domingo, 22 de febrero de 2009

Lecturas dominicales


ÉL PARA MÍ
Y YO PARA ÉL

“Dilectus meus mihi et ego illi”
“Mi amado para mí y yo para Él” (Cantares, II 16)

Ser poseído de Jesús y poseerlo, he ahí el soberano reinado del amor; he ahí la vida de unión entre Jesús y el alma alimentada con el don recíproco de entrambos. El amado es mío en el Santísimo Sacramento, porque se me da en don entero y perfecto, personal y perpetuo: así debo ser también yo suyo.

Dilectus meus mihi. En cualesquiera otros misterios, en todas las demás gracias Jesucristo nos da alguna cosa: su gracia, sus merecimientos, sus ejemplos. En la sagrada Comunión se da por entero a sí propio. Se da con entrambas naturalezas, con las gracias y merecimientos de todos los estados por donde pasó. ¡Qué don! Totum tibi dedit qui nihil sibi reliquit: Quien lo da todo es el que nada guarda para sí. ¿No es así el don eucarístico? ¿De dónde sino de su Corazón abrasado de ilimitado amor al hombre le pudo nacer a Nuestro Señor el pensamiento de darse en esta forma? ¡Corazón de Jesús, Corazón infinitamente liberal, sed bendito y alabado por siempre!

Como Jesucristo nos ama a cada uno individualmente, se da también a cada uno de nosotros. Poco suele conmover el amor general. Mas al amor que personalmente se nos demuestra ya no resistimos. Hermosísimo es el que Dios haya amado al mundo; pero que me ame a mí, que me lo diga y que para persuadirme de ello se me dé: he aquí el triunfo de su amor. Porque Jesús viene para mí; podría decir que viene para mí solo. Soy el fin de este misterio de poder y amor infinitos que se realiza sobre el altar, pues en mí tiene su término y en mí se consuma. ¡Oh amor! ¿Qué os podré dar en correspondencia? ¡Ocuparse así Jesucristo en pensar en mí, pobre criatura; llegar a ser yo el fin de su amor! ¡Oh, vivid, Dios mío, y reinad en mí; no quiero que me hayáis amado en balde!

No se arrepiente Dios de habernos hecho este magnífico don, sino que lo hace para siempre. No deja de inspirar algún temor o tristeza una felicidad que debe acabar un día, y hasta el cielo dejaría de serlo si hubiera de tener fin, porque la bienaventuranza que nos proporcionase no sería del todo pura y sin mezcla. La Eucaristía, al contrario, es un don perpetuo que durará tanto como el amor que la ha inspirado. Contamos para creerlo con una promesa formal. Jesús sacramentado cerrará la serie de los tiempos, y hasta el fin del mundo se quedará con la Iglesia, sean cuales fueren las tempestades que se desencadenen.

¡Qué felicidad la mía! ¡Si tengo a Jesús en mi compañía, en mi posesión y en mi propiedad! Y nadie puede arrebatármelo. Como el sol, lo encuentro en todas partes, todo lo alumbra y vivifica. Me seguirá y me sostendrá hasta el puerto de salvación, como compañero de mi destierro y pan de mi viaje. ¡Oh! ¡Dulce destierro, amable viaje en verdad el hecho con Jesús en mí!

Et ego illi. Debo ser para Jesucristo del propio modo que Él es para mí, sin lo cual no habría verdadera sociedad.

Ahora bien: así como Jesús no piensa ni trabaja sino para mí, así no debo yo vivir más que para Él. Él debe inspirar mis pensamientos y ser el objeto de mi ciencia (si no, no le pertenecería mi entendimiento), el Dios de mi corazón, la ley y el centro de mis afectos. Todo amor que no sea según Él, todo afecto que de Él no proceda, ni more en Él, ni lo tenga por fin, impide que la unión de mi corazón con el suyo sea perfecta. No le doy de veras mi corazón, si me quedo con algo del mismo.

Jesús debe ser la soberana ley de mi voluntad y de mis deseos. Lo que Él quiere, quiero yo; no he de tener más deseos que los suyos. Su pensamiento debe regular los movimientos todos de mi cuerpo e imponer a sus sentidos modestia y respeto de su presencia. Lo cual no es otra cosa que el primer mandamiento en acción: Diliges, amarás a Dios con todo tu corazón, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas.

El amor es uno en su afecto y universal en sus operaciones; todo lo guía con arreglo a un solo principio, que aplica a todos los deberes, por variados que sean.

¿Soy enteramente de Jesús? Es esto para mí debe de justicia aún más que de amor y de fidelidad a la palabra dada, que Jesús ha aceptado y sancionado con sus gracias y favores.

Jesús me da su propia persona por entero; luego yo le debo dar todo mi ser, mi persona, mi individualidad, mi yo. Para hacer esta entrega, que renuncie a toda estima propia y final, esto es, a la estima que, sin ir más lejos, me tuviera a mí por fin a causa de las cualidades, talentos o servicios que hubiere prestado. Con la delicadeza de una esposa, que no quiere cautivar más que el corazón, ni admite más atenciones que las de su esposo, he de renunciar a todo afecto que sólo fuera para mí.

Como no sea para conducirlos a Jesús, único que lo merece, no quiero que otros me profesen cariño. Dar mi personalidad es renunciar a mi yo en los placeres, ofreciéndoselos a Jesús, es guardar en mis penas para Él solo el secreto de las mismas. Jesús no llega a vivir en mí sino cuando se trueca en la personalidad, el yo que recibe la estima y el afecto que se me profesa; en tanto no sea así, soy yo quien vivo y no Él solo.

Finalmente, para corresponder al perpetuo don que de su Eucaristía me hace Jesús, debo yo ser siempre suyo. Los motivos que tuve para comenzar a amarlo los tengo también para continuar amándolo, y aun mayores, porque van siempre creciendo y cada día que pasa urgen más por cuanto todos los días renueva Jesús para mí sus prodigios de amor.

Debo, por tanto, pertenecerle con igual entrega y donación en toda vocación, en cualquier estado interior, lo mismo al llorar de pena como en el tiempo del gozo, en el fervor como en la aridez, así en la paz como en la tentación, en la salud como cuando se sufre; como quiera que Jesús se me da en todos estos estados, debo ser para Él en unos como en otros.

Debo asimismo pertenecerle en cualquier empleo: los diversos trabajos a que su providencia me destina no son más que apariencias exteriores, diferentes formas de vida; en todas ellas se me da Jesús, pidiéndome que por mi parte le haga donación de mí mismo.

¿Quién me separará del amor de Cristo que está en mí y en mí vive impulsándome y apremiándome a que lo ame? Ni la tribulación, ni la angustia, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la persecución, ni la espada; todo esto lo sobrellevaremos por amor de quien tanto nos amó primero.

Puede uno ser para Jesús de tres maneras.

Primero por el amor de la ley, que cumple con el deber y con eso se contenta. Este amor es necesario a todos, es el amor de la conciencia que tiene por norma no ofender a Dios. Caben en él varios grados y puede llegar a una gran perfección.

Pensando en lo que para Dios, como creador, redentor y santificador, tendría derecho a exigirnos, es para asombrarse que tenga a bien recompensar este primer amor. Hácelo, con todo, su inmensa bondad, y el que no practicara más que esta fidelidad al deber llegaría a ganar el cielo. ¡Pero muchos, triste es decirlo, ni aun esto quieren!…

Viene en segundo lugar el amor de abnegación, que es el de tantas almas santas que en el mundo practican las virtudes de la vida cenobítica: vírgenes fieles, verdaderos lirios entre malezas, solícitas esposas que gobiernan la familia con la mira puesta en Dios y no educan a sus hijos más que para su gloria, viudas consagradas a servirlo en las obras de oración y de asistencia al prójimo; éste es también el amor que conduce al monasterio a los religiosos. Es grande este amor, libre y tierno; mueve el alma a ponerse a disposición del divino beneplácito, y da mucha gloria a Dios: es el apostolado de su bondad.

Pero por encima de todos campea el amor real del corazón, que es el del cristiano que da a Dios, no sólo su fidelidad y piedad y libertad, sino también el placer de la vida. Sí; hasta el placer, hasta el legítimo goce del placer de la piedad, de la vida cristiana, de las buenas obras, de la oración y de la Comunión. Ofrecer en sacrificio a Dios, a su beneplácito, los gozos y placeres espirituales, ¿quién lo hace?

Renunciar al contento, a los placeres íntimos y personales o sufrir amable y silenciosamente para Jesús, único confidente, consolador y protector, ¿a quién se le ocurre semejante cosa? Pero ¿será esto posible? Sí; es posible para el verdadero amor. No consiste en otra cosa la verdadera delicadeza del amor, su verdadera eficacia y hasta diré que su inefable dicha: Superabundo gaudio in omni tribulatione nostra. Reboso de gozo en medio de mis tribulaciones, exclamaba San Pablo, aquel gran amante de Jesús.

¡Ojalá podamos también nosotros decir: Jesús me basta; le soy fiel; su amor es toda mi vida!

San Pedro Julián Eymard

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