martes, 21 de diciembre de 2010

Religiosas

LA NUEVA IGLESIA SINCRETISTA
        
La autodemolición de la Iglesia, crudamente diagnosticada por Paulo VI cuando se hablaba de una primavera, con el correr de los años ha dado lugar a otro fenómeno, sin duda estival, donde ella culmina dando lugar a una asombrosa novedad. Se trata, al parecer, del intento de edificar en medio de las ruinas —es decir, desde adentro— nuevas Iglesias, superadoras de los errores y desviaciones de los últimos dos mil años. Más aún, tal vez corrigiendo en los hechos algunas aparentes “exageraciones” del Divino Fundador.
          
Sobre todo al indicar Éste, que el camino de la salvación es estrecho y único; lo cual obviamente retrae muchas adhesiones. Tanto como la factible incorporación de enormes multitudes, con sólo flexibilizar exigencias de un par de Mandamientos probadamente “impracticables”.
         
Desde luego que esta rectificación —siempre respetuosa del Dulce Galileo— en el fondo no significa otra cosa que su mejor entendimiento, gracias a los hallazgos de famosos teólogos modernos. Por ejemplo, sobre el sentido figurado que utilizaran los evangelistas para hacerse entender por los contemporáneos en un contexto cultural absolutamente distinto.
       
En todo caso, sí, habría que colocar un paréntesis prudencial, o bajar el acento, acerca de episodios reales, seguramente narrados bajo la emoción del momento. Muy especialmente en cuanto al relato de la Pasión, que coloca en segundo plano la crueldad romana y antepone el decisivo protagonismo judío. Lo cual, sin duda, da lugar a peligrosas fobias desestabilizadoras de la pacífica convivencia de credos.
         
Otro tanto pasa con los Hechos de los Apóstoles. Especialmente por su narración de las desavenencias entre los apegados a lo antiguo y los adictos a la novedad.  Enfrentamientos de secuelas muy lamentables. Con incidentes como el padecido por el diácono Esteban (víctima sin duda de su brío juvenil), que al decir de un conocido Prelado emérito (“La Nación”, 15 de mayo de 1999), murió apedreado “por profesar no digo la nueva fe sino la nueva alianza, por expresarlo en términos que me gustan más porque nos unen al viejo tronco judío”.
           
La fe en Cristo, efectivamente, fue un obstáculo —sin duda, imprudente— a la comprensión de los compatriotas del viejo tronco, enardecidos como refleja la crónica, hasta rechinar los dientes.
        
¿Qué se gana, en verdad, con recordar tantas cosas que perjudican o dificultan el más amplio ecumenismo, el florecimiento de la nueva Iglesia feliz y comprensiva de todos los credos y todas las costumbres? San Pablo, en tal sentido, es en verdad al decir corriente, quemativo.
          
El evangelio de la nueva Iglesia consistiría en sembrar felicidad.  Algo que casualmente motoriza la actividad apostólica de un Prelado provincial cuyas curiosas declaraciones periodísticas eximen de mayores explicaciones. Según la cronista del diario “El Popular” (de Olavarría), él dice que su interés más visceral está en el prójimo.  En que la gente sea feliz, haciendo feliz al que esté a su lado.  Lo cual acercaría como se ve al carisma de Palito Ortega y al Ministerio de la Felicidad, predicho en los viejos ensayos futuristas.
            
Encabeza la nota una afirmación también atribuída al Obispo: Benedicto XVI es una mente clara, pero Juan Pablo II era un genio (las deducciones sobe coeficientes intelectuales huelgan). En pleno coloquio —y tuteo— salta la pregunta indiscreta:
          
— Usted cree entonces que no se corre el peligro de la exclusión de mucha gente suspendiendo la coloquialidad, la cercanía que da la palabra, la música…         
— Es que no se va a cambiar la lengua vernácula.  Yo mismo no sabría dar ahora una Misa en latín, la puedo leer, nada más. En cuando a la música, hay cantos extraordinarios actuales, son bíblicos textuales, a veces de origen semítico, a veces de origen popular, pero son bellísimos. Siendo una persona inteligente no creo que Benedicto apunte a excluir a nadie.
           
— ¿Se piensa hoy, a la hora de la Comunión, en diferenciar a quienes estuvieron casados, se divorciaron y volvieron a casarse?
           
— La doctrina la conocen todos mejor que yo. Otra cosa es que se niegue la comunión.
         
— ¿Es decir que la diferencia se hace en este tiempo?
           
— No sé. No conozco curas que nieguen la comunión.
          
— Bueno, si Usted lo tiene delante y sabe, ¿qué hace?

            
— Sabés que no sé si me ha pasado… no lo sé. No podría asegurarlo. De todas maneras, es como si se acerca un chiquito que toma la comunión y no la ha tomado antes, se te acerca toda la cola y no sabés; pasó y bueno.
          
— ¿En algún caso negaría la comunión? Si apareciera alguien responsable de crímenes horrendos ¿lo haría?
         
(Silencio) — No sé. Nunca pensé en eso. Nunca me ocurrió. Sí puedo contar algo que pasó una vez. Por lo mismo que te decía recién, que pasan en la cola y se te escurre alguno, vino una persona (esto le ocurrió a un compañero, a otro jesuita) viste los borrachos nuestros que nos aman, que se paran afuera y te llaman “eh, Padre Hugo…” se acercó uno. Tomó la forma en la mano, la besó y se la devolvió.  Nos hizo reflexionar varios días, el hombre. Adoró la divinidad y la devolvió. Esas cosas que nunca van a aparecer en el derecho canónico, aparecen en la realidad.
           
(Aparece un frío por la espalda en la cronista y el lector).
          
— ¿Se ha planteado filosóficamente el hecho de negar la Comunión a alguien abyecto pero a la vez pensar en que cristianamente no se puede negar a nadie?         
(Silencio) — Puede ser, pero no sabría decirte una respuesta. Quizá porque no me ha ocurrido.
         
— Usted acuerda que serían necesarios preceptos más flexibles para sostener a la gente, para que tenga acceso a Dios a través de la vía que ofrecen ustedes. ¿No cree que se sigue expulsando mucho, cuando hay ciertos pecados que son absolutamente inevitables y ante los que la Iglesia definitivamente perdió?
      
— Es posible. Es posible que sea un poco dura la homilética, también.  (Como se ve, el léxico apretado no se contrapone al cuestionamiento del latín como lengua difícil, que el propio Prelado reconoce balbucear apenas).  A veces digo para qué recordamos a la gente que no puede recibir (la Eucaristía) si ya lo saben perfectamente.
       
Telón piadoso.  El protagonista de esta crónica, es un prelado jesuita (con voto especial de obediencia al Pontífice), Obispo titular de una diócesis, con la plenitud del sacerdocio, encargado de supervisar y confirmar en la fe.
       
Joaquín Cortés
               

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