lunes, 8 de agosto de 2011

En el día del Santo Cura de Ars

EL BUEN DIOS Y EL CURA DE ARS
    
   
Juan María Vianney nació el 8 de mayo de 1786 en Dardilly, diez kilómetros al norte de Lyon.  Era el cuarto de siete hermanos.  Su padre, Mateo, era agricultor, propietario de las doce hectáreas que trabajaba.  Su madre, María, creó un hogar cristiano.  Cada noche se acercaba a la cama de sus hijos y rezaba con ellos.
    
Juan María era un niño normal: ojos azules, moreno y delgado; sensible, alegre, nervioso, impulsivo, bueno.  Un niño normal.
    
Solemos decir que todos los niños son buenos, y así es.  Pero junto a la atracción del bien, va despertándose la atracción del mal.  En este aspecto empezó a distinguirse el pequeño Juan María: procuraba elegir siempre el bien, con lo que cada vez lo iba atrayendo más lo bueno, y cada vez más le repelía lo malo.  Así se entiende que años más tarde comentase, con toda sencillez: “el pecado lo descubrí en el confesionario”.
      
Quizá ahí, en su bondad natural defendida y desarrollada en las primeras elecciones, se encuentre una de las claves de su vida.  Tuvo, por eso, una sintonía grande con la bondad de Dios, la bondad de las personas, la bondad del mundo.  Se entiende que nunca hablase de Dios a secas; siempre hablaba del “Buen Dios”.
    
Su predicación tenía ese centro: el Buen Dios me ama, ama a cada hombre, ama a todos los hombres.  Esta era la verdad más radical del mundo y de cada persona; y, por supuesto, de la suya.

LO QUE DIJO E HIZO

Decir siempre de Dios “el Buen Dios” no es una costumbre caprichosa o de estilo: está yendo a lo esencial, a lo más importante de Dios, al primer rasgo de Dios que tiene que descubrir el hombre para encontrarlo.
    
“El Buen Dios nos ha creado y nos ha puesto en el mundo porque nos ama; quiere salvarnos porque nos ama.  El Buen Dios quiere nuestra felicidad.  ¡Qué bueno es Dios, hijos míos!  ¡Cuánto amor nos ha mostrado y nos muestra aún!  Nosotros no lo comprenderemos plenamente más que cierto día, en el paraíso”.

“El hombre creado por amor no puede vivir sin amor: o ama a Dios, o ama al mundo.  Quien no ama a Dios ata su corazón a cosas que pasan como el humo.  Cuanto más  se conoce a los hombres, menos se los ama.  Con Dios ocurre lo contrario: cuanto más se lo conoce, más se lo ama.  Este conocimiento abrasa al alma con tal amor, que quien lo conoce sólo ama y desea a Dios.  El amor de Dios es un sabor anticipado del cielo: si supiéramos probarlo, qué felices seríamos.  ¡Lo que hace desgraciado es no amar a Dios!”
     
“Había aquí, en la parroquia —contaba muchas veces el Cura— un hombre que murió hace algunos años.  Habiendo entrado por la mañana en la iglesia para rezar sus oraciones, antes de irse al campo, dejó sus alforjas en la puerta y se olvidó de sí delante de Dios.  Un vecino que trabajaba en el mismo paraje y que solía verlo, se extrañó ante su ausencia.  Se volvió y se le ocurrió entrar en la iglesia, pensando que quizás estaría allí.  Lo encontró alí, en efecto, y le dijo: — ¿Qué haces aquí tanto tiempo?  El otro respondió: — Yo miro a Dios y Dios me mira a mí.  Repetía este hecho con frecuencia, a veces visiblemente emocionado, mientras añadía: Él miraba a Dios y Dios lo miraba a él.  ¡En eso consiste todo, hijos míos!”

“Cuando amamos a alguno, ¿acaso tenemos necesidad de verlo para pensar en él?  Sin duda que no.  Así pues, si amamos a Dios, la oración nos será tan familiar como la respiración.  ¡Oh!  Cuánto me gustan estas palabras dichas desde la mañana: — Hoy quiero hacerlo todo y sufrirlo todo por Dios.  Nada por el mundo o por interés; todo para agradar a mi Salvador.  De esta manera el alma se une con Dios, no ve sino a él, no obra sino por él…  Decimos con frecuencia: — ¡Dios mío, ten piedad de mí!, como un niño dice a su madre: Dame la mano, dame pan…  Si nos sentimos cargados por algún peso, pensemos enseguida que vamos en pos de Jesucristo que lleva su cruz; unamos nuestras penas a las del Divino Salvador”.
“Si no amamos el corazón de Jesús, ¿qué amaremos, pues?  ¡No hay más que amor en este corazón!  ¿Cómo no amar lo que es tan amable?”
“Hay que hacer como los pastores en invierno: encienden fuego; de vez en cuando corren a recoger madera de todos sitios para mantenerlo.  Si supiéramos, como los pastores, mantener siempre el fuego del amor de Dios en nuestro corazón con rezos y buenas obras, no se apagaría”.  Y aconsejaba rezar durante todo el día: por los caminos, mientras se trasladaban a su trabajo; cuando cultivaban el campo, sugería rezar un Avemaría cada vuelta; el Angelus, en tres momentos del día; etc.: ¡mantener el fuego del amor de Dios durante todo el día!

Enseñaba siempre un criterio de conducta muy sencillo: “He aquí una regla de conducta: no hacer más que lo que se puede ofrecer al Buen Dios.  Ahora bien, no se le pueden ofrecer calumnias, injusticias, enfados o ataques de cólera, blasfemias, malos espectáculos”.  Y añadía con pena: “¡Desgraciadamente  es lo que se hace en el mundo!”

“Solemos dar nuestros años de juventud al demonio y el resto a Dios, el cual es tan bueno que con eso se contenta.  Menos mal que no todos hacen eso (…) Afortunadas las almas que pueden decir al Buen Dios: Señor, siempre os he pertenecido.  ¡Ah!  ¡Qué bello es!  ¡Qué hermoso y qué grande es darle a Dios la juventud!  ¡Es una gran fuente de alegría y de felicidad!”

Que Dios es su Padre, no es una verdad simplemente aprendida de memoria, sino una verdad vivida, experimentada, que le lleva a exclamar con facilidad y con gozo: “¡Qué hermoso es tener un Padre en el cielo!”

Dice San Juan, refiriéndose a Dios, que “Él nos amó primero”; esto es, amar a Dios es una respuesta, es lo segundo; amar a Dios viene después de ser amado por Dios, después de darse cuenta de lo que Dios me ha amado, de lo que ha hecho por mí.  El Cura de Ars lo decía así: “¡Oh, buen Jesús, conoceros es amaros!…  Si supiéramos cuánto nos quiere Nuestro Señor, moriríamos de placer.  No creo que existan corazones tan duros que no sean capaces de amar al verse tan amados…”
    
Para darnos cuenta de que realmente nos ama, le gustaba facilitar imágenes en las que se ve lo que ha hecho Jesús por nosotros.  Ya siendo Cura de Ars, mandó construir una capilla aneja a la iglesia donde colocar un “Ecce homo”, esto es, una imagen de Jesús recién azotado y vestido con una túnica roja, tal y como Pilato lo hizo mostrar al pueblo, mientras decía “He aquí al hombre” (en latín, “ecce homo”): “A veces no hace falta más que la visión de una imagen para conmovernos y para convertirnos.  Las imágenes que impresionan, a menudo casi tan fuertemente como las mismas cosas que representan”.

Un día de 1852 —tenía entonces sesenta y seis años—, al terminar la clase de catecismo para los jóvenes del pueblo, una niñita se acercó al Cura y, poniéndose de puntillas, le arrancó un pelo como reliquia, pues la gente del pueblo lo tenía ya por santo.  En cuanto se dio cuenta de la idea peregrina de la niña, dándose la vuelta, se limitó a decirle sonriendo: “—Niña, ama mucho a Dios”.  Ese era su resumen; lo demás son tonterías.

Cuenta el conde des Garets: “Su corazón estaba tan lleno de amor de Dios que hablaba de él en todas sus conversaciones, las cuales solía interrumpir con frecuencia con frases como ésta, que pronunciaba juntando las manos y levantando los ojos al cielo: «Dios mío, qué bueno sois»”.

Vivía muy unido a Dios durante todo el día, haciendo las cosas normales.  El testimonio del canónigo Gardette, capellán del Carmelo de Chalon-sur-Saone, dice así: “El párroco Vianney se expresaba de esta manera delante de mí: «¡Oh, cuánto quisiera perderme en Dios y jamás hallarme sino en Él!»  Pues bien, al verlo actuar, se veía realizado su deseo.  Sabía, en efecto, entregarse de tal manera a Dios, que en sus múltiples y trabajosos ministerios, se mostraba tan recogido como en los ejercicios de piedad; se hubiera dicho que no tenía que hacer sino una cosa: la del momento presente.  Siempre el ardor del celo, pero nunca la actividad de la naturaleza.  Por la mañana, al mediodía y la noche, se veía en su persona la misma libertad de espíritu, la misma dulzura de carácter, el mismo reflejo de la paz interior.  Aquello era, a mi parecer, la práctica ideal de la unión con Dios, la manifestación más completa posible del amor perfecto”.
 

José Pedro Manglano
(Tomado de su libro “Orar con el cura de Ars”)
     

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Como necesitamos sacerdotes santos como Don Juan Maria!

Anónimo dijo...

Esta nota es alimento y agua pura.
Gracias.