domingo, 1 de noviembre de 2009

Homilías sobre la Virgen

                        
IMAGEN DE LA INMACULADA
          
Vemos en la imagen de la Inmaculada, cómo ella se yergue sobre el orbe de la tierra, el cual está rodeado y envuelto en los anillos de una serpiente que lleva en su boca una manzana.  Ved ahí, como si dijéramos, el triste y sombrío fondo sobre el que se destaca este misterio, por lo demás tan lleno de luz y de consolaciones; es, a saber, la caída original del hombre así en sus causas como en sus consecuencias.  Buena salió de las manos del Hacedor Supremo no solamente la naturaleza insensible e irracional, sino que también, y peculiarmente, bueno y santo fue creado el hombre en el principio, y según los designios de Dios así lo había de ser en el porvenir.  Mas por la envidia del diablo fue frustrada esta santa intención del Señor.  Bajo la figura de una serpiente se acercó al hombre inocente y dichoso en el paraíso, y a fuerza de astucia y de mentira logró sembrar en el corazón del hombre la venenosa cizaña del pecado.

Cómo sucedió esto nos lo dice objetivamente la manzana en la boca de la serpiente.  Esa fruta debía ser materia de prueba para nuestros primeros padres, quienes por amor de Dios y por temor del castigo que les había amenazado, debían haber respetado el mandamiento divino que les era harto conocido y que Eva misma repitió con estas palabras: “Nosotros comemos de los frutos de los árboles que hay en el paraíso, mas del fruto del árbol que está en medio del paraíso Dios nos ha ordenado que no comamos de él, ni siquiera lo toquemos, no sea que muramos”.  Cosa fácil y más llevadera de cumplir que este mandamiento no podía haber, y con sólo un poco de buena voluntad, con alguna consideración a lo que demandaba encarecidamente su propio bienestar, hubieran podido evitar el pecado nuestros primeros padres.  Sin embargo, y en esto vino a ser el primer pecado el triste ejemplo de todos los pecados posteriores, en vez de prestar crédito a lo que Dios tenía prometido y amenazado, en vez de obrar en conformidad con esta fe y así resistir valerosamente a los primeros principios del pecado, a la primera tentación que les inclinaba al mal, nuestros primeros padres le creyeron más al diablo que a Dios, obraron según su propia voluntad torcida, para experimentar luego, aunque demasiado tarde, que el que no da oídos a las enseñanzas divinas caerá en manos de la justicia, y que quien juega con sus pasiones, se halla engañado por ellas.

Mas el primer pecado no sólo fue nocivo a los que lo consintieron, sino también a toda su descendencia.  La satánica serpiente envolvió con sus anillos a todo el orbe de la tierra, agarrado con su propia conquista que no se dejará arrebatar fácilmente.  Imagen por desgracia demasiado exacta del hecho de que el pecado con todas sus malas consecuencias, con todas las atormentadoras pasiones, con la nunca saciada concupiscencia, con todo género de miserias y dolores, ha hecho su entrada triunfante en la desdichada humanidad, porque como escribe el Apóstol: Per unum hominem.  Por medio del pecado domina la infernal serpiente en el mundo y sobre el mundo, por el pecado le pertenecieron y han pertenecido todos los hombres, al menos por algún tiempo, puesto que todos nacemos hijos de ira y manchados con la culpa de origen.  Sólo una criatura humana hay, que jamás ha llevado este yugo del pecado, una criatura que jamás ha estado bajo el dominio de Satanás, y ésta es la Santísima Virgen María.  Por eso vemos la luminosa figura de María sobre el globo de la tierra y asentando triunfadora su planta virginal sobre la cabeza del dragón.

¿Qué otra cosa se quiere significar con esto, sino que María no fue desde el principio incluida en la general corrupción de la naturaleza humana ni cayó bajo la esclavitud del demonio?  En Ella no tiene jamás el enemigo ni el menor derecho, porque no sólo fue libre de la mancha original, sino que también por particularísima gracia divina, permaneció durante toda su vida libre del pecado.

Ciertamente, que todo esto no fue como queda ya indicado, su propio y personal mérito, sino una prerrogativa otorgada por Dios, la cual tenía su fundamento en el último destino suyo para ser Madre del Hijo de Dios.  Esta misma exención de María de todo pecado, la destrucción del dominio de Satanás por medio de Aquel que como Hijo del Hombre había de ser su Hijo, está muy bien representada y expresada por el hecho de que María apoya su pie sobre la cabeza de la serpiente, pronta a quebrantarla.  Inimicitias, había sido determinado por Dios, y así fue anunciado inmediatamente después del primer pecado.  En aquella sentencia que el Altísimo pronunció contra la serpiente tentadora, se dijo claramente entre otras cosas, lo siguiente: “Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia, y Ella quebrantará tu cabeza; y tú pondrás asechanzas a su calcañar”.

Incomprensiblemente grandes fueron los dones de gracia, soberana la vocación con que Dios favoreció a María, pero debemos, para ser fieles a la verdad, añadir que María —de su parte— correspondió admirablemente a estas gracias, a esta sublime vocación, porque jamás hubo criatura tan fiel al llamamiento de la gracia, a la manifestación de la voluntad de Dios, como lo fue María.  ¿Cuándo ni dónde hubo un santo que durante su vida se esforzase tan continuamente por la perfección como la Virgen Santísima?  No hay perfección sin humildad, pero, ¿María no ejercitó la más profunda humildad en palabras y en obras, así para con Dios como para con los hombres?  Su propia voluntad no era nada para Ella.  Todo lo era la palabra y la voluntad de Dios.  No hay perfección sin vigilancia y oración, pero ningún santo fue jamás tan severo en la represión de los sentidos externos, en el ejercicio de una continua vigilancia, como María.  El retiro y la soledad fueron las perpetuas compañeras de su vida.  Ninguna palabra ociosa salió nunca de sus labios, ningún pensamiento desordenado turbó jamás la pureza y la paz de su corazón, y siempre que en la Sagrada Escritura se habla de Ella la encontramos casi siempre unida con Dios en la oración.  No hay tampoco perfección sin continuo recogimiento de nosotros mismos, sin mortificación, pues el Salvador dijo: “El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame”.  Ah, no hay aquí necesidad sino de recordar estos tres nombres: Belén, Nazareth y el Calvario, para con ellos significar bastantemente en qué escuela de sufrimiento y de mortificación puso el Señor a María durante toda su vida.  Y fue María una dócil discípula que en la escuela del sufrimiento y de la mortificación adelantó tanto, que mereció ser llamada Reina de los Mártires.

Finalmente, no puede haber perfección sin verdadero amor de Dios, pero este amor no ha de ser un mero sentimiento, no un simple sentimentalismo, no palabras vacías: es más bien obras y verdad, probado con el espíritu de sacrificio que lo anima.  ¿Y quién será capaz de referir uno por uno los grandes sacrificios que María por amor de Dios realizó alegremente durante el curso de su vida?  Cualquier narración de ellos está tan lejos de la realidad, como un sol pintado respecto al sol verdadero que resplandece en el firmamento.  Pero todo lo que María ha llegado a ser por el favor de Dios y por su propia cooperación, todas sus gracias, todo su poder, todos sus méritos deben ceder en beneficio de nosotros sus hijos, y por eso vemos en la imagen de la Inmaculada Concepción, cómo María extiende a nosotros los hombres sus manos llenas de bendiciones y gracias.  A nosotros, que gemimos y lloramos todavía en este valle de lágrimas. extiende sus manos la bendita Virgen, y esas manos qué abundancia de favores no han derramado sobre la afligida humanidad en el curso de los siglos.  Cuántas y cuan amargas lágrimas no han enjugado esas manos virginales.  En muchas y grandes tribulaciones de la Iglesia, ocasionadas ya de fuera por la violencia o la astucia, ya de dentro por los errores y apostasías de sus propios hijos, se ha mostrado Nuestra Señora como una poderosa ayudadora.  Dios ha escuchado el clamor de la cristiandad y más de una vez parece que el Omnipotente defensor de la Iglesia no aguarda para ampararla sino la intercesión de María, como para mostrar al mundo cuánto pueden las manos de su Madre en el cielo y en la tierra.

¿Y quién conoce todos aquéllos, quién puede contarlos, que en medio de la necesidad y la angustia, abrumados de terribles dolores, amenazados de graves peligros o acosados por intolerables tentaciones, se dirigieron a Dios confiadamente por medio de María, y enteramente contra toda humana previsión se vieron brillantemente justificados en su esperanza? Y no diga nadie: Dios puede ayudarnos sin la mediación de María. Cierto, quién lo duda, Dios lo puede, y afirmar lo contrario sería una detestable blasfemia, pero no se trata de saber lo que Dios puede por sí mismo; trátase de averiguar lo que quiere hacer por nosotros y cómo lo quiere hacer. Y Dios quiere mostrarse admirable en sus santos y señaladamente en la Madre de su Hijo, y por eso ha demostrado de mil maneras que tiene determinado conceder a los hombres precisamente los mayores y más apreciables dones mediante la intercesión, y como si dijéramos por las manos de María. De esa manera siguen cumpliéndose aquellas palabras que la Virgen pronunció, animada del Espíritu Santo: Me llamarán bienaventurada todas las generaciones.

María extiende a nosotros sus brazos para que nosotros no vacilemos en aferrar esas manos bienaventuradas de nuestra Madre, para que conducidos por la mano de nuestra Madre vayamos seguros y tranquilos por el camino, a veces áspero y escabroso, de nuestros deberes como cristianos. Cuántos hombres desgraciados que trajeron al mundo como infeliz herencia la inclinación a algunos pecados, que arrastrados luego durante la vida sin descanso por poderosas pasiones, conociendo claramente su miseria espiritual pero sin hallar modo de librarse de ella y prontos ya a entregarse a la desesperación, fueron por medio de María, aun en la última hora, apartados del negro abismo y levantados a la luminosa altura de la confianza en Dios y salvados así en el tiempo y en la eternidad.

Amados hermanos míos, las manos de una madre cariñosa son siempre para el hijo que no haya degenerado completamente, dignas de veneración. Cuánto han hecho por ti, oh hijo o hija, las manos acaso ya temblorosas de tu madre; qué servicios no te prestaron cuando todavía por la edad eras incapaz de valerte por ti mismo; cuántas veces han trabajado; cuántas se han juntado y levantado al cielo para orar por ti; cuántas veces se han levantado para bendecirte en todos los caminos de tu vida. Por desgracia, hay muchos hijos que no comprenden todo esto, sino cuando las manos de su madre yacen frías e inmóviles en la muerte.

Pero, comoquiera que sea, por mucho que las manos de nuestra madre terrena hayan trabajado por nosotros, es como nada si se comparan con todo lo que María ha hecho y hace por nosotros. Tomemos, pues, en espíritu con viva fe y encendido amor las manos de nuestra Madre celestial, no nos desprendamos de Ella jamás mientras vivamos, y hoy principalmente clamemos con filial confianza: Oh, María concebida sin pecado, ruega por nosotros que recurrimos a Ti.


P. Carlos Cortes Lee 
                                  

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