domingo, 27 de febrero de 2011

Espiritualidad

EL CUERPO Y LAS PALABRAS DE CRISTO
          
                 
El tabernáculo y el púlpito son los dos lugares augustos del templo de Dios; en uno se pide y desde el otro se ordena; en uno se habla de Dios, en el otro es Dios el que habla; en uno Jesucristo se hace adorar en la realidad de su Cuerpo, en el otro se da a conocer en la verdad de su doctrina.  Son los dos lugares desde donde se distribuye el alimento celestial: en aquél se predica en silencio y en éste se enseña de viva voz; en aquél el Espíritu Santo, por medio de las palabras místicas, transforma el pan en el Cuerpo divino, y aquí el mismo poder transforma a los fieles en miembros de Cristo.  San Agustín decía: “¿Qué les parece más importante, la palabra de Dios o el Cuerpo de Cristo?  Si quieren contestar con verdad, se verán obligados a responder que la palabra de Jesucristo no es menos estimable que su Cuerpo, y, por lo tanto, los mismos cuidados que guardamos para no dejar caer al suelo el Cuerpo del Señor cuando nos lo entregan, debemos tomar para que no caiga de nuestro corazón la palabra de Cristo que se nos predica.  Porque no es menos culpable el que escucha negligentemente la palabra santa que quien, por su culpa, deja caer el Cuerpo del Señor”.

Buscar la palabra de Cristo.  Los cristianos que no entienden de cruz desean discursos placenteros; pero así como ningún hombre es lo bastante insensato para buscar en el comulgatorio otra cosa que la verdad del misterio, así tampoco ninguno deberá ser tan temerario que no busque en el púlpito la pureza de la palabra.
          
El Verbo Encarnado quiso mostrarse a los hombres de dos maneras: una, en su carne visible, y la segunda, hasta el fin del mundo, en su palabra.  No crean que por haberlo perdido de vista no permanece entre nosotros, porque ya Tertuliano en su libro sobre la resurrección decía: “Así, instituyendo su predicación vivificadora, la llamó carne suya”.  La predicación es como una nueva encarnación de Cristo.
             
Deben saber también que los predicadores no suben al púlpito para pronunciar discursos vanos, sino con el mismo espíritu con que se acercan ni altar.  El Cuerpo de Cristo está allí oculto bajo los signos eucarísticos, y aquí bajo los signos de la palabra.  El Apóstol dice que los predicadores no deberían ocuparse de buscar nombre por la elocuencia, sino por recomendarse a la conciencia de los hombres por la manifestación de la verdad.  A la conciencia, por la verdad.  Los oídos se complacen en la composición académica de la palabra.  La imaginación, en la delicadeza del pensamiento.  Incluso el espíritu es conquistado a veces por la verosimilitud del raciocinio.  Mas la conciencia quiere la verdad, y a ella es a la que hablan los predicadores.
          
Y ¿cómo llegar a esa verdad y convertirla en relámpago que deslumbre, trueno que espante y rayo que rompa los corazones, si no hacen hablar a Cristo?  Dios es el Señor de las tormentas y de las nubes.
              
La elocuencia y la predicación.  Si quieren conocer qué parte tenga la elocuencia en los discursos cristianos, San Agustín nos enseña: “La sabiduría ha de salir de su casa, esto es, del pecho del sabio, y la elocuencia seguirla como una sierva inseparable, aun cuando no sea llamada”.  Este es el orden: primero, la sabiduría, y después, aun sin ser llamada, espontáneamente atraída por la grandeza de las cosas y para servir de intérprete a la ciencia y santidad del que habla, la elocuencia.  El predicador hace hablar a Cristo, pero no puede hacerle hablar un lenguaje de hombre y dar un cuerpo extraño a su verdad eterna.  Beba, pues, en las Sagradas Escrituras, pida prestados los términos sagrados; no sólo para robustecer, sino para embellecer su discurso, recoja al paso, si los encuentra, los adornos de la elocuencia, pero que broten espontáneamente y no como buscados.
              
¿Desean oradores de esta clase?  Pues les anuncio un misterio: los oyentes hacen a los predicadores.  La palabra divina no nace del genio ni del trabajo asiduo; es un don de Dios, que sopla donde quiere.  “La palabra divina no obedece, es ella la que manda, y, por lo tanto, no habla cuando se le ordena, sino cuando quiere”.  Y Dios se complace en hablar cuando los hombres están dispuestos a escuchar.  Busquen la verdadera doctrina, y Dios suscitará predicadores; preparen el campo, y el sembrador no faltará.  Mas si, por el contrario, buscan las fábulas humanas, Dios prohibirá a las nubes la lluvia y retirará la doctrina sana de los labios de sus predicadores.  Entonces vendrán profetas que dirán: Paz, paz, y no encontrarán la paz; que dirán: Señor, Señor, y el Señor no les ha encomendado que prediquen. “El maestro recibe lo que el oyente merece”.
                
Oír internamente.  La Eucaristía y la palabra divina llegan al corazón.  Debemos oír internamente, escuchar con atención; pues, además del sonido, que hiere los oídos, hay una voz secreta, espiritual e interna, verdadera predicación que habla en el interior y sin la cual la palabra del hombre es ruido inútil.  Todos debemos acudir a oírla allá dentro, porque en realidad sólo Dios puede predicar, como decía San Agustín.  Los ángeles y los hombres no son capaces de hablar la verdad, sino a lo más de mostrarla con el dedo, como aquel que señala las bellezas de una catedral; pero ¿quién podrá verlas si el sol no esparce su resplandor?  La luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, luz invisible que nos hace ver, es Cristo, que da su gracia. Es Él el que nos concede un cierto sentido que se llama el sentido, el pensamiento de Cristo, por el cual gustamos a Dios.  La palabra resuena desde el púlpito, mas la predicación se verifica en el corazón.  Por eso el Señor decía: El que tenga oídos para oír, que oiga, y ciertamente que no se refería a los del cuerpo.  El que enseña a los corazones, tiene su púlpito en el cielo.  Abran bien los oídos del alma.
                
No aconsejo prescindir de la palabra externa, porque es ley del Nuevo Testamento envolver la gracia en signos exteriores, como envuelve la del bautismo en el agua, que lava.  Asistan a la predicación externa y hagan que caiga en vuestro corazón, y no sea el cuerpo de Cristo que cae al suelo.  La comparación no es extraña: Jesús, la Verdad misma, no ama menos la verdad que su propio Cuerpo; por el contrario, sacrificó a éste para sellar con su Sangre la verdad de su palabra; y si murió un solo día, quiso, en cambio, que su verdad fuera inmortal y perenne entre nosotros.
                 
Hay que llegar a la voluntad.  Me dirán que atienden sobradamente, y contestaré con el Crisóstomo: Ya sé que incluso cotejan mi primer sermón con los siguientes, pero asemejan este púlpito a un teatro.  No, no es ése el modo de oír, porque “todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza, viene a Mí. Hay otro lugar más recóndito donde escuchar, la escuela celestial”, donde el Padre enseña a ir hacia su Hijo; escuela donde Dios es maestro.  ¿Dónde está esa escuela escondida?  Aun cuando Dios mismo hablase directamente, habría que profundizar más, porque, mientras su luz permanezca tan sólo en la inteligencia, no se ha oído la lección de Dios.  En efecto, para atender a la palabra del Evangelio no hay que ir allí donde se emiten los juicios, sino donde se regulan las costumbres; no donde se gustan los pensamientos bellos, sino donde nacen los buenos deseos; no al lugar donde se forman los juicios exactos, sino donde se forjan los santos propósitos: hay que llegar a la voluntad.  Entren en sí mismos, y verán cómo a veces luce una llama que atraviesa los corazones, porque la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta la coyuntura y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.  Dios a veces da a los predicadores no sé qué fuerza aguda que, a través de los caminos tortuosos de nuestras pasiones, llega a encontrar aquel pecado que nosotros escondíamos y que duerme en el fondo del corazón.  En esos momentos hay que escuchar atentamente a Cristo, que contraría nuestros deseos, que turba nuestros placeres y que hurga con su dedo en nuestras heridas.  Es el momento en que el hombre sabio oirá una palabra discreta, la alabará y le añadirá algo más.  Y si el golpe no ha sido bastante, tomemos nosotros mismos la espada y clavémosla más fuerte.  ¡Ojalá lleguemos a lo vivo, ojalá lleguemos al llanto, que San Agustín llama tan elegantemente la sangre del alma!
           
Vivir conforme a la palabra.  El que come mi Carne y bebe mi Sangre, dice el Señor, está en Mí y Yo en él; esto es, la buena comunión se manifiesta viviendo conforme a Cristo.  Y el haber oído la palabra del Señor se demuestra al vivir conforme a ella.  Ocurre a veces que al oír la predicación se levantan en nuestro corazón ciertos sentimientos, imitación de los verdaderos, capaces de engañarnos; ciertos fervores y deseos imperfectos; pero creamos en las obras.  Ellas dirán lo que haya de verdad.  Decía antes el Crisóstomo que lo escuchaban como en el teatro.  En efecto, también allí los espectadores se emocionan, se llenan de ira y derraman lágrimas, como en otros espectáculos.  Algo parecido puede ocurrir en nuestros sermones.  También el Crisóstomo oía los gritos y aplausos de sus oyentes; sin embargo, esperaba para regocijarse a ver corregidas las costumbres.  Si no cambian de vida, no han oído a Jesucristo, sino al hombre.  La predicación no tiene por fin ilustrar, sino suscitar el amor.

Conclusión.  Para escuchar a Cristo hay que llevar a la práctica sus palabras, puesto que enseña para formar nuestra conciencia, antes que para agradarnos.
         
Bossuet
                             

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