domingo, 5 de julio de 2009

Homilías dominicales


LA LEY NUEVA,
PERFECCIÓN DE LA ANTIGUA

Dice Jesús: “No penséis que he venido a abrogar la ley y los profetas” (Mt. 5, 7). ¿Por qué dice tal cosa? Aquellas gentes andaban muy apegadas a su ley y, por otra parte, acusaban al Señor de serle contrario y de no observar el sábado. Por eso, cuando se trata de algo que parece contrariarla, andaba con sumo cuidado, apelando, para justificarse, unas veces a su dignidad personal, v.gr.: Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro Yo también; o a ejemplos humildes, como el de aquel que socorre en sábado a una caballería en peligro, y otras, como en este caso, a demostrar que no hace sino perfeccionar la ley.

Vino a cumplir con los profetas y con la ley. Con los profetas, verificando sus predicciones. Con la ley, de tres maneras. La primera, siendo un cumplidor exacto de sus preceptos. La segunda, consiguiendo para nosotros los fines que la ley intentaba y no conseguía, a saber, hacernos justos, cosa que aquélla deseaba y no podía. La tercera es perfeccionándola, porque el precepto de no irritarse no abroga, sino que perfecciona el de no matar. Y así ocurre con todos ellos.

“Yo os digo que, si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de loa cielos”: Llama aquí justicia a toda la virtud… Y advierte la ventaja de la ley de gracia, porque a los discípulos, todavía tiernos, los quiere mejores que los maestros de la ley antigua, pues no hablaba aquí precisamente de los escribas y fariseos prevaricadores, sino de los observantes, ya que, de no ser tales, no hubiera dicho de ellos que tenían justicia ni hubiese comparado la justicia que no existía con la justicia real y verdadera. Y he aquí cómo da importancia a la ley antigua comparándola con la nueva, pues en ello hace ver que le es próxima: no tacha la ley antigua, quiere que logre más extensión…

Por todas partes es claro que, si Cristo no imponía la ley antigua, no era porque fuese mala, sino porque era tiempo de otros mandamientos mayores. Ya, pues, que los premios son mayores y mayor la virtud de parte del Espíritu Santo, con razón exige también mayores combates. Porque no es ya lo que se promete una tierra que mana leche y miel ni vejez dichosa, sino el cielo y los bienes celestiales, la adopción de hijos, y la hermandad con el Unigénito, y la comunidad de la herencia, la gloria, el reino y todos aquellos premios infinitos. Y que también gozamos de mayores auxilios, como dice San Pablo en Romanos 8,1-2.

Para que esto sea más claro, Jesús se pone en la misma línea que el Padre, que fue quien dictara el Decálogo. Los profetas hablaban y decían: “Esto dice el Señor”. Jesús habla en nombre propio.
El que se “irrita, sin razón contra su hermano, será reo de juicio” (Mt. 5, 22). Jesús no quitó del todo la ira; en primer lugar, porque no es posible que uno, mientras no deje de ser hombre, se libre de las pasiones; en segundo lugar, porque esta pasión es útil si sabemos usar de ella convenientemente. Miremos cuántos bienes obró la ira que en otro tiempo mostró Pablo a los corintios…

¿Cuál es el tiempo conveniente de la ira? Cuando no nos vengamos a nosotros mismos, sino que reprimimos a otros petulantes y convertimos a los desidiosos. ¿Cuál es el tiempo importuno? Cuando nos vengamos a nosotros mismos. Así lo afirmaba San Pablo: “No os toméis la justicia por vosotros mismos, amadísimos, antes dad lugar a la ira” (Rom. 12, 19). Cuando luchamos por causa del dinero. Y así, también prohibió esto, diciendo: “¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no ser despojados?” (I Cor. 6, 7). Porque, así como esta ira es superflua, así aquélla es necesaria y provechosa. Pero los más obran al revés, enfureciéndose como fieras cuando son agraviados, y siendo relajados y muelles cuando ven ultrajado al prójimo, cosas ambas contrarias a las leyes evangélicas. No está, pues, la culpa en airarse, sino en airarse inoportunamente. Por lo cual decía también el profeta: “Irritaos y no pequéis” (Sal. 4, 5).

“Y el que le dijere «loco», será reo de la gehenna del fuego” (Mt. 5, 22). A muchos parece grave y pesado este precepto, si ha de entenderse que por una sola palabra hemos de sufrir tan gran castigo; algunos dicen que esto se dijo por exageración…

¿Por qué parece pesado el precepto? La mayor parte de los castigos y pecados se originan en las palabras: por ellas se dicen blasfemias; por ellas el renegar de Dios, las calumnias, los ultrajes, los perjurios, los falsos testimonios y los mismos homicidios. No veamos, por tanto, que es meramente una palabra, sino más bien a si acarrea o no mucho peligro. En tiempo de enemistad, cuando se enciende la ira y se inflama el ánimo, aun lo más íntimo parece grande, y lo no muy injurioso, pesado. A menudo estas pequeñeces han producido asesinatos y derribado ciudades enteras. Porque, así como, cuando hay amistad, aun lo molesto se reputa leve, así, cuando hay enemistad, aun lo pequeño parece intolerable, y, aunque se haya dicho con sencillez, se juzga dicho con perversa intención. Para cortar de antemano con esto, Cristo condenó a juicio al que se irrita sin motivo, y por esto dijo: “el que se irrita será reo de juicio, y al que dice «raca», será reo ante el sanhedrín”. Todavía no es bastante, pues se trata de castigos de esta vida; por eso, al que llamara “loco” a su prójimo, le amenazó con el fuego del infierno… También San Pablo excluyó del Reino de los Cielos no sólo a los adúlteros y los afeminados, sino también a los maledicientes.

Grande es el cuidado que tiene de la caridad. En efecto, ella es, más que ninguna otra virtud, la madre de todos los bienes, el distintivo de los discípulos y el compendio de todas nuestras cosas. Justamente, pues, arranca las raíces y cierra las fuentes de la enemistad, que la corrompen. No creamos exagerado lo que dice, antes consideremos los males que corrigen estas leyes: nada desea Dios en tanto grado como que estemos unidos y en armonía. Por eso, ya por sí mismo, ya por sus discípulos, tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento, exaltó así este mandato, y es terrible vengador de los que lo desprecian. Nada hay que induzca más al mal como suprimir la caridad. Por eso decía: “Por exceso de la maldad, se enfriará la caridad de muchos” (Mt. 24, 12).

No para solamente en lo dicho, sino que aún añade más para demostrar la importancia de esta virtud: así, después de amenazar con el sanhedrín, con el juicio y con el infierno, agrega otras palabras en consonancia con las primeras: “Si vas a presentar una ofrenda en el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra tí, deja tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda”. ¡Oh bondad! ¡Oh benignidad superior a toda ponderación! No hace caso del honor propio, sino del amor del prójimo, y da con ello a entender que ni aun las primeras amenazas procedían de enemistad ni deseo de castigo, sino de intensa caridad. ¿Puede haber palabras de mayor mansedumbre? Interrúmpase, dice, mi adoración para que permanezca tu caridad, porque también es sacrificio la reconciliación con el hermano. No dijo: Después de haber presentado tu ofrenda ni antes de presentarla, sino que, estando ya la ofrenda delante y comenzado el sacrificio, le envía a reconciliarse con el hermano; y no es terminado el sacrificio ni antes de ofrecerlo, sino teniéndolo ya presente, cuando le manda correr a la reconciliación.

¿Cuál es el motivo por el que ordena obrar de este modo? Dos son los que nos da a entender y pretende: el primero, mostrarnos que estima mucho la caridad, la tiene por el mayor sacrificio y sin ella no recibe los otros; el segundo, establecer la necesidad ineludible de la reconciliación. Aquel a quien se manda no ofrecer el sacrificio sin haberse primero reconciliado, ya que no sea por la caridad con el prójimo, al menos por no dejar el sacrificio imperfecto, se verá estimulado a correr hacia su hermano ofendido y deshacer la enemistad. Por este motivo habló aquí con tanta ponderación, para al mismo tiempo atemorizarlo y excitarlo. Habiendo dicho: Deja tu ofrenda, no se detuvo, sino que añadió delante del altar, moviéndolo a horror sagrado aun por la consideración del lugar mismo. Y ve; no dijo simplemente ve, sino que añadió primero, y luego vuelve a presentar tu ofrenda. Con esto declaró que los que están mutuamente enemistados no son aptos para la misma sagrada mesa… Así, pues, cuando ofrezcas una oración estando enemistado, es mejor que la dejes y corras a reconciliarte con tu hermano, y entonces podrás ofrecerla.

Por esto, por unirnos a todos, se hicieron todas las cosas; por esto Dios se hizo hombre y obró todas aquellas maravillas. Aquí envía al ofensor en busca del ofendido; mas en la oración envía al ofendido en busca del ofensor y los reconcilia. Allí dice: Perdonad a los hombres sus deudas… Si haces las paces con él, añade, por la caridad que con él guardas, también a mí me tendrás propicio, y podrás confiadamente ofrecer tu don. Mas, si todavía te inflama la ira, considera que aun Yo mismo mando de buen grado que se abandonen mis cosas para que ustedes se amiguen. Sírvate esto de consuelo en la ira. No dijo: Cuando hubieres sido gravemente injuriado, entonces reconcíliate, sino cualquier cosa que tuviere contra ti. Y no añadió: Bien sea con justicia o bien sin ella, sino simplemente: Si tuviere algo contra ti.

Porque, aun cuando sea con justicia, ni aun así conviene fomentar la enemistad, pues también Jesucristo estaba con toda justicia irritado contra nosotros, y, sin embargo, se entregó a la muerte y no tomó en cuenta nuestros pecados.

San Juan Crisóstomo

1 comentario:

Anónimo dijo...

Magnifica la interpetacion del Gran Maestro de Oriente, a las enseñanzas de Nuestro Señor.
Parece haber sido escrito en nuestros tiempos.
Es evidente que los grandes no tienen tiempo, estan por encima de los tiempos.