domingo, 16 de agosto de 2009

Sermón de las palabras


EL HABLAR
DESHONESTO


En el presente evangelio refiere San Marcos el milagro que hizo nuestro Divino Salvador curando a un hombre sordo y mudo con sólo tocarle la lengua: “Tocó su lengua… y se soltó la atadura” (San Marcos, 7, 33-35). Pero de estas últimas palabras no se deduce que aquel hombre fuese mudo en efecto, sino que tenía la lengua impedida y no podía hablar expeditamente, por la cual añade San Marcos que después del milagro “hablaba correctamente” (San Marcos, 7, 35). Fue, pues, necesario un milagro para desatar la lengua de este hombre y soltarle el impedimento que tenía. ¿A cuántos, empero, haría Dios un favor si les atase la lengua para que no pudiesen hablar deshonestamente?

Daños que le causan al prójimo las palabras torpes

Escándalo grave. San Agustín (cfr. In Sal. 160) llama “medianeros de Satanás” a los que hablan deshonestamente; donde no puede llegar Satanás con las sugestiones, llegan éstos con las palabras obscenas que pronuncian. De estas lenguas malditas dice Santiago: “Es su lengua un fuego inflamado por el infierno, con el cual abrasa el obsceno a cuantos lo escuchan” (Santiago, 3, 6).

El Real Profeta, hablando de la vida de los hombres sobre la tierra, dice: “Su camino es tinieblas y lubricidad” (Salmo, 34, 16). Como si dijéramos: El hombre, mientras vive, camina entre tinieblas por un camino resbaladizo, por lo cual está en peligro de caer a cada paso si no tiene toda la cautela y no mira por dónde asienta los pies, con el fin de evitar los pasos peligrosos, es decir, las ocasiones de pecar. Si en este camino tan resbaladizo hubiese alguno que lo empujase para hacerlo caer, sería un milagro que no cayera en el precipicio. Pues esto cabalmente practican los satélites del demonio que hablan obscenidades. Inducen a otros al pecado mientras están en el mundo, habitando en las tinieblas y cercados de una carne tan propensa a este vicio.

Escándalo en el que no se repara. Lo peor es que estas bocas infernales, que pronuncian a menudo palabras deshonestas, tienen este vicio por una menudencia, y poco se confiesan de él, pues suelen responder, cuando el confesor los reprende: Yo lo digo por gracia y sin malicia. ¿Conque lo dices por gracia? ¡Desdichado! Esas gracias hacen reír al demonio: te harán llorar a ti eternamente en el infierno. Porque no sirve decir que tú lo dices por gracia y sin malicia, pues, por lo mismo que profieres esas palabrotas escandalosas y obscenas, es muy difícil que no peques por obrar también; porque, como observa San Jerónimo, el que se deleita con las palabras no está lejos de las obras. Además de que, cuando se habla tan escandalosamente delante de personas de ambos sexos, siempre hay en ellas delectación peligrosa. Y ¿no es pecado también el escándalo público? Una sola palabra deshonesta que se pronuncie, es capaz de hacer caer en pecado a cuantos la oyen…

En fin, esos hombres, cuya lengua no tiene freno, son la ruina del mundo. Más daño hace uno solo de ellos que cien demonios del infierno, siendo así la ruina de muchas almas. Y no soy yo quien os lo digo, sino el Espíritu Santo, que dice: “La boca lúbrica y deshonesta es causa de ruina de muchos” (Proverbios, 26, 28)… Si tuviesen presente, cuando hablan de este modo, la amenaza que les hace Dios por Ezequiel, de que les pedirá cuenta de su perdición: “Yo he de reclamar su sangre de tu mano” (Ezequiel, 3, 18), seguramente que refrenarían la lengua y no causarían la muerte del alma a tantos inocentes.

Daños que le causan al mismo que habla

Lo inclinan al pecado de obra. Dicen algunos: Pero yo hablo sin malicia. A esta excusa frívola y necia he contestado ya en el punto primero que es muy difícil que uno hable palabras deshonestas sin complacerse con las obras, que ellas suscitan en la imaginación especialmente cuando se profieren delante de muchachas y casadas jóvenes, porque regularmente resulta de ellas una secreta complacencia, que suele ser semejante a una chispa eléctrica, que abrasa cuanto toca…

Al que dice libremente palabras obscenas, siempre se le presentan a la imaginación aquellas mismas ideas impuras y deshonestas que nombra; y éstas suscitan la complacencia en su alma y lo hacen caer, primeramente en torpes deseos y luego en las obras; y ésta es la consecuencia de hablar obscenidades, aunque sea sin malicia, como suelen decir los que acostumbran a divertir a los demás con torpezas. ¿Conque hablas mal sin malicia? ¿Y no hay malicia en obrar mal? ¿Y no es hablar mal hablar lo que Dios prohíbe? ¿Y no prohíbe Dios los actos, las alusiones y hasta los pensamientos impuros? ¿Cómo, pues, osáis decir que habláis sin malicia? Decid que despreciáis la salvación de vuestra alm y los preceptos de vuestro Dios y que obedecéis al demonio.

Le acarrea el castigo del escándalo. Mas ¿cómo ha de querer Dios compadecerse de aquellos que no se compadecen de las almas de sus prójimos? Por esto dice Santiago: “Aguarda un juicio sin misericordia al que no usó de misericordia” (Santiago, 2, 13).

¡Qué compasión causa a las veces ver a estos habladores obscenos hablar delante de jóvenes casadas y muchachas! Y cuando mayor es la concurrencia de los oyentes, con tanto más calor y desenfreno suelen hablar, sin contemplar el mal que hacen ni el escándalo que dan a tantos inocentes. Porque muchas veces se hallan presentes niños y niñas de poca edad, a quienes escandalizan sin reflexión ni miramiento… ¡Oh Dios mío, cómo llorarían los ángeles custodios, si pudiesen llorar, de aquellos desgraciados muchachos que se condenan por el escándalo que le causaron las palabras deshonestas que pronuncian en su presencia algunos hombres impuros y desalmados! Pero pedirán contra ellos terrible venganza delante de Dios. Y esto es lo que significan aquellas palabras de Nuestro Señor Jesucristo: “Mirad que no despreciéis a algunos de estos pequeños, porque os hago saber que sus ángeles custodios están viendo continuamente la cara de mi Padre” (San Mateo, 18, 10).

Cuidad, por tanto, hermanos míos, de guardaros, más que de la misma muerte, de hablar palabras deshonestas. Oíd la exhortación que os hace el Espíritu Santo por estas palabras: “Haz una balanza para tus palabras y un freno bien ajustado para tu boca, y mira no resbales en tu hablar y sea incurable y mortal tu caída” (Ecli. 28, 29-30). Con las palabras: “Haz una balanza” se nos exhorta a pesar bien las palabras antes de proferirlas; y con la expresión: “Haz un freno bien ajustado para tu boca”, se nos intima a que cerremos la boca cuantas veces nos sentimos tentados a pronunciar palabras deshonestas. “Dios no nos ha dado la lengua para ofenderlo, sino para alabarlo y bendecirlo” (Efesios, 5, 3). De manera que no solamente debemos evitar las palabras obscenas y las palabras equívocas, teniendo presente que los equívocos deshonestos tal vez causan más daño que las palabras impuras, sino también las palabras picantes o que son ajenas de las personas santas, esto es, de los cristianos, de quienes habla San Pablo.

Exhortación

“Reflexionad, dice San Agustín, que vuestras bocas son bocas de cristianos, en las que tantas veces ha entrado Jesucristo por medio de la santa comunión, y por esto debéis absteneros de proferir palabras lujuriosas, que son un veneno infernal” (cfr. Sermón 265, E. B., app.). San Pablo escribe: “Vuestra conversación sea siempre con agrado, sazonada con buena gracia” (Colosenses, 4, 6). Es decir, mezclad en la conversación algunas palabras santas que muevan a los que escuchan a amar a Dios y a retraerlos de ofenderlo. No nos avergonzaremos de parecer discípulos de Jesucristo si no queremos que Jesucristo se avergüence de recibirnos después en el paraíso. Manifestemos a los malos que seguimos la doctrina y los preceptos de Jesucristo; confesemos que somos sus discípulos, para que Él también declare que es nuestro Maestro en la otra vida, como nos lo promete en el Evangelio con estas palabras: “A todo aquel que me confiese delante de los hombres, Yo también lo confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos” (San Mateo, 10, 32). De esta suerte cumpliremos con su santa Ley y después de esta vida mereceremos disfrutar de su compañía en la eterna.

San Alfonso María de Ligorio

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