domingo, 13 de septiembre de 2009

Errores modernos


LA “HEREJÍA” SOBRENATURAL

El título escogido para designar este artículo puede provocar cierta extrañeza debido a que en el campo de la espiritualidad cristiana se suele hacer alusión a la herejía naturalista o naturalismo, que es una verdadera y peligrosa desviación en cuanto deja demasiado margen a la espontaneidad humana sin ponerla bajo la necesaria influencia de la gracia. ¿A qué queremos referirnos entonces con lo que llamamos herejía sobrenatural?

En los tiempos que corren, signados como están por una destrucción no sólo de lo sobrenatural sino también de lo natural, algunas almas pueden quedar atrapadas en una suerte de engaño, el cual intentamos circunscribir bajo aquél título, y que en resumidas cuentas podría caracterizarse de la siguiente manera: se advierten, ya sea por conocimiento propio, ya sea por indicación de los confesores, los pecados, especialmente los graves, y las debilidades de que se es presa, se reconocen las faltas y se confiesan debidamente, se escuchan los consejos pertinentes y hasta se forma el necesario propósito de enmienda y, con todo, al fin de cuentas, se termina esperando que únicamente por obra de la sola gracia se haga realidad en la reforma de la propia vida y la desaparición de las faltas que es imprescindible combatir.

Entendámoslo bien: ni se trata de suplantar la gracia por la naturaleza, ni de atribuir a la naturaleza un papel que ni tiene ni le corresponde, ni de fundar una nueva escuela de ascetismo, ni de propiciar una sobre otra. Es algo mucho más sencillo y asequible. Se trata simplemente de reconocer que venimos al mundo con una naturaleza herida por el pecado original, que este envilecimiento resulta agravado por nuestros pecados personales, que aún en ese estado nuestra naturaleza no es absolutamente impotente para obrar, por lo mismo que no ha sido destruida del todo, y que no sólo puede y es ayudada por la gracia, sino que también puede y hasta debe cooperar con la gracia, aunque tenga unas pocas virtudes y muchos defectos, y precisamente a causa de éstos.

En esa perspectiva, decimos que es un error esperar o confiar en que la gracia lo haga todo, obrando el hombre, no ya contra la gracia —por ejemplo, pecando mortalmente o no secundando las gracias actuales— pero al menos como suspendiendo la cooperación que está llamado a prestarle.

Hay algo en el hombre que recibe el nombre de virtud natural, que no sólo existe, sino en la cual es preciso ejercerse, antes como ahora, pero máxime hoy por la razón arriba expresada, y no precisamente para desenvolver una ascética puramente naturalista en que la gracia no tenga cabida alguna, sino porque bajo la óptica de la espiritualidad cristiana y para la vida moral, si no existe un sustrato natural suficiente, cabe preguntarse: ¿sobre qué materia ha de pensarse que obrará la gracia?

Hay que abrir los ojos a la realidad y reconocer que Nuestro Señor, tal como le tentaba el demonio, bien podía hacer panes a partir de piedras, pero sabemos que no lo hizo; somos conscientes de que Dios, en su omnipotencia, puede hacer relativamente cualquier cosa, pero una vez que estableció un determinado orden, se ajusta ordinariamente a él y sólo obra al margen del mismo en casos contados y excepcionales; por lo que nos narran los Hechos de los Apóstoles, sabemos que Jesucristo hizo de Pablo de Tarso, terrible perseguidor de la Iglesia, un grandísimo santo, y aún así, el modo ordinario de su providencia es muy distinto de aquel que tal vez nos vendría más cómodo, a saber: que nos envíe una gracia tan grande que supla en nuestra naturaleza lo que somos renuentes a hacer, pudiéndolo y debiéndolo hacer.

Si es cierto que la gracia suele encontrar un terreno mejor preparado para fructificar en una persona cuyo natural está mejor dispuesto, también podría serlo que si alguien, con natural mal dispuesto, encarase a conciencia la práctica de ciertas virtudes naturales, éstas podrían cooperar —y de hecho se ve que ordinariamente coadyuvan— a que la gracia opere con otra eficacia allí donde hasta el presente ha sido estéril.

Y eso, no por insuficiencia o deficiencia de la propia gracia, sino por falta de auxilio de la naturaleza en cuanto está a su alcance hacerlo.

Pero en la medida que se observa lo contrario y que se confía en restaurar la naturaleza caída por obra de la pura gracia, lo cual no es una cuestión tan abstracta desde que existen los confesionarios, más que un error, es cosa antinatural porque marcha a contramano del orden que de hecho estableció la Providencia.

Una vez más, hay que recordar el caso de Pablo de Tarso: porque cuando nuestro Señor se le apareció y lo interpeló diciéndole por qué lo perseguía, tras un breve diálogo, Pablo se expresa así: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” (Vul., Hechos de los Apóstoles, 9, 6). Pablo no se quedó en los deseos, porque los deseos, por sí solos, no son sino deseos, y no se ponen por obra ni por sí mismos, ni por recurso a potencias sobrenaturales, dado que las naturales bastan para moverlos. Él tenía ciertamente algo de suyo que poner y no podía esperar ni esperó que Dios lo hiciese todo.

La vida sobrenatural también tiene sus reglas, es decir, una estricta economía y no suele dar lo que Dios dispuso que provenga de otro principio –la naturaleza, en este caso.

Pues bien, algo bastante parecido podría ocurrir en nuestra propia vida espiritual. Sabemos que tenemos cierto defecto, conocemos que somos reincidentes en tal pecado, somos conscientes de lo que nos toca poner, pero tal vez pensamos acabar con el problema apelando únicamente al rezo de cinco novenas, o diez rosarios, o treinta avemarías. Cierto —¿quién lo niega?— que es necesario rezar, orar, pedir, insistir, pero pareciera quimérico suponer que orando solamente y haciendo nosotros poco, casi nada, o directamente nada, se puede cosechar algún fruto de reforma moral.

Por eso, no basta con pedir a Dios que nos conceda más piedad, hay que ejercerse en la piedad e intentar hacerlo bien. No alcanza con pedir a Dios la obediencia, es menester realizar una y muchas veces actos concretos de obediencia y someter la rebeldía. No es suficiente con declamar sobre la pereza, hay que vencerla. No alcanza con pedir a Dios la castidad, hay que esforzarse en obrarla. No es bastante con quejarse de los accesos de ira, es imprescindible practicar en concreto la mansedumbre —con la ayuda de la gracia, es verdad— pues ¿de dónde Dios va a derramar sus dones en quien se muestra reticente a lo que sin género de dudas está a su alcance hacer?

La gracia santificante, sea que se devuelva a quien la ha perdido, o que se aumente la que ya se tiene, precisa que el cristiano también diga: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”

A cuántas malas interpretaciones podríamos exponernos si dijésemos que es preciso restaurar el papel de la naturaleza y, sin embargo, la afirmación encierra cierta verdad, a condición de que se la entienda bien; porque la vida moral del cristiano no se construye en el aire ni es una vida teórica: es una vida moral, es decir, atañe a las costumbres, y costumbres de un hombre que tiene cierta naturaleza, herida, sí, pero sobre la cual y sin la cual no puede operar la gracia.
Cuando la vida sacerdotal permite, por una parte, comprobar la verdadera magnitud de la herida del pecado original y su profundización por las faltas personales, y por otra, se advierte, no obstante las confesiones, cierta deficiencia del propósito de enmienda, que se ha gestado pero que tiene un breve y hasta a veces brevísimo aliento, fuerza es admitir que algo falla y deviene necesario indagar más detalladamente para establecer sus causas.

Entre ellas, contentémonos por ahora con reconocer ésta: la penitencia no apunta sólo a devolver o aumentar la gracia santificante, sino también a luchar contra los vicios a través de una paulatina reforma de vida. Esto equivale a decir que el efecto esencial o inmediato de la penitencia termina cuando el penitente se levanta del confesionario, pero que el efecto pleno de este sacramento demanda su prolongación a la vida cotidiana.

Esta conexión se rompe no sólo cuando el propósito de enmienda es demasiado genérico o demasiado abstracto —como quien dijese “voy a ser más bueno”, “voy a ser más obediente”, sin particularizar más el verdadero deseo, descendiendo aún más a lo concreto— sino también cuando, permítase expresarlo así, cuando está demasiado ausente.

Porque ¿quién vio jamás a un arquitecto hacer una casa sin bosquejar numerosos planos, sin pensar, si no de continuo, al menos diariamente y hasta varias veces al día en lo que tiene que hacer, sin visitar la obra, sin vigilar el acompasamiento de las partes con el todo, para que resulte lo proyectado?

Pues bien: en la vida espiritual sucede exactamente lo mismo. Quien tras haber formado un propósito, no se lo pone por delante, frecuentemente, varias veces al día, para motivar la voluntad; quien no desciende a lo concreto, quien no visita ni vigila la obra que quiere perfeccionar, ¿cómo o cuándo podrá ver realizado su proyecto?

Un Sacerdote Fiel

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente. Gracias al Sr Sacerdote por tan buena puntería.
Saludos cordiales!