lunes, 30 de julio de 2012

Recensiones

DOS LIBROS
  
Como es sabido, cada vez se publican menos libros buenos; la lectura edificante no abunda; lo que sobra es la basura intelectual. Esa es la razón (o, mejor dicho, la sinrazón), de la existencia de una “Feria del  Libro”, como la que se acaba de cerrar en Buenos Aires, donde, salvo contadas excepciones, lo más llamativo a exponer han sido los resentimientos viscosos de Eduardo Galeano, las “reflexiones” de Aníbal Fernández, o las confesiones procaces de Moria Casán.
  
Ante una desgracia de ese tamaño cabría simplemente lamentarse, como habitualmente tenemos que hacer a diario por los sucesos de nuestra patria.
  
Pero también podríamos intentar acá la aplicación de un principio moral que reza que siempre hay que tratar de sacar el bien posible de un mal inevitable: “Ahogar el mal en el bien”.
  
¿Cómo?
  
Pues, trasladando al campo editorial un hecho físico industrial. Es notorio que lo que se ofrece, en la citada Feria, en gran proporción, es desecho de la peor especie. Ahora bien: se sabe que ciertas maquinarias pueden compactar los desperdicios en general, hasta conseguir que de una sucia chatarra quede una chapa utilizable. Pues, algo análogo podríamos procurar hacer nosotros, seleccionando dentro de la multitud libresca, alguno que nos preste cierta utilidad, tras resumirlo.
  
Guiados por ese criterio, recorrimos los “stands” de la Feria, y dimos con tres libros. Traemos ahora al lector de “Cabildo” el extracto compactado de dos de ellos.
  
Del tercero, que es mucho peor, (“La cuestión Malvinas. Crítica del Nacionalismo argentino”, de Fernando A. Iglesias, Buenos Aires, Aguilar, 2012), nos ocuparemos en otro número.
  
No se trata, por cierto, de recorrer todos los temas allí considerados. No. Sólo bucearemos en esos mares tenebrosos en busca de las cuestiones referentes a las luchas armadas de la época del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”, y sus eventuales prolongaciones a tiempos más cercanos.  Veámoslo.
  
“SUEÑOS POSTERGADOS”
  
Ese prócer de la era kirchneriana de la Argentina que es Sergio Schoklender, publicó en diciembre del 2011, un libro, o algo por el estilo, denominado “Sueños Postergados. Coimas y corrupción en la patria de los desvíos” (Bs. As., Planeta, 2011). En esta misma revista, autores más calificados que nosotros, se han ocupado de los conceptos vertidos por el Asesor de la Fundación Madres de Plaza de Mayo. No los vamos a reiterar. Pero ya que, con cierto atraso, lo acabamos de comprar y leer, queremos consignar algunas perlitas escondidas en dicha ostra editorial, que, tal vez, no hayan sido resaltadas antes.
  
Sin dar una fecha exacta, situando el caso alrededor del año 2003, el ilustre parricida y no menos célebre estafador, anota:
  
“El programa que sosteníamos con las Madres era totalmente revolucionario. Se había nutrido también de compañeros de los Hijos de las Madres.  Nuestro objetivo era la revolución. La única salida que se veía lógica era la lucha armada. No veíamos otra alternativa para enfrentar el menemismo y el neoliberalismo. En aquella época en el sótano de la universidad (nota: de la Fundación Madres de Plaza de Mayo) guardábamos de todo. Si me llamaban a medianoche, yo pensaba que había volado la universidad. Cuando se produjo el enamoramiento entre Hebe y Néstor (Kirchner) tuvimos que sacar urgente todo lo que había en el sótano y hacerlo desaparecer […]. De todos modos, tuvimos mucha relación con grupos que propugnaban concretamente la lucha armada y no escapamos a su influencia” (op. cit., págs. 85, 87).
  
Son párrafos que no requieren glosa alguna de nuestra parte. Se comentan solos. A lo mejor un fiscal verifica si los delitos de sedición, asociación ilícita, rebelión y otros atentados contra la autoridad, en concurso real, allí confesados, están prescriptos o no. A todo evento, Schoklender declara que para ese tiempo él era abogado de “Quebracho”, cuyo amor por la legalidad es bien conocido. Lo interesante es que, antes del poder y el dinero proveniente del “enamoramiento entre Hebe y Kirchner”, la egregia Fundación de Derechos Humanos (y, de paso, la organización “Hijos”) se dedicaban a acumular trinitrotolueno en el sótano de su “Universidad”. Otra mercadería bien cubierta por el afamado pañuelo blanco.
  
Schoklender también da buena cuenta de la excelente relación de las “Madres”, nuestro principal organismo defensor de los Derechos Humanos, y distintas entidades terroristas. Narra los vínculos de las Madres con la ETA, con la guerrilla zapatista, con el Ejército de Liberación Nacional colombiano, etc. De esas ligaduras nos parecen de mayor interés las establecidas con las FARC. De éstas dice el héroe “fundacional”:
  
“Recibíamos permanentemente la visita de los comandantes de las FARC […]. Los comandantes de las FARC solían decirnos que necesitaban que les enviáramos jóvenes con formación política […]. De los jóvenes que fueron por medio de nosotros, muy pocos volvieron. La inmensa mayoría permaneció allá […]. Hebe sentía una gran fascinación por las FARC porque, en cierta medida, sus integrantes representaban algunos de los ideales, del trabajo y de la historia militante de sus hijos” (op. cit., págs. 120, 121, 122).
  
Trata, después, de las relaciones de las Madres, en especial Hebe de Bonafini, con la Cuba castrista:
  
“Hebe también se convirtió en la emisaria de los Mensajes de Marcos (del EZLN) hacia Fidel […]. Ya había ocupado un rol similar cuando actuaba de emisaria de Fidel ante los Kirchner […]. A partir de entonces la relación de Hebe con Fidel se hizo muy fluida”.
  
Hebe pasó a ser un nexo más de lo que venimos sosteniendo desde hace años: la guerrilla y sus adláteres son simples mandaderos del Departamento América del Comité Central del Partido Comunista Cubano.
  
Por fin, en su miscelánea, el Caballero don Sergio narra cómo doña Hebe lo comisionó para robar, en beneficio de las Madres, y cómo acordó con Patricio Echegaray (secretario general del P.C.A.) que se convirtiera en su reemplazante, en caso que a él lo aprehendieran por “chorro” (pág. 155). Y cierra sus recuerdos con un dato que nadie debe olvidar: “Hebe era la gran mentirosa de unas mentiras necesarias. Por ejemplo, la cuestión de los treinta mil desaparecidos. Cuando la CONADEP dijo que había verificado nueve mil desapariciones, los organismos de derechos humanos dijeron que en realidad debía haber quince mil. Hebe salió a decir que eran treinta mil y a repetirlo una y otra vez hasta que, de tanto decirlo, así quedó. Un solo desaparecido es un tragedia, pero nunca fueron treinta mil, eso fue un invento de ella” (op. cit., pág. 185).
  
Mentira que después, por boca del Presidente Néstor Kirchner, quedó oficializada dogmáticamente. Un detalle más de lo bien que ha funcionado el marxoducto Fidel-Hebe-los Kirchner. ¡Felicitaciones!
“DISPOSICIÓN FINAL”

En varias ocasiones nos hemos referido al testimonio que nos diera el General Juan Antonio Buasso, acerca de la conversación mantenida por él con el entonces Comandante en Jefe del Ejército, General Jorge Rafael Videla. Lo recordamos ahora.
  
Buasso contaba que en marzo de 1976, estando él y el general Rodolfo Mujica prácticamente en disponibilidad, por su condición de nacionalistas frente al golpe liberal (situación corroborada por Rosendo Fraga, en “Ejército: del escarnio al poder (1973-1976)”, Buenos Aires, Sudamericana/Planeta, 1988), fueron citados, sucesivamente, por su superior. Como ellos ya estaban algo anoticiados de lo que se les iba a proponer, con su argumentación respectiva, acordaron entre sí, a fin de dar respuestas coincidentes.
  
El asunto que Videla comunicó a ambos generales, comenzando por el más antiguo, que era Rodolfo Mujica, su decisión de que se hicieran cargo de la Policía Federal Argentina. Aceptada la resolución por el subordinado, Videla los interrogó (siempre cada uno a su turno) acerca de si sabían cómo debían proceder en los casos más graves de los terroristas que fueran detenidos. Ambos militares nacionalistas respondieron que sí lo sabían; que para eso se había reformado el Código Penal, concordado con el Código de Justicia Militar. De otro modo, que se les instruiría juicio sumario castrense, y dictada la sentencia por el juez militar, en su caso, sentencia de muerte, se procedería a fusilar al convicto.
  
En ese estado de la cuestión fue cuando Videla les dijo que eso era un dislate. Que el Dr. Henry Kissinger le había comentado una situación ejemplar con opciones diversas. Por un lado el General Francisco Franco, en España, al querer ejecutar la pena de muerte contra unos etarras condenados por los Tribunales Militares, se había visto enfrentado con la opinión adversa de todo el mundo, incluida la del Papa Paulo VI. En cambio, Idi Amín Dadá, tirano de Uganda, “se pasaba a la cacerola cinco mil tipos cada noche” (según expresión textual), y nadie decía nada. Luego, para Videla era obvio que el segundo camino, el aconsejado por Kissinger a los militares iberoamericanos que debían contener el ataque castrista, era el correcto.
  
Los generales nacionalistas convocados respondieron (siempre en su turno) que Franco, maguer la oposición internacional, había fusilado a los etarras, documentando el hecho en expedientes. Que acá no habría necesidad de fusilar a demasiados terroristas, por la calidad ejemplarizadora del fusilamiento público (de la que carecían los métodos clandestinos). Máxime, si como ellos lo pedían, el Ejército mostraba a la población que el castigo iba a comenzar por sus propios miembros traidores. Y señalaron el caso del Coronel Perlinger, quien se hallaba detenido en Campo de Mayo por haber intervenido en la fuga de los guerrilleros del aeropuerto de Trelew. El otro sendero, el de las “desapariciones”, concluyeron, era indigno del Ejército; añadiendo Buasso: “Esto lo vamos a pagar muy caro y largamente, mi General”.
  
De resultas de lo cual, cada uno de los generales nacionalistas fue pasado a retiro. Aún resuenan en mis oídos las nobles palabras de don Ricardo Curuchet en el ágape de desagravio que los amigos le brindaron a don Rodolfo Mujica. Más largo eco ha tenido el debate sobre el alcance de las “desapariciones” que las Fuerzas Armadas practicaron para reprimir a los agresores castristas.
  
Videla hasta ahora había negado el hecho, había dado explicaciones ambiguas.
  
Empero, ante la requisitoria periodística de Ceferino Reato, en el libro “Disposición Final. La confesión de Videla sobre los desaparecidos” (Buenos Aires, Sudamericana, 2012), aunque sin mencionar las entrevistas que mentábamos, da una versión bastante coincidente con aquella que dieron en su momento nuestros generales amigos.
  
Así, ahora leemos estos párrafos en la obra de Reato:
  
“Videla se hace cargo de «todos esos hechos» y señala que los alentó de manera implícita, tácita.
“Frente a esas situaciones, había dos caminos para sancionar a los responsables (de las desapariciones) o alentar estas situaciones de manera tácita como una orden superior no escrita que creara la certeza en los mandos inferiores de que nadie sufriría ningún reproche. No había, no podía haber una Orden de Operaciones que lo dijera. Hubo una autorización tácita. Yo me hago cargo de todos esos hechos. Y agrega que, en el contexto de aquella época, fue «la mejor solución» que encontraron.
“No había otra solución: estábamos de acuerdo en que era el precio a pagar para ganar la guerra, y necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se diera cuenta. Había que eliminar un conjunto grande de personas que no podían ser llevadas a la justicia ni tampoco fusiladas. El dilema era cómo hacerlo para que a la sociedad le pasara desapercibido. La solución fue sutil - la desaparición de personas” (op. cit., págs. 56-57).
  
Más adelante, Videla aclara un poco el punto. Porque de lo transcrito podría inferirse que él se limitó a tolerar la conducta ilícita de sus subordinados, bien que compartiéndola tácitamente.
  
En realidad, la cosa fue al revés. Los altos mandos liberales (Viola, Harguindeguy, Massera, “Pajarito” Suárez Mason, Agosti, Villarreal, etc.) fueron los que ordenaron ese tipo de represión, que sus subordinados, por obediencia debida, acataron. Precisamente, en ese otro pasaje del citado libro, el asunto queda más en claro:
  
“Más allá de cuántos fueron los desaparecidos, Videla afirma que no podía fusilar a «las personas que debían morir para ganar la guerra» por varios motivos. Uno de ellos era que en 1975 el dictador de España, el generalísimo Francisco Franco, había respaldado la decisión de un consejo de guerra que dispuso la ejecución de tres miembros de la ETA, pero no pudo hacerlo por las protestas de gobiernos europeos y latinoamericanos y hasta del papa Paulo VI.“Pongamos que eran siete mil u ocho mil las personas que debían morir para ganar la guerra; no podíamos fusilarlas. ¿Cómo íbamos fusilar a toda esa gente?… porque iba a llegar un momento en que la gente diría: «¡Basta, esto no es Cuba!»” (op. cit., págs. 43-44).
  
“Se llegó a la decisión que esa gente desapareciera; cada desaparición puede ser entendida ciertamente como el enmascaramiento, el disimulo, de una muerte” (op. cit., pág. 51).
  
En suma, lo que confiesa Videla es un “crimen de guerra”; delito penal internacional. Homicidios calificados por premeditación. Asesinatos deliberados y ocultados. Aunque de pésima manera judicial, Videla y sus subordinados están pagando aquella negra decisión, tomada para su mal y el de la FF.AA. argentinas. Ante tantas “desapariciones”, la gente de haberlo sabido, les podría haber dicho: “¡Basta, esto no es Uganda!”  Este país africano era el modelo que Videla, en 1976, esgrimió ante los dos firmes generales nacionalistas.
  
Bien. Aunque el propósito de  un trío de lecturas no se concretó, al menos, de las dos leídas sacamos una breve y neta lección, a saber: que tan malas pueden ser las aberraciones liberales como las esclavitudes marxistas. Y que muchas veces, ambas ilicitudes se conectan entre sí y se retroalimentan. Una vez más: ¡tomemos debida nota de esta moraleja política y paradoja ideológica!
  
Enrique Díaz Araujo
  

sábado, 28 de julio de 2012

Mirando pasar los hechos


NO AL DIÁLOGO
(Nada peor que una mala defensa)

VÓMITO
  
Conviene calibrar el proyecto de Reforma del Código Civil, haciéndolo a través de las propias palabras subrayadas desde la Presidencia de la República. Una sola de sus perversidades es suficiente para el rechazo frontal y total del engendro. Y ninguna figura lo retrata mejor, que el arrojo a la cara de nauseabundas podredumbres intestinas. Cuyos principales componentes —según recogió “La Nación” el 3 de abril de 2012— establecen las siguientes maldades:
Matrimonio: Será sin distinción entre varón y mujer, manteniendo el “avance” de la Ley de Matrimonio Igualitario (entre homosexuales).
Divorcio: Se simplifican los trámites, bastando la libre petición de uno o ambos cónyuges, sin requisitos temporales (divorcio exprés).
Reproducción asistida: Mediante inseminación artificial o fecundación in vitro, equiparadas a reproducción natural. Voluntad procreacional (con alquiler de vientres).
      
Frente a lo cual el instinto natural impulsa al inmediato e higiénico rechazo, sin detenerse en el análisis de una porquería —inventada por audaces depredadores del derecho— que obviamente no admite el menor rescate*. De tal manera resulta aconsejable suscitar por todos los rincones, el rechazo total a la reforma con un NO rotundo, sin mayores disquisiciones. A libro cerrado. En todo caso explicando que se trata de una TRAMPOSA DEGENERACIÓN DEL DERECHO PARA LEGALIZAR LOS ABUSOS INAUDITOS DE LA TIRANÍA”.
    
ESPÍRITU MALIGNO
  
Sin embargo cabe reconocer, como van las cosas, que es muy probable la concreción de la reforma. En primer lugar, al estar allanado el camino de las más altas pretensiones subversivas, animadas para más por el firme pronóstico de coronarlas a perpetuidad, sellando el maleficio. También es obvio que así ocurrirá, al malearse la quintaescencia jurídica ligada a la vida cotidiana del común. Un logro revolucionario** que por supuesto supera  la humana malicia de las autoridades locales, acusando la impronta de una inteligencia superior que desde hace rato maneja los planes anticristianos y contra natura. Este casi vaticinio, casi perogrullesco, se poya ante todo en la evidente indefensión de la sociedad —a pesar de nobilísimos esfuerzos aislados— entregada a los usurpadores con la fábula de la Democracia tramposa. Pero acaso aún sea peor que la indefensión, una defensa insegura melindrosa y claudicante; predispuesta a las concesiones en pro del “mal menor”… como supremo bien posible. Hay sobre ello una inmediata y triste experiencia histórica, desgraciadamente implementada desde altos niveles; con la famosa panacea del Diálogo… entre voceros del bien y del mal. Aberración de fatales resultados que recogió la experiencia, demasiado dolorosa para desmenuzarla. Pero vale como resumen de sus efectos contraproducentes, el entretenimiento alrededor de una Mesa “chica o ampliada” mientras resonaba el derrumbe de las instituciones con saña anticristiana. Y finalmente el salvavidas de hecho, facilitado a los artífices de la demolición —a punto de tomarse las de Villadiego— cuando, harta, la sociedad unánime decretaba “que se vayan todos”.
   
Casimiro Conasco
Julio de 2012
   
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* Ya causaron viva preocupación las “Reflexiones y aportes sobre algunos temas vinculados a la reforma del Código Civil” de la Conferencia Episcopal Argentina. Al expresar que el anteproyecto “es sin duda el fruto del encomiable esfuerzo de muchas personas, que han aportado su sabiduría y experiencia en distintos temas”… Para agregar que “Valoramos especialmente la atención puesta al desarrollo creciente de los derechos humanos y su protección jurídica expresada por ejemplo en el reconocimiento de algunos de los derechos personalísimos o de la preocupación por proteger la vivienda familiar”.

** De otro modo no tiene explicación que en un momento como éste, agitado por gravísimos conflictos económicos y sociales, se les haya ocurrido de golpe plantear nada más ni menos que una reforma, en cualquier caso exigente de la serenidad propicia a los profundos estudios y reflexiones indispensables…

viernes, 27 de julio de 2012

Editorial del Nº 97

POLÍTICA BASTARDA
  
Por avanzada que esté la guerra semántica, disolviendo y tergiversando el valioso patrimonio de los significados esenciales, todavía nuestra lengua permite llamar degenerada a la persona de condición mental y moral anormal o depravada, a la que suelen acompañar por lo común algunos peculiares estigmas físicos.
  
A la vista de lo que dice y obra la presidenta; y más aún, de cómo ejecuta sus decires y obrares, no encontramos ya un término más calibrado que el que acabamos de proferir para diagnosticar el mal que la envuelve.
  
La verborragia compulsiva y mendaz se le ha vuelto hábito; el exhibicionismo de su talante mandón, rodeada de obsecuentes, lo tiene como rutina; las prácticas del rencor ostensible y de las venganzas personales son cada vez más reiteradas; el cinismo de su logomaquia, la crueldad con sus adversarios, el destrato con sus sirvientes o el monotematismo de sus autoreferenciales elogios, constituyen su fisonomía ordinaria. Ha perdido completamente el sentido del ridículo, y casi hasta el del decoro. Las alteraciones intempestivas del humor la acompañan de manera visible, constituyendo el penoso caso clínico que la psiquiatría suele denominar trastornos del afecto. Maníaca y furiosa, victimaria y victimizada a la vez, llorosa y riente, melodramática y chacotera de baja estofa, incurre de continuo en lo que los lógicos llaman falacias y los sufridos psicólogos fuga de ideas, propia de los pacientes con furores y tirrias desbordados. Confundiendo lo privado con lo público y lo partidocrático con lo estatal, resulta cada vez más el monigote que la remeda televisivamente, que ella misma. Y para que el cuadro degenerativo sea completo, el propio esquema corporal —que tanto dice cuidar— ha comenzado a dar señales inevitables del morbo que la domina y aturde. De resultas, y a fuer de zafiedad cuanto de ausencia absoluta de toda gravitas, su figura se aleja más de la propia de una señora, para recordar la faccia bruta de su difunto esposo.
  
Ejemplos de políticas degeneraciones se acumulan a granel. ¿Cómo no habría de llamarse de este modo al uso de las oficinas recaudadoras estatales para castigar a quienes testimonian el descalabro; o la grotesca operación destituyente de ese infeliz felpudo que gobierna la provincia de Buenos Aires; o la convalidación del torvo clan sionista que desfalca Tucumán; o la amenaza con la prisión a aquellos sindicalistas que hasta ayer les llenaron las urnas de papeletas roñosas, y que de ser culpables deberían compartir juntos las mismas rejas; o el recurso a los matones morenianos para disciplinar las operaciones comerciales; o las escandalosas conductas de jueces prostibularios y sodomitas que fallan a favor del gobierno; o la manipulación de la cadena nacional para felicitar a una quinceañera maleducada, desautorizar públicamente a la directora de su colegio o zaherir a un abuelo, cual si fuera el enemigo del pueblo, por comprar un puñado insignificante de dólares?
  
Pero un caso singularmente significativo probará la naturaleza cabal de la degeneración que protestamos. Un día de la primera semana de julio, Cristina recibió gozosa y exultante a un haz de personajes prostibularios, a quienes en virtud de las recientes leyes por ella impulsadas se les concedió la nueva “identidad” sexual, elegida caprichosamente acorde con sus desvíos contra natura. La degenerada dejó explícitamente en claro la felicidad que tal acto le causaba, prodigándose en ternezas para con aquellos seres tenebrosos, tenidos ahora por paradigmas. Al día siguiente, empero, con ocasión de recibir a Monseñor Oscar Ojea, completó el gesto ultrajante del Plan Divino.  Conversando con el prelado llamó “hermosísimo acto por la igualdad” al que había festejado el día anterior con aquellos mutantes aborrecibles; se atrevió a asegurar la conformidad de Dios ante tamaño pecado, y en el colmo del meditado desquicio le dijo al obispo: “menos mal que no estuvo ayer, si no me excomulgaba”.
  
Prescindiendo ahora del repudio que deban merecernos estos pastores cobardes, temblorosos ante la tiranía, cómplices por debilidad y omisión de sus graves desmanes, e incapaces de bajar el báculo punitivo contra las testas de los infames, la frase cristínica revela cuánta y cuán clara conciencia tiene del castigo eclesiástico que le correspondería por profanar sistemáticamente el Decálogo, combatiendo con odio y a sabiendas contra el Orden Natural y el Sobrenatural. Prueba inequívoca de que no hay atenuantes en su perfidia, sino el agravante infausto de quien actúa con pleno conocimiento de que se está apartando voluntariamente de la Barca, burlándose del timor Domini y desafiando la merecida excomunión. La sordidez de esta política anticatólica llegaba así a su vértice más repugnante y atroz.
  
Seguiremos en batalla contra la despótica degenerada y su séquito, sin importarnos la desproporción de fuerzas. Porque hay algo que nos amedrenta muchísimo más que las consecuencias que puedan seguirse de esta posición irreductible y frontal, y es el acostumbrarnos a tener por patria un cubil.
  
Opongamos a los degenerados el antídoto valiente y efectivo de la regeneración. “No sacrificaré”, decían escueta y enérgicamente los primeros mártires, cuando eran obligados bajo tormentos a rendir culto a las falsas deidades.
  
No ceses en tal empeño, compatriota. No sacrifiques en el altar de estos protervos. No claudiques ni te fatigues en la marcha. La Cruz y la Bandera son tus báculos firmes, y si el horizonte que pisas es la tierra agrietada, el norte sigue siendo el Cielo que no sabe de fisuras, intacto en su lumínica grandeza. Hazte de plata y espejea el oro que se da en las alturas, y verdaderamente serás un argentino.
  
Antonio Caponnetto
  

jueves, 26 de julio de 2012

Reflexiones

OVEJAS SIN PASTOR
  
Et vidit multam turbam et misertus est super eos, quia erant sicut oves non habentes pastorem (San Marcos, 6, 34)
  
La liturgia de la palabra de este XVIº Domingo del Tiempo Ordinario nos pone frente a la figura del Pastor, más propiamente de Cristo, Pastor, Universal y Supremo. Sin embargo cada uno de los textos que la componen tiene un matiz diverso a la manera de un acento distinto con el que el Verbo de Dios nos interpela. Así, la profecía de Jeremías (Jeremías, 23, 1-6), que abre las lecturas, nos trae la voz del Profeta que increpa y apostrofa a los malos pastores, aquellos que se apacientan a sí mismos y dispersan al rebaño. Palabras durísimas que hacen estremecer pero que el Señor misericordioso compensa con la promesa de buenos pastores —que harán que las ovejas ya no anden medrosas ni asustadas— y el anuncio de un rey sabio y prudente que regirá la tierra con justicia. A continuación el Salmo 22 trae el canto del alma que, confiada y gozosa, oye los silbos amorosos del Pastor que la llama, la guía y la conduce a las praderas de quietud: el Señor es mi pastor, nada me puede faltar. El texto de San Pablo (Efesios 2, 13-18), si bien no incluye la figura del Pastor, es un llamado a los pueblos gentiles, los que antes andaban lejos, para que se vuelvan a Jesucristo, Rey y Pastor Universal y Supremo, que con su Cruz ha hecho de gentiles y judíos un solo pueblo derribando con su Cuerpo el muro de la enemistad. La Epístola de Pablo presenta y anuncia, así, la salvación universal de Cristo y constituye una suerte de vértice de plenitud y gloria de estas lecturas.
  
Pero cuando el alma ha sido llevada por el ritmo y los acentos de los textos sagrados a este vértice de gloria y de plenitud, el Evangelio (San Marcos, 6, 30, 34), nos vuelve, de pronto, hacia otro costado de la realidad. Narra Marcos que los discípulos, enviados por el Señor a predicar a las ovejas de Israel, regresan a darle cuenta de cuanto han hecho y enseñado. El relato nos pone, pues, en primer término, frente a este retorno de los apóstoles, el retorno a Cristo, el Señor, la referencia última y única de todas sus andanzas. Santo Tomás, en el comentario de este pasaje, trae un bello y expresivo texto de San Jerónimo en el que se compara el regreso de los discípulos al retorno de los ríos a su origen: Los ríos van a desaguar al lugar de donde salieron (Catena Aurea, Marcos, VI, lectio 5). Como ríos, pues, que tornan a su origen, así vuelven los discípulos al Señor. Pero, añade Marcos, los apóstoles vuelven cansados, agobiados (tentados estamos de imaginarlos cubiertos del polvo de los caminos, ya sin aliento, quizás a punto de desplomarse), pues eran tantos los que los seguían y se agolpaban que ni tiempo tenían para comer. En este segundo momento del relato, el texto nos pone frente al cansancio de los apóstoles y la exquisita caridad del Señor que los invita a descansar. El Señor, en efecto, los invita a reposar un poco, a un sitio solitario, junto a Él: Venite… in desertum locum et requiescite pusillum. Cristo es nuestro descanso y a Él volvemos como refugio de nuestras fatigas cuando el cansancio agobia. A lo largo de los siglos, millones de seres humanos, discípulos de Jesús, misioneros y pastores, han buscado este refugio a los pies del Sagrario, han vuelto a la soledad de la celda, al consuelo, siquiera breve, de la contemplación y de la oración, a los brazos amantes del Pastor que repara sus fuerzas. Y muchos más seguirán haciendo esto mismo hasta el fin de los tiempos. Este reposo breve no es aún, al decir de San Jerónimo, el festín en que se beberá vino nuevo y se cantará un nuevo himno por hombres nuevos (cf. Catena Aurea, loc. cit.). Pero hasta que llegue este festín definitivo el Señor seguirá diciendo a sus pastores: Venite… et requiescite pusillum. Y el que no acepte esta invitación del Señor verá frustrado su pastoreo.
  
Llegados a esta altura del relato, el Evangelio vuelve, enseguida, a cambiar el ángulo de la realidad, ésta sí definitivamente conmovedora y sobre la que queremos meditar, ahora, siquiera por unos momentos. El Señor, Aquel a quien hace instantes contemplábamos en la plenitud de su gloria de la mano de Pablo, ahora es el Pastor solícito que nos interpela con su mirada, mirada dirigida a las muchedumbres que lo siguen. Cristo ve a la multitud, una multitud abigarrada, apiñada, que lo busca sin reparar en nada, ni en la comida, ni en la hora del día, ni en el calor, ni en el frío. Cristo ve a todos y a cada uno de esos hombres que integran la multitud. El Señor los ve: Et vidit multam turbam… ¿Cómo no conmoverse ante esta mirada del Señor, ante el fulgor de esos ojos abiertos de Cristo, rasgados por la misericordia? Porque Cristo ve y, al tiempo, se compadece de la multitud: Misertus est super eos. Aquí el vidit y el misertus anudan y abarcan la infinita totalidad de esa mirada de Cristo sobre el hombre. ¿Y qué es lo que provoca este ver misericordioso del Señor? Marcos lo dice con una sobriedad sobrecogedora de palabras: porque eran como ovejas que no tienen pastor.
  
La vista del rebaño huérfano, disgregado, sin rumbo y sin guía —y volvemos al texto primero de Jeremías— conmueve las entrañas de Cristo. La pregunta es ésta: ¿nos conmueve hoy, a nosotros, esa mirada misericordiosa de Cristo, conmueve nuestras entrañas la conmoción del corazón del Pastor? ¿Somos suficientemente concientes de que el espectáculo hodierno del mundo y de la Iglesia provoca, de nuevo, la mirada de Cristo?
  
¡También hoy Cristo vidit et misertus est! ¡Tantas multitudes que andan sin pastores! ¡Tantos pastores, ay, en nuestra Iglesia, que se apacientan a sí mismos y disgregan el rebaño! ¡Tanto rebaño descarriado mientras los pastores duermen! ¡Tantos pastores que olvidan que su misión es enseñar, regir y santificar la grey y no proponerse a sí mismos! ¡Tantos que olvidan que deben ofrecer el Sacrificio del Cordero en cada misa y el Pan de la Vida y no el pobre pan de un banquete demasiado humano! ¡Cuántas ovejas, a su vez, ganadas por la soberbia de una “fe adulta” que no quieren oír ni al Pastor ni a su Vicario, ni  a sus ministros!
  
No hemos podido escapar a la conmoción de este Evangelio, a la sensación, casi física, de que la desgarrada mirada del Señor se derrama sobre cada uno de nosotros. Nos hemos sentido envueltos en esa mirada dulce y misericordiosa del Pastor Supremo y le hemos suplicado que nunca la aparte de nosotros.
  
A la luz y al calor de esa mirada, brota de nuestro corazón cansado la plegaria que la Iglesia repite en la festividad de los Sumos Pontífices: Gregem tuum, Pastor aeterne, placatus intende.
  
Mario Caponnetto
  

miércoles, 25 de julio de 2012

Santiago Matamoros

 
PROMESA

Cuando parece perdida la confianza
desde el ayer eterno de la historia
vuelven filos blandiendo la memoria
y refulgen la cruz y la alabanza.

En el cielo de julio la bonanza
que un dieciocho barrió toda la escoria
siete días después promete gloria
con Santiago montando la esperanza.

Siempre quedan caballos y estandartes,
soldados con espada y crucifijo
dispuestos a batirse en todas partes

por el honor divino de Dios Hijo:
¡todavía en España habrá baluartes
de una nueva batalla de Clavijo!
    
Rafael García de la Sierra
   
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martes, 24 de julio de 2012

In memoriam


EN EL QUINTO ANIVERSARIO
DEL PADRE
PABLO FRANCISCO BRUERA
  
Por un decreto —inaprehensible como los suyos todos— del Dueño de los humanos destinos, hace cinco años nos dejó huérfanos a sus feligreses el Padre Pablo Bruera.
  
Destacó por un conjunto de notas hoy arduas de rastrear, de cuya reunión resultó un carácter eminente, como lo son aquellos en los que cielo y tierra (dones celestes y naturales) se concitan. Es decir: la gracia coronando a la natura, confiriendo a la criatura ese sello sobrenatural que ni el ojo ve ni el oído oye a tiempo, pero que cimbra todo de golpe en la repentina ausencia, como en Emaús.
  
Apenas doctorado en teología en Roma, había preferido a su vuelta un destino como párroco rural, y así se le concedió: las cuatro parroquias de cuatro distintos pueblos del sur santafesino (Salto Grande, Lucio V. López, Luis Palacios y Colonia Medici), que atendió durante catorce años, hasta su muerte. Tuvo a la vez tres cátedras a su cargo en el Seminario Arquidiocesano de Rosario, lo que lo obligaba a devorar leguas al volante casi a diario. Estas sobreexigencias y otras cargas que tuvo a bien llevar —dirección espiritual, predicación de retiros, defensoría del vínculo en los casos en que era convocado el tribunal eclesiástico pidiendo la nulidad de un matrimonio, etc.— fueron haciendo, hacia el final, ostensible mella en su salud física, no así en su disposición al deber.
  
Ahí estaba este hombre sereno y singular que, a instancias de los usos más recientemente admitidos, sin la talar ni el clériman, derramaba sin embargo la más cristalina ortodoxia por sus labios. Que, firmemente arraigado en la tradición nuestra, desmentía la supuesta honradez del activismo con la doctrina de la excelencia de la vida teorética, y desafiaba el dudoso punto de honra a que se aferra tanto afanoso mequetrefe afirmando que la condición del “hombre de negocios” es la del estúpido incurable. ¿O acaso puede alguien, en su sano juicio, negarse al ocio? Y que, poco afecto a patetismos, sobrio como siempre en su tono, pero libre para llamar a las cosas por su nombre, afirmaba que “hay que ser muy mediocre para ser promovido al orden episcopal”.
  
Cultivó una exquisita piedad eucarística, que supo a su vez inculcar a los suyos. Tuvo el don de la palabra y el don del silencio, y muy seguramente el don de lágrimas. Los necesitados que acudían a él no se volvían nunca vacíos: los auxiliaba con el consejo, con la presencia y aun con el dinero, del que no llevaba ninguna gravosa contabilidad. Era realmente un gusto conversar con él, y fue un auténtico pacificador de conciencias.
  
Su caso refleja un drama actualísimo en el mundo y en la Iglesia, o, para más abundar, en el mundo moderno y en la Iglesia de Laodicea: el de aquel que, ceñido de atributos de arriba, debe habérselas con la quiebra moral del hombre-masa que no le perdona su plenitud. Porque en la sociedad contemporánea y, ¡ay!, en la Iglesia mundanizada, el peor crimen consiste en la dote del genio, y lo que el vulgo más detesta —incluido el vulgo clerical— es al portador de aquel bien no comerciable. No hace falta describir a qué punto nos llevaron tantos años de propaganda igualitaria, de procaz revesamiento de las jerarquías. Amparados en lo numeroso de su condición, en complicidades las más sombrías, los viles encaramados la emprenden contra toda sombra de magnanimidad que reconozcan en su ámbito. Son envidiosos como el Malo, in-videntes: no ven porque han disminuido voluntariamente el alcance de su mirada, y se han hecho, en consecuencia, incapaces también de admirar.
  
El padre Pablo supo repetir, a este respecto, aquel epígrafe que Castellani le estampó a su “Ruiseñor fusilado”: te tiran porque cantas / y eres blanco seguro. Él también, como Verdaguer, debió sufrir muy entrañablemente la carga del don que llevaba y la malevolencia que esto suscitaba, las dentelladas furtivas, el fastidio de ser garroneado una y otra vez por los tartufos. Sólo así se explica la criminal levedad con que se lo metió en la exprimidora de talentos y el poco apremio, una vez muerto, en recuperar su obra y su memoria. Mientras otros curas de la arquidiócesis editan centones de máximas de Gandhi y Luther King, las carpetas de las clases de patrología que Bruera daba en el seminario, urgidas de rescate y publicación, descansan a buen recaudo. Si es cierto que en vida él buscó el apartamiento, no menos justo y cabal es, consumado que hubo su sacrificio, recobrar su magisterio y hacerlo público: la vela es para ser puesta sobre el candelero.
  
Ocupado hasta el desgaste en los asuntos propios de su ministerio, también en esto estriba su lección, cuando el tono general de nuestra época viene dado por la desafección de cada quisque a sus menesteres específicos. No es ésta peste circunscrita a tanta madre de familia, a la que angustia el permanecer en su casa ocupándose en el cuidado de la prole, no: la crisis de fe ha persuadido a muchos clérigos a creer que sólo en tanto y en cuanto convoquen y encabecen comisiones serán justificados. Es la manía de la pastoral. En palabras de Romano Amerio, “quien tiene el poder de producir sacramentalmente el cuerpo del señor y de remitir los pecados, mudando el corazón de los hombres, ¿cómo puede sentirse menoscabado (por su fidelidad al ministerio) sin padecer ofuscamiento en el intelecto y eclipse de fe? Este sentimiento de inferioridad nace de haberse despojado el sacerdote del sentido esencial del sacerdocio, que es el de darle lo sagrado a los hombres, y de tomar el estado sacerdotal a la medida de cualquier otro estado, como aquel en que el hombre busca su propia realización y su propia promoción en el mundo”. De allí aquella nueva forma de clericalismo que denunciaba Sacheri en alusión a los curas “tercermundistas”, pero que puede extenderse a muchos casos en apariencia más inocuos: “una vez desvirtuado el ministerio en su espíritu, su ejercicio tiende a borrar la sabia distinción entre el orden espiritual y el orden temporal; el abuso de poder reside no sólo en corromper la esencia sobrenatural de la misión, sino también en invadir un orden de actividades que exceden su competencia específica”. Huelga agregar (se comprueba hasta el hartazgo) que de la secularización del sentido del sacerdocio a los escándalos hay una gradación imperceptible.
  
De este peligro actualísimo se vio libre el Padre Pablo, revestido con la armadura de la fe a instancias de la perseverancia en la oración, según aquello de lex orandi, lex credendi. Murió en un accidente automovilístico, a sus cuarenta y seis años, un 25 de julio, fiesta de Santiago el Mayor y memoria de San Cristóbal. Como sea que, de no mediar un milagro de la misericordia de Dios, los prevaricadores serán llevados a la otra orilla por Caronte, es piadoso suponer que él haya sido conducido por aquel cristóforo que llevó sobre sus hombros al Divino Niño. 
  
Flavio Infante
  

lunes, 23 de julio de 2012

Afanancio

Y.P.F.
Yo, a
Precios
Fiscales

domingo, 22 de julio de 2012

Sermones

OCTAVO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue acusado delante de él como disipador de sus bienes. Y le llamó y le dijo: ¿Qué es esto que oigo decir de ti? Da cuenta de tu mayordomía porque ya no podrás ser mi mayordomo. Entonces el mayordomo dijo entre sí: ¿Qué haré porque mi señor me quita la mayordomía? Cavar no puedo, de mendigar tengo vergüenza. Yo sé lo que he de hacer, para que cuando fuere removido de la mayordomía me reciban en sus casas. Llamó, pues, a cada uno de los deudores de su señor, y dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? Y éste le respondió: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu escritura, y siéntate luego, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: ¿Y tú, cuánto debes? Y él respondió: Cien coros de trigo. Él le dijo: Toma tu vale y escribe ochenta. Y alabó el señor al mayordomo infiel, porque había obrado sagazmente; porque los hijos de este siglo, más sabios son en su generación, que los hijos de la luz. Y yo os digo: Que os ganéis amigos con las riquezas de iniquidad, para que cuando falleciereis, os reciban en las eternas moradas.


Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue acusado delante de él como disipador de sus bienes...

En esta parábola, llamada del mayordomo infiel, tenemos que considerar primero ¿quién es este hombre rico?, ¿quién es su mayordomo?, ¿en qué manera desperdiciaba sus bienes? y ¿cómo es difamado delante de su señor?

Este hombre rico representa a Dios nuestro Señor, cuyas son todas las riquezas del Cielo y de la tierra.

De dichos tesoros gozan los Ángeles y los hombres, y son de tres clases:

Unas son riquezas corporales, que sirven al cuerpo para su mantenimiento, como la comida, el albergue y el vestido.

Otros son patrimonios espirituales, que adornan y enriquecen el espíritu con la gracia y las virtudes.

Otros son capitales eternos, con los cuales son premiados los justos en el Cielo.

Estos tesoros los reparte Dios a los hombres, y las primeras la da a buenos y malos, fieles e infieles; las segundas, solamente a los fieles, y algunas sólo a los justos; las últimas a los bienaventurados únicamente.

Debemos pedir a Dios que nos conceda usar de tal manera de las riquezas temporales que no perdamos las espirituales, y que negociemos con éstas de modo que podamos obtener las eternas.

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El mayordomo de este soberano Señor es el hombre, a quien entrega el gobierno de las riquezas que posee, así del cuerpo como del alma.

Aunque le da verdadero dominio de algunas, sigue siendo siempre mayordomo, porque su dominio no es absoluto, sino sujeto al dominio de Dios y de sus leyes.

Tampoco puede lícitamente distribuir ni usar de los bienes que tiene, si no es conforme a la voluntad del supremo Señor que se los dio.

Y a este Señor ha de dar cuenta y razón de todo; y eso el día que Él disponga pedírselo; para lo cual hay libro de recibo y gasto, en que se asienta lo que se nos da y el modo como lo distribuimos.

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Más allá de si la denuncia respondía o no a la realidad de los hechos, aquel mayordomo es acusado de desperdiciar los bienes de su Señor, gastándolos o usando de ellos contra la voluntad de su señor.

La intención de Nuestro Señor en esta primera parte de la parábola es hacernos reflexionar sobre el uso de los bienes recibidos: si lo hacemos contra su divina voluntad y contra los preceptos que nos ha puesto en su santa ley.

Desperdicio el manjar si le como por gula; y el vestido, si uso de él para sola jactancia; y el dinero, si lo gasto en cosas prohibidas, o si lo detengo y no lo reparto a los pobres cuando Dios lo manda, y de la misma manera desperdicio la vida y la salud, los sentidos y potencias del alma, cuando los empleo en cosa que sea ofensa del que me los dio.

Desperdiciar las riquezas materiales y espirituales, con el riesgo de perder las eternas...

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Por estas cosas viene el mayordomo a ser difamado delante de su señor; porque nuestra buena o mala fama para con Dios depende de nuestras obras, y no de los dichos de los hombres.

Nuestras acciones nos acreditan o desacreditan, honran o infaman a los ojos de Dios.

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Sin más, pide el señor cuenta a su mayordomo y le quita el cargo: le llamó su señor y le dijo: ¿Qué es lo que oigo decir de ti? Dame cuenta de tu mayordomía, porque ya no podrás hacer oficio de mayordomo.

La actitud de este hombre rico, por la noticia que tuvo de que su mayordomo desperdiciaba los bienes, es una figura del clamor de nuestros pecados, que llegan al Tribunal de Dios, y de que se nos llame a que le demos cuenta.

Este llamamiento suele suceder en dos maneras.

La primera es terribilísima, cuando llama Dios a los pecadores tan de repente, que no tienen aviso de que se mueren, ni tiempo de aparejarse para la cuenta que han de dar.

La otra manera es llamada poco a poco, por medio de alguna enfermedad, la cual es aviso de la muerte y da lugar de aparejarse para la cuenta. En virtud del cual nos trae a la memoria todos los pecados de que estamos difamados delante de Él, para que oyendo el cargo, demos el descargo con tiempo, porque, si no, en el instante de la muerte nos la dirá para convencernos de la culpa y sentenciarnos por ella.

Por tanto, oigamos la voz de Dios, que con sus inspiraciones y recuerdos interiores nos dice:

¿Qué pecados son estos que haces?
¿Qué tibieza es esta en que vives?
¿Qué olvido es este que traes de tu salvación?
¿Qué descuido es este que tienes en tu oficio y en las cosas que te he encomendado?

Escuchemos, pues, esta palabra y enmendemos con tiempo lo que Dios nos avisa por ella, porque si no estuviésemos enmendados a la hora de la muerte, la palabra que ahora nos dice para nuestra salvación, entonces nos la dirá para nuestra condenación.

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Luego, tengamos en cuenta aquellas palabras tremendas: Da cuenta de tu mayordomía porque ya no podrás ser mi mayordomo; que es decir:

Dame cuenta de la casa de este mundo que creé para tu morada; de las plantas y animales que hice para tu sustento; de los tesoros y riquezas, oficios y dignidades que has tenido; de los años de vida, salud, fuerzas y talentos que te he dado.

Dame cuenta de los pensamientos que has revuelto por tu memoria, de las palabras que han salido de tu boca, de las obras que has hecho con tus manos, y de los pasos que has andado con tus pies, y de todos los afectos y deseos que has fraguado dentro de tu corazón.

Finalmente, dame cuenta de todo lo que pertenece al oficio de mayordomo, porque ya no podrás hacerle más; ya pasó el día en que podías negociar, y viene la noche en que no se puede merecer; ya es llegada la hora en que, mal que te pese, has de ser presentado ante mi tribunal para dar razón de lo que has hecho viviendo en ese cuerpo y recibir premio o castigo por ello.

Esta palabra hemos de traer siempre delante de los ojos, pues es cierto que ha de llegar hora en que se nos ha de decir, y es gran cordura vivir tan bien apercibido, que podamos dar buena cuando fuésemos llamados.

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La parábola continúa dando a conocer la actitud del mayordomo; en la cual hemos de ver, en cuando a la corteza de la parábola, la representación de un género de hombres astutos y sagaces para sus negocios.

Y en este sentido, no trae Cristo Nuestro Señor el hecho de este mayordomo para que lo imitemos, sino para que al considerar la providencia que tuvo en remediar con tiempo las necesidades del cuerpo, aprendamos a ser prudentes en remediar las del alma; porque los hijos de este siglo aventajan en la prudencia que tienen para sus negocios temporales a la que tienen los hijos de la luz para los eternos; y de este modo podamos aprender de ellos.

¡!, miremos la prudencia de los mundanos en su modo de vida mundana, y confundámonos de ver la que nos falta en la nuestra religiosa y cristiana.

Aquéllos son diligentes para el vicio, nosotros perezosos para la virtud; aquellos se desvelan en inventar medios para cumplir sus malos intentos, nosotros nos echamos a dormir, descuidando de cumplir nuestros buenos propósitos; aquéllos sin dilación hacen luego cuanto pueden, aunque sea trabajoso, nosotros con dilaciones de día en día no hacemos lo que podríamos, aunque sea fácil.

Avergoncémonos, pues, de ser menos prudentes para lo eterno que éstos lo son para lo temporal, y dejando lo malo que tienen, imitemos con espíritu lo bueno, proveyendo con tanto fervor lo necesario para nuestra alma, como ellos proveen lo necesario para su cuerpo.

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Luego ponderaré el espíritu que está encerrado en el hecho de este mayordomo; en el cual se apuntan varios ejercicios para granjear la vida eterna.

Unos hay que la granjean cavando, esto es, tomando por principal asunto la penitencia y mortificación de su carne con grandes rigores y asperezas.

Otros hay que granjean la vida eterna mendigando, esto es, tomando por principal asunto el ejercicio de la contemplación y oración, en la cual no se hace otra cosa que mendigar y pedir a Dios y a sus Santos lo necesario para la salvación y perfección.

Los que no son para ninguno de estos dos modos de vida, resta que tomen otro tercer modo de granjear la vida eterna con limosnas y obras de misericordia, corporales y espirituales, conformes a su talento y capacidad; porque con estas obras de caridad y misericordia se alcanza de Nuestro Señor perdón de pecados y dones grandes de su gracia en esta vida, y después el premio de la vida eterna.

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Esto es lo que Cristo nuestro Señor infirió de esta parábola, diciendo: Y yo os digo: Que os ganéis amigos con las riquezas de iniquidad, para que cuando falleciereis, os reciban en las eternas moradas.

En estas palabras llama riquezas de iniquidad a las riquezas temporales, aunque sean lícitamente adquiridas, porque solamente las tienen por riquezas los malos, que ponen en ellas su descanso, y llaman bienaventurados a sus poseedores; pero los justos perfectos las tienen por basura, y huyen de ellas porque son ocasión de innumerables males de culpa y pena a los que desordenadamente las aman.

Pero, a pesar de esto, pueden ser instrumento de ganar las riquezas espirituales siguiendo el consejo que Nuestro Señor da aquí a los ricos, diciéndoles que ganen con ellas amigos, para que cuando fallecieren los reciban en las eternas moradas, ejercitando con los pobres todas las obras de misericordia, las cuales son amigos fidelísimos-y poderosos para negociar con nuestro Señor.

Y esto nos ha de mover a dar infinitas gracias al que tal cambio y trueque ha ordenado, dándonos facultad de poder con tanta facilidad trocar lo terreno por lo celestial, y con riquezas tan viles, como son las de la tierra, poder granjear dos suertes de amigos que nos negocien las del Cielo; es a saber, obras de misericordia que, puestas en el seno del pobre, oran por nosotros, los mismos pobres, cuyas oraciones oye Dios cuando ruegan por quien les hace bien.

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Para concluir, si queremos profundizar la intención por la cual la Iglesia ha escogido este pasaje del Evangelio, continuemos la lectura del parágrafo: El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho.

Por lo tanto, si no fuimos fieles en el dinero injusto, ¿quién nos confiará el verdadero, las verdaderas riquezas, las eternas?

Y si no fuimos fieles con lo ajeno, ¿quién nos dará lo nuestro?

Preguntas tremendas, que el Señor deja hoy en suspenso sobre nuestras cabezas…

Dentro de poco, la respuesta será aterradora...