dado al «Glorie», que inmediatamente ha salido en su búsqueda…” (ob. cit., pág. 265).

La totalidad de los sobrevivientes fueron trasladados a los barcos de guerra franceses “Annamita” y “Glorie” que se encontraban en el punto convenido y se puso fin a esta tragedia teñida de crueldad e irracionalidad, que habría de cobrar protagonismo nuevamente cuatro años después, en la ciudad de Nüremberg.
  
Carlos García
  

domingo, 12 de agosto de 2012

Sermones y homilías


UNDÉCIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Del Evangelio del día: Y presentáronle un hombre sordo y mudo, suplicándole que pusiese sobre él su mano para curarle Y apartándole Jesús del bullicio de la gente, le metió los dedos en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo arrojó un suspiro y díjole: Éfeta, que quiere decir: abríos. Y al momento se le abrieron los oídos y se le soltó el impedimento de la lengua, y hablaba claramente.

De la Epístola del día: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras...


Las lecturas de este Domingo nos invitan a reflexionar, desde diversos aspectos, sobre la Fe recibida en el Santo Bautismo. Para ello, seguiremos las enseñanzas del Doctor Común, Santo Tomás de Aquino.

Al Bautismo se le llama Sacramento de la Fe en cuanto que en el Bautismo se hace una profesión de fe y por él queda el hombre congregado a la comunidad de los fieles.

Por eso es conveniente que la instrucción catequética preceda al Bautismo. De ahí que el mismo Señor, al transmitir a los discípulos el precepto de bautizar, puso la instrucción antes que el Bautismo al decir: Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas…

Sin la Fe no se puede recibir la gracia, que es el último efecto del Sacramento. Y en este sentido, se requiere para el Bautismo indispensablemente la verdadera Fe.

El Señor habla así del Bautismo en cuanto que conduce a los hombres a la salvación por la gracia justificante, la cual no se puede obtener sin la verdadera Fe. Por eso puntualiza: el que creyere y se bautizare, se salvará.

La Iglesia, en lo que depende de Ella, no quiere dar el Bautismo más que a los que tienen la Fe verdadera, sin la cual no hay remisión de los pecados. Este es el motivo de que pregunte a los bautizandos si creen.

No debe darse el Sacramento del Bautismo a quien no quiere abandonar la infidelidad.

Por eso, si alguien recibe el Bautismo sin la Fe verdadera, no le aprovecharía para la salvación.

Quien responde creo por el niño bautizado, lo que hace es profesar la Fe de la Iglesia en nombre del niño; al que se comunica la Fe, y queda obligado a ella a través de otro.

El padrino que responde por el niño, promete que él hará todo lo que pueda para que el niño crea. Esto, sin embargo, no sería suficiente en el caso de los adultos que tienen uso de razón.

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Los actos externos de una virtud son propiamente los que de manera específica corresponden a los fines de esa virtud.

Pues bien, la confesión de Fe se ordena específicamente como a su fin a la misma Fe, según afirma el Apóstol: Creemos teniendo el mismo espíritu de fe, con el que además hablamos. En efecto, la palabra externa está destinada a significar lo que concibe la mente.

Por lo tanto, como el concepto interior de la Fe es acto suyo propio, lo es también la confesión externa.

Sin embargo, la fortaleza también interviene, pero como causa accidental.

En efecto, el hombre se retrae alguna vez de confesar la Fe por temor o también por vergüenza. Por eso pide el Apóstol que rueguen por él para que pueda dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio.
Ahora bien, el hecho de no desistir de hacer el bien por vergüenza o por temor incumbe a la fortaleza, que modera la audacia y el pavor. Pero esta causa, que quita o remueve los impedimentos, no es causa propia, sino accidental.

Por eso, la fortaleza que quita los obstáculos a la confesión de Fe, es decir, el temor o la vergüenza, no constituye su causa propia y directa, sino accidental.

Para salvarse no es necesario confesar la Fe ni siempre ni en todo lugar, sino en lugares y tiempos determinados, es decir, cuando por omisión de la Fe se sustrajera el honor debido a Dios o la utilidad que se debe prestar al prójimo.

Esto sucedería, por ejemplo, si uno, interrogado sobre su Fe, callase y de ello se dedujera o que no tiene Fe o que no es verdadera; o que otros, por su silencio, se alejaran de ella. En casos como éstos la confesión de Fe es necesaria para la salvación.

El fin de la Fe, como el de las demás virtudes, debe ir orientado al de la caridad, que es amor a Dios y al prójimo. Por eso, cuando lo pide el honor de Dios o la utilidad del prójimo, no debe contentarse el hombre con unirse personalmente a la verdad divina con su Fe; debe confesarla exteriormente.

En caso de necesidad, cuando corre peligro la Fe, están todos obligados a predicarla, sea para información, sea para confirmación de los fieles, sea para contener la audacia de los infieles.

De esto resulta que es absurdo pedir a la Roma anticristo y modernista la “Libertad de guardar, transmitir y enseñar la sana doctrina del magisterio constante de la Iglesia y de la verdad inmutable de la Tradición divina”.

Es suficiente, entre otras, la amonestación de San Pablo: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano!

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El pecado de infidelidad consiste en la oposición a la Fe: o porque se niega a prestarle atención, o porque la desprecia.

En cuanto pecado, la infidelidad tiene su origen en la soberbia, que hace que el hombre no quiera someter su entendimiento a las reglas de Fe y a las sanas enseñanzas de los Padres.

Todo pecado consiste en la aversión a Dios. De ahí que tanto más grave es el pecado cuanto más aleja al hombre de Dios.

Ahora bien, la infidelidad es la que más aleja a los hombres de Dios, ya que les priva hasta de su auténtico conocimiento, y ese conocimiento falso de Dios no le acerca a Él, sino que le aleja.

Ni siquiera puede darse que conozca a Dios en cuanto a algún aspecto quien tiene de Él una opinión falsa, ya que lo que piensa no es Dios.

Es, pues, evidente que la infidelidad es el mayor pecado de cuantos pervierten la vida normal, cosa distinta a lo que ocurre con los pecados que se oponen a las otras virtudes teologales.

La infidelidad implica no sólo la ignorancia que conlleva, sino también la resistencia a las verdades de Fe. En este sentido se presenta su condición de ser el pecado más grave.

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Toda virtud consiste en la conformidad a una regla del conocimiento o del obrar humanos.

Ahora bien, en una materia determinada hay solamente una forma de alcanzar la regla, mientras que son muchas las formas de apartarse de ella.

De ahí que a una sola virtud se opongan muchos vicios.

En consecuencia, hay que decir que, si se considera la infidelidad en relación con la Fe, las especies de infidelidad son diversas y determinadas en número.

Pues, dado que el pecado de infidelidad consiste en resistir a la Fe, esa resistencia se puede dar de dos maneras, ya que, o se resiste a la Fe aún no recibida, en cuyo caso se da la infidelidad de los paganos o de los gentiles, o se resiste a la Fe cristiana ya recibida.

Esto, a su vez, puede hacerse o en figura, y tenemos la infidelidad judía, o en la manifestación misma de la verdad, y es la infidelidad de los herejes.

Así, pues, en general, se pueden reseñar las tres especies de infidelidad indicadas.

Pero si distinguimos las especies de infidelidad por razón de los errores en las diversas materias que pertenecen a la Fe, en ese caso no hay posibilidad de establecer especies distintas de infidelidad, pues los errores pueden multiplicarse de manera infinita, como enseña San Agustín.

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En la infidelidad se pueden considerar dos cosas. Una de ellas, su relación con la Fe.

Bajo este aspecto, peca más gravemente contra la Fe quien hace frente a la Fe recibida que quien se opone a la Fe aún no recibida; de la misma manera que quien no cumple lo que prometió peca más gravemente que si no cumple lo que nunca prometió.

Según esto, en su infidelidad, los herejes, que profesan la Fe del Evangelio y la rechazan corrompiéndola, pecan más gravemente que los judíos que nunca la recibieron.

Mas porque éstos la recibieron en figura en la ley antigua, y la corrompieron interpretándola mal, su infidelidad es por eso pecado más grave que la de los gentiles que de ningún modo recibieron la ley del Evangelio.

Otra de las cosas a considerar en la infidelidad es la corrupción de lo que concierne a la Fe. En este sentido, dado que los gentiles yerran en más cosas que los judíos, y éstos, a su vez, yerran en más cosas que los herejes, es más grave la infidelidad de los gentiles que la de los judíos, y la de éstos mayor aún que la de los herejes.

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En cuanto a la herejía, hay que saber que quien profesa la Fe cristiana tiene voluntad de asentir a Cristo en lo que realmente constituye su enseñanza.

Pues bien, de la rectitud de la Fe cristiana se puede uno desviar de dos maneras.

La primera: porque no quiere prestar su asentimiento a Cristo, en cuyo caso tiene mala voluntad respecto del fin mismo.

La segunda: porque tiene la intención de prestar su asentimiento a Cristo, pero falla en la elección de los medios para asentir, porque no elige lo que en realidad enseñó Cristo, sino lo que le sugiere su propio pensamiento.

Por eso San Pablo exhortó a permanecer firmes en el Evangelio recibido, y a guardarlo tal como nos fue predicado. De otro modo se habría creído en vano…

De este modo la herejía es una especie de infidelidad, propia de quienes profesan la Fe de Cristo, pero corrompiendo sus dogmas.

Hablamos de la herejía en cuanto implica corrupción de la Fe cristiana. Hay herejía cuando se tiene una opinión falsa sobre algo que pertenece a la Fe.

Ahora bien, a la Fe pertenece una verdad de dos maneras: una, directa y principal, como los artículos de la Fe; otra, indirecta y secundaria, como las cosas que conllevan la corrupción de un artículo.

Pues bien, sobre ambos extremos puede versar la herejía, lo mismo que la Fe.

Se dice que expone la Sagrada Escritura de manera distinta a la que reclama el Espíritu Santo el que fuerza su exposición hasta el extremo de contrariar lo que ha sido revelado por el Espíritu Santo.

Otro tanto ocurre en el caso de la Fe con las palabras con que se hace profesión de ella. Efectivamente, la confesión es acto de Fe. De ahí que, si hay una manera inadecuada de hablar, puede derivarse de ello su corrupción.

Afirma San Agustín que si algunos defienden su manera de pensar, aunque falsa y perversa, pero sin pertinaz animosidad, sino enseñando con cauta solicitud la verdad y dispuestos a corregirse cuando la encuentran, en modo alguno se les puede tener por herejes.

Efectivamente, no han hecho una elección en contradicción con la enseñanza de la Iglesia.

En ese sentido parece que se han dado disensiones entre algunos doctores, o sobre aspectos que de una manera u otra no afectan a la Fe, o también sobre aspectos que concernían a la Fe, pero que aún no estaban definidos por la Iglesia.

Pero, una vez que quedaran definidos por la autoridad de la Iglesia universal, si alguien impugnara con pertinacia esa ordenación, sería tenido por hereje.

Por eso escribe San Jerónimo: Esta es, beatísimo Papa, la fe que aprendimos en la Iglesia. Y si en ella hemos sustentado algo con menos pericia o menos cautela, deseamos que sea enmendado por ti, que posees la sede y la fe de Pedro. Mas si esta nuestra confesión se ve aprobada por el juicio de tu apostolado, quien pretenda culparme a mí, dará con ello prueba de que es imperito o malvado, e incluso no católico, sino hereje.

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En cuanto a las penas que hay que aplicar a los herejes hay que considerar dos aspectos en estos: uno, por parte de ellos; otro, por parte de la Iglesia.

Por parte de ellos hay en realidad pecado por el que merecieron no solamente la separación de la Iglesia por la excomunión, sino también la exclusión del mundo con la muerte.

Mas por parte de la Iglesia está la misericordia en favor de la conversión de los que yerran, y por eso no se les condena, sin más, sino después de una primera y segunda amonestación, como enseña el Apóstol.

Pero después de esto, si sigue todavía pertinaz, la Iglesia, sin esperanza ya de su conversión, mira por la salvación de los demás, y los separa de sí por sentencia de excomunión.

Y aún va más allá entregándolos al juicio secular para su exterminio del mundo con la muerte. A este propósito afirma San Jerónimo: Hay que remondar las carnes podridas, y a la oveja sarnosa hay que separarla del aprisco, no sea que toda la casa arda, la masa se corrompa, la carne se pudra y el ganado se pierda. Arrio, en Alejandría, fue una chispa, pero, por no ser sofocada al instante, todo el orbe se vio arrasado con su llama.

Hay quienes plantean una fuerte objeción: el Señor mandó a sus siervos que dejasen crecer la cizaña hasta la siega, que es el fin del mundo. Mas como por la cizaña están significados los herejes; por lo tanto, se debe tolerar a los herejes.

A esto hay responder que una cosa es la excomunión y otra la extirpación, pues se excomulga a uno, como dice el Apóstol, para que su alma se salve en el día del Señor. Mas si, por otra parte, son extirpados por la muerte los herejes, eso no va contra el mandamiento del Señor. Ese mandamiento se ha de entender para el caso de que no se pueda extirpar la cizaña sin el trigo.

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La apostasía implica cierto retroceso de Dios. Y ese retroceso se produce según los diferentes modos con que el hombre se une a Él.

Efectivamente, el hombre se une a Dios, primero, por la Fe; segundo, por la debida y rendida voluntad de obedecer sus mandamientos; tercero, por obras especiales de supererogación, por ejemplo, las de religión, el estado clerical o las órdenes sagradas.

Ahora bien, eliminando lo que está en segundo lugar, permanece lo que está antes, pero no a la inversa.

Ocurre, pues, que hay quien apostata de Dios dejando la religión que profesó o la orden sagrada que recibió, y a ésta se la llama apostasía de la religión o del orden sagrado.

Pero sucede también que hay quien apostata de Dios oponiéndose con la mente a los divinos mandatos.

Y dándose estas dos formas de apostasía, todavía puede el hombre permanecer unido a Dios por la Fe.

Pero si abandona la Fe, entonces parece que se retira o retrocede totalmente de Dios.

Por eso, la apostasía, en sentido absoluto y principal, es la de quien abandona la Fe; es la apostasía llamada de perfidia.

Según eso, la apostasía propiamente dicha pertenece a la infidelidad.

Pero como la apostasía se refiere a la infidelidad como término final hacia el que se encamina el movimiento de quien se aleja de la Fe, por eso la apostasía no implica una especie bien determinada de infidelidad, sino una circunstancia agravante.

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En las disputas sobre la Fe hay que considerar dos cosas: una, por parte del que disputa; otra, por parte de los que oyen.

Por parte del que disputa hay que considerar, en realidad, la intención. Si disputa como quien duda de la Fe y no tiene por cierta una verdad de ella, sino que intenta probarla con argumentos, peca indudablemente como el que duda de la Fe o el infiel.

Es laudable, en cambio, si uno disputa sobre la Fe para refutar errores o también como materia de ejercicio.

Por parte de los oyentes, hay que considerar si quienes oyen la discusión son instruidos y están firmes en la Fe, o si son gente sencilla y titubean en ella.

Ante personas instruidas en la Fe y firmes en ella no hay, en realidad, peligro alguno en disputar sobre la Fe.

En cambio, por lo que afecta a los sencillos, hay que hacer una distinción. Porque éstos, o están instigados y hasta trabajados por los infieles, por ejemplo, judíos, herejes o paganos, que tienen empeño en corromper la Fe, o no se hallan en absoluto en esa situación, como en las regiones donde no existen infieles.

En el primer caso es necesaria la discusión pública de la Fe, a condición de que haya personas preparadas para ello y sean, además, idóneas para rebatir los errores. De este modo se verán confirmados en la Fe los sencillos, y a los infieles se les quitará la posibilidad de engañar; y hasta el mismo silencio de quienes deberían hacer frente a cuantos pervierten la verdad de la Fe sería la confirmación del error.

En el segundo caso, en cambio, es peligrosa la discusión pública sobre materia de Fe ante gente sencilla, dado que la Fe de éstos se hace más firme al no oír nada opuesto a ella. No les es, por lo mismo, conveniente oír las palabras contra la Fe.

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Respecto a la comunicación con los infieles, hay que tener en cuenta que a los fieles se les prohíbe el trato con alguna persona por precaución. Y hay que distinguir, de acuerdo con las diversas condiciones de personas, ocupaciones y tiempos.

Si se trata, efectivamente, de cristianos firmes en la Fe, hasta el punto de que de su comunicación con los infieles se pueda esperar más bien la conversión de éstos que el alejamiento de aquéllos de la Fe, no debe impedírseles el comunicar con los infieles que nunca recibieron la Fe, es decir, con los paganos y judíos, sobre todo cuando la necesidad apremia.

Si, por el contrario, se trata de fieles sencillos y débiles en la Fe, cuya perversión se pueda temer como probable, se les debe prohibir el trato con los infieles; sobre todo se les debe prohibir que tengan con ellos una familiaridad excesiva y una comunicación innecesaria.

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Todas estas lecciones de Santo Tomás, que resumen la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre la Fe, deben ser meditadas y cuidadosamente puestas en práctica.

La situación en la que vivimos pone en peligro nuestra Fe y, con ello, nuestra eterna salvación.