jueves, 30 de octubre de 2008

El cumpleaños infeliz


CARA O CRUZ

Se ha repetido ya muchas veces que el mejor ardid del demonio es convencernos de su inexistencia. Hábil en intrigas y ocultamientos, el escondite de su propia realidad es la garantía de su éxito. Actuar negando la entidad del sujeto le otorga eficacia a la acción e impunidad al responsable. La simulación y el fraude son pues, parte substancial de su trabajo; y ha de tener forzosamente algo de endemoniado quien hace de su función una impostura y una trapacería permanente.

Mas siendo cierto lo antedicho, y sin que importe una contradicción con ello, parecería que hoy ya no se pretende negar la existencia del Demonio sino afirmar la conveniencia de su figura y el carácter positivo de su presencia. Entronizarlo como ídolo intangible y, revestido previamente de ángel de la luz, exhibirlo bajo la faz bonachona y positiva de un prometedor de utopías. Con algo de víctima incomprendida por el pasado y mucho de fulgurante dinamizador del cambio y del futuro. Ya no el monstruo que atemorizaba en la soledad a los supersticiosos, sino el mascarón sonriente que encandila y saluda a las multitudes. Ya no el oculto por su fealdad visible, sino el visible por su fealdad ocultada. Y ya no más el impresentable y el negado por su ruindad, sino el ruin presentable y caracterizado de afable.

Hay indudablemente una distancia —pero también un camino directo que la recorre y unifica— entre el escamotear aviesamente a Satán y el pedir con descaro su mandato, entre el fingir su inconsistencia y el proclamar su candidatura. Pero tácticas variables y complementarias, apuntan en el fondo a un mismo fin: segar a Dios de las almas y de los pueblos, apartar de Dios las inteligencias, las voluntades y los corazones. Tácticas reversibles e intercambiables, decimos, pero cuyos responsables tienen nombres y rostros conocidos que al revés o al derecho ya no pueden engañarnos. Janos modernos —remozados y maquillados— míreselos como se los mire, son la cara de la culpa y del odio. Mas el solo hecho de su bifrontalidad caricaturesca y luciferiana, el solo hecho de adquirir un fondo endemoniado tras una apariencia apacible, habla a las claras de una degradación de lo humano, de una atrofia del señorío y de una ausencia de la univocidad propia de lo noble. Algo sabía de esto Dostoievski cuando nos describe a Pedro Verjovenski en Los Endemoniados.

Por eso, muchas explicaciones cabrá dar sobre la actual situación argentina. Analistas y politicólogos mercan con la tragedia nacional como con un producto abaratado y en oferta. Pero no podrá inteligirse plenamente nuestro drama, ni proponerse seriamente su regeneración, sin una perspectiva teológica como la que dejamos entrever. Lo que hoy acontece en la Patria es, estrictamente hablando, diabólico. Es la Revolución Mundial Anticristiana avanzando descontroladamente, es el Judaísmo y la Masonería cogobernando a sus anchas; es el liberalismo y el socialismo repartiéndose el patrimonio material y cultural, es el marxismo y sus socios adueñándose como gavillas en rapiña de cuanto topan a su paso. Es el primado de la impostura y la inmoralidad, la tiranía de la subversión y la perversidad de la democracia. Es la Sinagoga de Satanás, como lo dijo para siempre León XIII, y el enseñoreamiento de Satán en la Ciudad del que tan bien habló Marcel de la Bigne. Era él justamente, el que explicando con trazos magníficos el dominio del Maligno sobre el cuerpo social y político, sintetizaba acertadamente la cuestión en la falacia de la soberanía popular. Y es cierto; porque secularizado el poder no queda otra cosa más que todas las formas de la rebelión del hombre contra el Creador. Pero de un hombre que ha hecho del pecado original un grito de liberación, de la masificación un motivo de orgullo, y de la suma de sus desvaríos la omnipotencia numérica de sus derechos. Así, el despotismo de la cifra y la adulación de la cantidad que comporta el mito de la soberanía popular erigido en suprema razón de los estado, va justificando y convalidándolo todo: desde el desmembramiento territorial hasta la corrupción de la moral y de las costumbres; desde la destrucción de la familia hasta la profanación de la Cruz; desde el empobrecimiento físico de la población hasta su vejamen espiritual. Siempre es el guarismo, la aritmética, la estadística o el censo lo que se invoca para legitimar las tropelías. Siempre es la prevalencia de lo más y el griterío de los acumulados, siempre es el cálculo contra la Unidad Indivisa de la Verdad, siempre es el volumen basto del averno contra la longitud etérea del Cielo. Lo que acontece en la Patria, sin dudas, es algo propiamente diabólico.

Y se entiende que en una nación ganada por las huestes del Gran Farsante no pueda sino prevalecer la mentira y la confusión deliberada, las intrigas palaciegas y las urdimbres viscosas en las que se enriedan sus mismos agentes. Porque cuando no se reconoce a Dios, pasa lo que vociferaba Sartre: “el Infierno son los otros”. Que lo diga si no —es un ejemplo— el enfermo Germán López. En manos de los lacayos del Padre de la Mentira, la Argentina está rodeada de embustes.

Mentira en el lenguaje oficial incapaz de definir y siempre pronto para adormecer y profanar. Mentira en la diplomacia reducida a la cobardía de los conciliábulos y a los enjuagues de las trastiendas. Mentira en la economía programada para los usureros y los tecnócratas. Mentira en la educación convertida en lavado de cerebros contra la rehabilitación de la inteligencia. Mentira en la seguridad pública librada a la indefensión y a las agresiones de toda índole. Mentira en las promesas demagógicas y en las bravatas comiteriles, mentiras en el parlamento y en los despachos públicos, en los balcones del oprobio o en los sillones académicos. Mentira en la oposición cómplice y envidiosa por no poder mentir desde el poder. Mentira en los atentados y en las investigaciones, en los repudios y en las interpelaciones ministeriales. Mentiras, en fin, en las invocaciones cívicas imbecilizadas de pacifismo y en las voces trémulas y psudoprotestatarias de los que debieran defenderse como siempre se han sabido defender los varones.

En este estado de cosas, este caos que es fruto causal y metódico de la negación del Orden, tiene en la persona de Alfonsín a su primer responsable y a su más penosa encarnadura. Lo decimos expresamente ante ese entorno servil de amanuenses que tratan de preservarlo y de mantener incólume su imagen. Pero su imagen es la que mostramos hoy, y que cada vez más, se vuelve nítida para la indignación nacional. Es la cara de un enemigo de Dios y de la Patria. Es el anverso y el reverso de la misma negación de Cristo y de la Fe Fundadora. Es la cara de la traición al ser nacional, de la claudicación de la estirpe y de la construcción de una factoría materialista e impía. Por eso es bueno repetirlo: cara o Cruz.

Nosotros —que hemos crecido y amado a la sombra del Crucifijo— sabemos bien lo que es el demonio. Sabemos de su vileza incurable como de su final ruinoso, para él, para sus pompas y para todos sus sirvientes de turno. Sabemos que Satán está en la Ciudad, pero la ciudad se llama de la Santísima Trinidad y de Santa María de los Buenos Aires, e “ipsa conteret caput tuum”. Ella misma —vencedora imparable en la lucha final— le aplastará la cabeza al Infame.

No. No es el Maldito el que nos amedrenta. Son los católicos tibios y rendidos. Los que todavía creen que se puede edificar una segunda república y no entienden que hay que restaurar en Cristo Rey la que tenemos despojada y en servidumbre. A ellos, el consejo sabio del Padre Ribadeneyra de andar “apercibido y armado”. A los nuestros la certeza de que “de todo laberinto se sale de arriba”. Arriba, bien alto, donde las águilas no cierran sus alas imperiales. Donde el Arcángel que custodia la Argentina ya tiene desplegado el Campamento.

Antonio Caponnetto

Nota: Este artículo, que íntegramente reproducimos, apareció por vez primera en el número 101 de la revista “Cabildo”, segunda época, año X, en el mes de junio de 1986.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Feliz cumpleaños, Falange


FUNDACIÓN DE
LA FALANGE


Por fin, el 29 de octubre de 1933, José Antonio, Ruiz de Alda y Alfonso García Valdecasas presentan, en el Teatro de la Comedia, el Movimiento que nace ese día, y que había ido configurándose en las reuniones de Chamartín, “La Ballena Alegre” y la casa del Marqués de Bolarque. Como persona de respeto habían puesto en la presidencia del acto a Narciso Martínez Cabezas, al que cariñosamente llamábamos “el abuelo”, porque tenía bastantes años más que nosotros. Narciso habló, en primer lugar, para presentar a los oradores; luego lo hicieron Alfonso García Valdecasas y Julio Ruiz de Alda, y, por fin, José Antonio, que nos explicó lo que, según él, debían ser las bases doctrinales de ese Movimiento: la unidad de España, la justicia social, ni izquierdas ni derechas; José Antonio habló así:

“…El Movimiento de hoy, que no es de partido, sino que es un Movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas. Porque en el fondo la derecha es una aspiración a mantener una organización económica, aunque sea injuta, y la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una organización económica, aunque al subvertirla se arrastren muchas cosas buenas. He aquí lo que exige nuestro sentido todal de la Patria y del Estado qu ha de servirla:

“— Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino.

“— Queremos… que no se canten derechos individuales de los que no pueden cumplirse nunca en la cas de los famélicos, sino que se dé a todo hombre, a todo miembro de la comunidad política, por el hecho de serlo, la manera de ganarse con su trabajo una vida humana justa y digna.

“— …Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia no nos detengamos ante la violencia, porque, ¿quién ha dicho al hablar de «todo menos la violencia» que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y las pistolas cuando se ofende a la justicia y a la Patria…”

Estos planteamientos causaron estupor entre los grupos de derechas, que esperaban de José Antonio una defensa más en consonancia con sus principios. A nosotros aquello no nos cogió de sorpresa porque habíamos ya vivido en nuestra casa de Chamartín los prolegómenos de la Falange.

Asistimos al acto mi hermana Carmen, mis dos primas, Inés y Lola, y yo, con Luisa María de Aramburu, y en el mismo momento en que habló José Antonio yo quedé decidida a entregarme a la Falange con todas mis fuerzas, y también mis dos primas, Inés y Lola, a las que, por esta causa, le tocó vivir difíciles vicisitudes. Inmediatamente quisimos afiliarnos, pero al principio no querían admitir mujeres, y en vez de aceptarnos como afiliadas nos incorporaron al S.E.U., donde figuraban ya como etudiantes Justina Rodríguez de Viguri y Mercedes Fórmica. Por cierto que Justina se tuvo que inscribir como “Justino”, porque cuando ella lo hizo no admitían mujeres; después fue nombrada por José Antonio delegada nacional del S.E.U.

Pilar Primo de Rivera

Nota: Estos párrafos han sido tomadaos de su libro “Recuerdos de una vida”, de Ediciones Dyrsa, 3ª edición, diciembre de 1983.

lunes, 27 de octubre de 2008

In memoriam

EN NUESTRO AFÁN

“…Te velará la sombra de los héroes
y de toda la epopeya americana;
y aquéllos tus ejércitos civiles
abatirán las lanzas enlutadas.
Otra generación que ya anunciamos

de este mezquino engaño liberada
arrancará a la entraña de los Andes
moles de cuarzo para alzar tu estatua”.

Marcos P. Rivas

domingo, 26 de octubre de 2008

Último domingo de octubre


FIESTA DE CRISTO REY

Con su encíclica Quas primas, este Pontífice Romano proclamaba al mundo: “Jesucristo es Rey”. Sin este Rey no hay justicia, no hay abundancia, no hay paz. Por eso es necesario que Él reine: “Opportet illum regnare”. “¡Viva Cristo Rey!”

Un arcángel fue enviado a una Virgen llamada María a decirle: “Serás Madre, pero quedarás Virgen. No temas. Tendrás un Hijo que Dios pondrá sobre el trono de David, su Padre, y reinará para siempre y su reino no tendrá fin” (San Lucas, 1:32).

El Hijo de María, entonces, el Cristo, el Ungido de Dios, subiría al trono de David. ¿Cómo podría reinar eternamente sin ser Rey? Luego, Cristo es Rey.

Cuando después nació en plena noche, Su Madre, rechazada en todas las posadas, lo puso en un pesebre y lo envolvió en pañales. Los cielos se conmueven; una nueva estrella aparece en lo alto movilizando a reyes de lejanas tierras al lado del Rey de los Reyes. Llegando a Jerusalén los magos preguntan: “¿Dónde está Aquél que ha nacido Rey?”

Jesucristo es Rey desde el primer instante. Si no hubiera sido Rey: ¿Por qué aquellos reyes de Oriente viajaron tanto por él? ¿Por qué Herodes le tuvo tanto miedo? (San Juan, 14:15). Porque Cristo es Rey.

Y crecerá este niño que lleva sobre sus hombros el imperio (Isaías, 9:6) y después de haber mandado a las aguas, a los vientos y a los hombres, exclamará: “Guardad mis Mandamientos” (San Juan, 14:15). ¿Quién puede hacer leyes? ¿Quién puede obligar a observarlas, si no es rey? Luego, Cristo es Rey.

Al amanecer de un Viernes, Poncio Pilatos, gobernador de Roma en Judea, se encuentra con que la multitud le lleva un hombre para que lo juzgue. Pilatos pregunta: “¿De qué acusáis a este hombre?” Le contestan: “Condenadlo porque se hizo Rey. Si lo sueltas no eres amigo del César; porque todo el que se hace Rey va contra el César”.

Pilatos, entonces, se vuelve al Detenido y le pregunta: “¿Es verdad que tú eres Rey?” Y Nuestro Señor solemnemente responde: “Es verdad. Tú lo has dicho”. Luego, Cristo es Rey.

En el Calvario se levantaban tres cruces. A diestra y siniestra colgaban dos ladrones. En la del centro, en lo alto, había una inscripción: “Iesus Nazarenus, Rex Iudæorum”, “Jesucristo Nazareno, Rey de los Judíos”.

¡Qué Rey tan singular! A su voz, el sol se obscurece; el cielo se cubre de tinieblas; la tierra se estremece.

¡Qué Rey tan singular! Es un Rey que tiene por trono una cruz; por corona, un enjambre de espinas; por manto púrpura, su propia sangre cuajada sobre las espaldas. Y, sin embargo, allí reinaba.

Cuando la Muerte sobreviene a los demás reyes, sus reinados finalizan. Este Rey Divino, por el contrario, comienza a triunfar cuando muere: “Cuando sea exaltado, todo lo atraeré a Mí”.

Hasta el ladrón a Su diestra lo percibe y en las angustias de la agonía, dirigiéndose al Salvador, dice: “Cuando estés en tu reino, oh Señor, acuérdate de mí”. Entonces ¡el Crucificado tiene Su reino! Luego, Cristo es Rey.

Los Once Apóstoles habían ido a Galilea. Y, he ahí, que en lo alto de un monte aparece el Señor Resucitado. Todos se postraron, adorándolo. Nuestro Señor avanza hacia ellos con los brazos abiertos, diciendo: “Me fue dado todo poder en el cielo y en la tierra; id y enseñad a todas las naciones” (San Mateo, 28:18).

¿Ha existido por ventura en este mundo un rey que tuviera todo el poder en el cielo y en la tierra? Ni Ciro, ni Alejandro Magno, ni Augusto, ni Carlomagno ni Napoleón tuvieron poder alguno en el cielo; sólo un poco en la tierra.

No mandaban al mar, ni al viento, ni a las enfermedades, ni al pan, ni a los peces, ni a todos los hombres. Mas Jesucristo manda sobre todo y a todos y para siempre. Luego, Cristo es Rey Universal y Eterno. Y Su Reino es un Reino de consolación y de gozo.

Nuestro Señor no es Rey para afligir con impuestos a sus súbditos; ni para armarlos de hierro y fuego y llevarlos a matarse los unos a los otros. Cristo es Rey para guiarlos por el camino al cielo; para asegurarles la salvación eterna y llevarlos al reino de los cielos, con la Fe, con la Esperanza y con la Caridad.

Por eso Nuestro Señor Jesucristo Rey nos invita a seguirlo con estas consoladoras y paternales palabras: “Vosotros todos, enfermos, cansados, agobiados, venid a mí que Yo os aliviaré. Mi yugo es suave, mi carga es ligera”.

Los súbditos del Reino de Nuestro Señor no se vuelven esclavos, ni son siervos, sino todos elevados a ser amigos y hermanos del Rey y, por consiguiente, hijos de Dios.

¡Oh maravillosa suerte! ¡Qué gloria ser súbditos y hermanos del Rey Eterno e hijos de Dios!

* * *

El domingo 9 de febrero de 1527, se reunió en Florencia todo el señorío de la ciudad: Los mil cien consejeros, los priores, los jueces y los capitanes.

En medio del solemne silencio, tomó la palabra el magnífico “Vexilieri” de Justicia, Nicolás Capponi. Después de haber pronunciado un discurso inspirado en el amor a la patria, y delirante de ardor religioso, se arrodilló en medio de la magna asamblea, exclamando: “…Y propongo a Florencia proclamar a Cristo, «Rey de los Florentinos»”.

Todos aplaudieron entusiasmados.

Sobre la puerta del “Palazzo della Signoria”, que se abre entre los cuadros del David de Miguel Ángel y el Hércules de Bandinelli, fue puesta una lápida con la siguiente inscripción:

“Jesucristo, Rey de los Florentinos”.

Escribamos también nosotros estas palabras sobre la puerta de nuestras casas, para que ninguno de nuestros seres queridos se atreva a transgredir los mandamientos de ese Rey cuyos súbditos fieles debiéramos ser. Escribámoslas, asimismo, en nuestro corazón.

¡Ah! Si todos los hombres y todas las familias se consagraran sinceramente a Nuestro Señor Jesucristo, entonces no sólo una ciudad, sino todo el mundo, sería Su amoroso súbdito.

“A Ti, oh príncipe de los siglos; a Ti, oh Cristo, Rey de las Gentes; a Ti te confesamos, ¡único Señor de las inteligencias y de los corazones!”

¡Viva Cristo Rey!

Architriclinus

sábado, 25 de octubre de 2008

In memoriam


JORDÁN BRUNO GENTA

1974 - 27 de octubre - 2008

Se llamaba Jordán Bruno Genta, aunque algunos todavía no sepan escribir ni pronunciar su nombre.

Jordán, palabra aguda de resonancias graves y luminosas, como el río en el que recibió el bautismo Nuestro Señor Jesucristo. Bruno, fuerte como coraza o armadura, en antigua semántica germana.

Dios se las ingenió para que se cumpliera el poema: mira que al dar un nombre se recibe un destino.

Enseñó la Verdad Católica, Apostólica y Romana, en plena y continua comunión con la Cátedra de Pedro.

No aprobó jamás los procedimientos castrenses irregulares y clandestinos para combatir al marxismo. Clamaba por la guerra justa, limpia, frontal y varonilmente librada: la guerra contrarrevolucionaria, de la que fue su más esclarecido doctrinario.

Sostuvo una enemistad firmísima con el comunismo, pero también –y simétricamente- con el liberalismo en todas sus variantes. El liberalismo sigue siendo un pecado, y lo sabía.

No fue democrático. Admiraba a los grandes monarcas santos, a los varones jerárquicos instauradores de gobiernos fuertes, a los jefes aristocráticos, a los Caudillos de la Patria y de Occidente; y hasta respetaba cristianamente a los grandes conductores nacionales a quienes aplastó la conjura aliada en 1945.

La Realeza Social de Jesucristo era su opción política. El Omnia Instaurare in Christo, su lema y su norte. Su divisa flameante e izada bien al tope.

Nunca fundó un partido ni aconsejó formarlo o integrarlo. Nunca creyó en la unidad de los opuestos, ni en la coyunda con liberales y populistas, ni en la acción conjunta con quienes no existe previamente la unidad en el Ser. Repetía con Santa Teresa: “es preferible la Verdad en soledad al error en compañía”. Y con Aristóteles: “en toda juntura entre lo malo y lo bueno, sufre lo bueno”. No mixturaba los contrarios, así como evitaba mezclar el agua con el vino.

Se atrevió a decir lo que otros callaban y aún callan: que hay una culpabilidad judeomasónica tras el drama de la Argentina y tras la derrota de la Civilización Cristiana. Ni el pulso ni la voz tremaron en su cuerpo cada vez que fue necesario opugnar con la Sinagoga de Satanás. Pero tampoco faltó la caridad siempre que un prójimo, fuere quien fuese, se aquerenciaba hasta su puerta.

Denunciaba con bizarría al Imperialismo Internacional del Dinero, y con mirada sobrenatural alertaba contra la acción del Anticristo.

Señaló la naturaleza crapulosa del peronismo, y una por una marcó a fuego las canalladas múltiples de Perón, artífice de la subversión , cohonestador de sus primeros crímenes, y propugnador hasta el final del mundialismo masónico, previo paso por el continentalismo y el socialismo nacional, como repitió hasta el hartazgo. Las tónicos del pasado no son las medias verdades sino la metafísica y la teología.

Expresamente repudió la falsa línea ideológica “San Martín - Rosas - Perón”. Sus arquetipos no eran los incendiarios de iglesias sino los herederos de la estirpe del Cid. Una memoria completa no basta para saberlo. Es necesario una historia veraz.

La teoría de los dos demonios, y la posición de quienes se sienten discriminados porque sólo se ataca a uno de ellos, le hubiera causado repulsión y desprecio. En la patria, no se enfrentaron ni se enfrentan dos demonios sino las dos ciudades agustinianas. Él batalló por la Civitas Dei y cayó en su defensa, heroicamente. No fue la víctima accidental de una refriega terrorista. Fue un combatiente valeroso abatido a mansalva por el enemigo.

No estaba por azar cuando ocurrió el atentado marxista, el 27 de octubre de 1974. Ni recibió una bala casualmente, ni resultó víctima de una explosión que buscaba otro destinatario. La substancia antes que los accidentes explican su caída. Lo habían ido a matar a la puerta de su casa. Un domingo, cuando rumbeaba para la Santa Misa, en la tradicional festividad de Cristo Rey, como después escribieron sádicamante sus verdugos.

Tuercen los hechos quienes dicen que lo mataron por pensar diferente. Lo mataron por pensar verdadero y obrar y vivir en consecuencia.

Cayó con muerte previsible, anunciada, esperada. Con la muerte bella y merecida del mártir. Dio su sangre ofrecida en oblación por la Cruz y la Bandera, por la Fe y por la Verdad Crucificada.

Para inteligir lo sucedido el 27 de octubre de 1974, no hay que acudir a “las sórdidas noticias policiales”, sino al misterio de la Comunión de los Santos.

Que lo hayan matado los mismos que antes y después mataron a tantos otros —¡ay!, tantos hombres de bien!— no quiere decir que lo hayan matado por lo mismo. No lo mataron por lo mismo que buscaban segar las cabezas de mercaderes yanquis, de empleados del Club de Roma, de dirigentes radicales, de empresarios usureros o de gremialistas mencheviques. Los guerrilleros distinguieron en su momento lo que hoy no saben ni quieren distinguir otros.

Y que haya muerto en democracia, bajo un gobierno constitucional, no aumenta las culpas de la guerrilla sino la ingénita perversión de la democracia.

Lo mataron por ser católico y nacionalista. Lo mató el odio rojo por luchar por el Amor de los Amores.

En vida, quisimos ser sus discípulos y seguidores.

Desde que lo asesinaron, no hemos dejado de honrarlo, recordarlo, difundirlo, y darlo a conocer entre quienes no habían tenido la gracia de conocerlo. Lo hicimos sin medios y sin los medios. En soledad, con la conspiración de silencio como sombra amenazante y artera. Lo hicimos —corriendo modestos pero concretos riesgos— sin que se enteraran ni nos acompañaran los que hoy, en buena hora, se han percatado de su existencia y se suman a la partida. Bienvenidos si vienen por la victoria pendiente, antes que por la paz ghandiana. Por el perdón tendido al que se arrepienta y enmiende, y la resistencia empecinada contra los herederos sanguinarios del bolchevismo, enseñoreados hoy sobre la nación.

¿Que importancia tiene que una pseudojusticia mundana —en manos de sodomitas y aborteras— declare alguna vez que su crimen fue de lesa humanidad? ¿Son acaso las categorías de Nüremberg las que glorificarán a nuestros muertos ilustres? ¿Son acaso los criterios del enemigo los que han de blanquear sus memorias insignes? No fue un crimen de lesa humanidad contra los derechos del Salvador el que se perpetró en el Gólgota. Fue el deicidio. Los deicidas siguen matando a los testigos del Gólgota. Y no hay leguleyería internacionalista que alcance para calificar a los victimarios.

Tampoco estamos pidiendo que un tribunal oportunista y mendaz investigue a los autores del homicidio, ni que ciertos pastores cobardes consideren la sola posibilidad de introducir su beatificación.

Ningún secreto encierra la causalidad formal de su asesinato. Los que lo abatieron gobiernan. Sus nombres y sus rostros, son los nombres y los rostros excecrables del Régimen. Caras con muecas sicarias y rictus infames que no logran disimular los avances cosméticos.

Y está a la derecha del Padre, gozando del merecido cielo que alcanzó por asalto, al haber caído como mártir de la Fe en el más estricto y cabal sentido de la palabra. Los mártires de los últimos tiempos no serán reconocidos como tales, escribía San Agustín. No serán reconocidos por los heresiarcas. Pero el Dios de los Ejércitos pasa revista en cada alba, y un ángel arcabucero señala su presencia con un centelleo vertical de luces altas.

De eso se trata este homenaje. De decir la verdad entera.

Jordán Bruno Genta: mártir de Cristo Rey. Jordán Bruno Genta: maestro de la Verdad. Jordán Bruno Genta: católico y nacionalista.

Jordán Bruno Genta: ¡Presente!

Antonio Caponnetto

viernes, 24 de octubre de 2008

Ante el nuevo manotazo de ahogadA


SÉPTIMO MANDAMIENTO:

NO ROBARÁS


“Hay muchos modos de robar.
Hurtando a escondidas.
Tal conducta es vituperable porque
constituye una especie de traición.

Entre los ladrones se cuentan
los malos príncipes y reyes perversos.

Cometen sus tropelías unas veces
solapadamente y otras con violencia.
Otras veces, despojan a sus súbditos
estableciendo leyes sólo con vistas
al lucro, o cometen fraude en los negocios.
Por eso se dice en la Escritura:
«no tendrás en tu bolsa pesas diferentes».
Todos los tiranos que por la fuerza poseen
reinos, provincias o feudos, son ladrones,
y todos ellos están obligados a restituir.
«Yo,el Señor, amo la justicia y aborrezco
la rapiña» (Is. 61, 8)”.

Santo Tomás de Aquino

jueves, 23 de octubre de 2008

Ensayo (y II)


TEILHARD Y EL INFIERNO

Si Teilhard hubiera permanecido asépticamente al margen de la Iglesia, su obra —como la de Schuré o de otros mistagogos más o menos conocidos— habría sido el alimento espiritual de alguna capillita perdida en la oscuridad de sus extravagancias. Desgraciadamente era un miembro activo de la Compañía de Jesús, y por ende un sacerdote católico. Debía actuar en el seno de la Iglesia y desde allí expandir su buena nueva y dar alguna respuesta a los puntos en que su novedad no coincidía con la Tradición. Uno de esos puntos era la existencia de Satanás y la realidad personal de los demonios.

¿Cómo metemos estos resabios esjatológicos de la vieja teología en el terreno de la evolución progresiva? Teilhard hace algunas referencias a la existencia de este abismo de maldad inexplicable en el contexto de su laborioso sistema pero, obligado por sus funciones sacerdotales, hizo de tripas corazón y asumió la pesada faena de integrar estas verdades de fe sin renunciar a su optimismo fundamental.

Cuénot explica que no se trató de una concesión a la fe común, admitida a título provisorio para hacer pasar el resto de sus especulaciones: no estaba en su índole una debilidad de esta naturaleza. Aceptó la existencia del mal y de las fuerzas infernales porque era, antes que nada, un teólogo católico. Pero su religión —se apresura a añadir el informado discípulo— estaba enteramente desmitificada.

En su trabajo “El Medio Divino”, Teilhard inserta una oración en donde ensaya explicar lo que podía entender de esas realidades sobrenaturales: “Vuestra revelación, Señor, me obliga a creer más. Los poderes del Mal en el universo no son solamente una atracción, una desviación, un signo menos, un retomo aniquilador a la pluralidad. En el curso de la Evolución Espiritual del Mundo, elementos conscientes, Mónadas, se han desprendido libremente de la masa que solicitaba vuestra Presencia. El Mal se ha como encarnado en ellas. Y ahora hay alrededor mío, mezclados con vuestra luminosa Presencia, presencias oscuras, seres malvados, cosas malignas. Este conjunto separado representa una resaca definitiva e inmortal de la génesis del Mundo. Hay tinieblas no solamente interiores sino también exteriores. Esto nos dice el Evangelio”.


La imagen no es mala: el río caudal de la evolución deja en las riberas restos de una sustancia refractaria al progreso. Desde un punto de mira estrictamente ortodoxo habría algo que decir con respecto a esta aceptación desmitificada de los malos ángeles y sus humanos servidores. Nos conformamos con señalar el tono resignado con que acepta el hecho y la casi imposibilidad de poder ubicarlo en el torrente de su optimismo evolucionista.

“Me habéis pedido mi Dios, creer en el Infiemo pero me habéis prohibido pensar, con absoluta certeza, que un sólo hombre se haya condenado. No buscaré contemplar los condenados, ni aún en alguna medida, a saber si existe alguno. Pero aceptando sobre vuestra Palabra el infierno, como un elemento estructural del universo, rogaré, meditaré, hasta que en esa cosa temible aparezca para mí un complemento reconfortante, aún beatificante, a las visiones que me habéis abierto sobre vuestra omnipotencia” (ibíd.).

Mientras esa integración no se produzca, Teilhard se comprometió a no ver en el infierno algo capaz de destruir la unidad substancial del Pléroma, donde lo natural y lo sobrenatural se abrazan para constituir una totalidad perfecta: “Los Espíritus caídos no podrían —también lo sé— alterar la perfección del Pléroma. Cada alma que se pierde, pese a los llamados de la Gracia, arruinaría la perfección de la unidad común, pero Vos les oponéis, Señor, una reparación de ésas que restauran, a cada instante, el universo en una frescura y pureza nuevas. El condenado no está excluido del Pléroma, solamente de su faz luminosa y de su beatificación. Él pierde el Pléroma, pero no por eso el Pléroma lo pierde” (ibíd.).

Con este epitafio la Evolución queda satisfecha y puede seguir con toda tranquilidad su marcha hacia la “PIeromización”, a pesar de los caídos “en el medio del camino”. Teilhard se propuso no pensar más en ellos, y no admitir la cosa como una situación que amenaza la seguridad de nuestras propias vidas.


CONCLUSIÓN

La Iglesia Católica fue creada por Nuestro Señor Jesucristo para que fuera el fiel custodio de las verdades reveladas y de todas las que, fundadas en ellas, constituyen el cuerpo dogmático. Para que esa fidelidad no flaqueara a raíz de las humanas debilidades de sus servidores, Cristo la dotó de una asistencia sobrenatural, que se manifiesta en su vida sacramental y en el carácter infalible del Magisterio de Pedro para todo cuanto se refiere a la fe y las costumbres.

La Iglesia adoptó como centro de su irradiación la ciudad de Roma, y con ella tomó su idioma, el latín, y todo el esfuerzo cultural que la latinidad había extraído de Grecia para convertirlo en instrumento idóneo de su faena educativa. La filosofía helénica, asumida a la luz de las verdades reveladas y volcados sus contenidos conceptuales en el preciso idioma del Lacio, se convirtió en el mejor elenco nocional para comprender las verdades teológicas.


Se corre un grave peligro cuando, tentados por formas de expresión extrañas al espíritu de la tradición católica romana, se abandona el método escolástico —llevado a su perfección por Santo Tomás de Aquino— y haciendo caso omiso de las precisas distinciones hechas en las diversas ramas del saber, se mezclan las perspectivas de conceptualización con el deseo de lograr una vaguedad lógica propicia a la exaltación de la fantasía.


Con demasiada frecuencia se suele tomar el desorden de la imaginación por eso que en la lengua bárbara de nuestro tiempo se llama “vivencia”, tal vez porque traduce, junto con la labor intelectual de comprensión, la conmoción de los afectos que tales representaciones provocan. Teilhard de Chardin fue un maestro en ese tipo de confusiones; y porque supo, como muy pocos, despertar un cúmulo de emociones turbias, se convirtió en el profeta de todos aquellos que confunden el bien del intelecto con una suerte de heretismo sentimental.


Rubén Calderón Bouchet

miércoles, 22 de octubre de 2008

In memoriam: Alejandro Arias


RECORDANDO
AL AMIGO


Hace ya un año, el lunes 22 de octubre de 2007, día de Santa María Salomé, murió Alejandro J. Arias. Abogado, escribano, hacendado, economista, profesor de la Escuela Superior de Guerra de la Nación, notable escritor, incansable patriota a la par que católico inclaudicable.

Para los que tuvimos el privilegio de conocerlo fue, además, entrañable amigo. En su figura varonil de caballero se destacaba a primera vista una reciedumbre que podía parecer dureza, pero que no era más que la apariencia que cubría un corazón paternal y benévolo.

Fue un verdadero noble, por su cuna, pero más por su vida, y sobre todo por su muerte. Diríase que en él se cumplió a la perfección la sentencia que reza que “no se es noble por nacer en la nobleza sino por morir en ella”. Y Alejandro no se contentó con nacer de noble estirpe castellana, sino que, haciendo honor a ella, vivió como un hidalgo, “desfaziendo entuertos” y bregando por la restauración o refundación de la Argentina Católica, incluso en sus últimos días, aquejado como estaba por dolorosísima enfermedad.

Católico cabal, apegado a la tradición bimilenaria de la Iglesia “semper idem”, dejó en su familia y amigos una honda huella, que no esconde el dolor por su pérdida, pero que se encuentra fortalecida y consolada por una Fe y una Esperanza sobrenaturales que —siguiendo su ejemplo— no desfallecen.

Aquella tarde de octubre el R.P. Rubén Gentili, en la capilla capitalina de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, rezó una Misa de Requiem, cubriéndose el féretro con la mortaja negra y la cruz dorada. Negrura de las vestiduras y ornamentos, que simbolizan nuestro tránsito y que nos mueven a la contemplación de los Novísimos. Terminada la Misa, el celebrante rezó el responso al que siguió el canto del “Libera me”, en celestial gregoriano que llenó la nave, antes de la procesión con los restos hacia el cementerio de la Recoleta.

Una vez allí, y entre numerosos amigos, y luego de un último responso, el Dr. Juan Olmedo Alba Posse hizo un emocionado panegírico del amigo, ante la viuda e hijos que de manera ejemplarmente cristiana y sin los excesos sensibles tan en boga, despidieron a su marido y padre, con la sobria sencillez de esta tierra criolla.

Dijo, entre otros conceptos, Juan Olmedo: “Con la enfermedad a cuestas, Alejandro no perdió la calma —como esos caballeros cristianos arrojados a la Reconquista que se daban tiempo para escribir coplas—; ni el ímpetu luchador dispuesto a cualquier patriada, me consta. Ni tampoco la gentileza de sus ojos claros y sonrientes, al recibir en pleno padecimiento a sus amigos; con el interés y la cordialidad de su gran estilo. Entregado en Cristo a lo absoluto, jamás se le ocurrió rendirle culto a los ídolos contemporáneos, como la democracia. Yo sé que jamás perdió la esperanza, aunque un dejo de tristeza se le adivinaba, conociendo que no vería —aquí— la resurrección de la Patria. Peor aún, palpaba la confusión más terrible, cívica y espiritual. Aquello que anunciaron predicciones sobre un mal trago terrible, que terminará gloriosamente, gracias a la asistencia Divina”.

Así partió a la eternidad Alejandro Arias, murió como supo vivir. Nosotros, con la esperanza puesta en Dios, que es justo Juez, lo seguimos encomendando a Nuestra Señora en nuestras oraciones y confiamos en que, cuando el Ángel que sirve a las puertas del paraíso lo haya nombrado, Alejandro habrá respondido reciamente, como nosotros hacemos ahora: ¡Presente!


Beltrán María Fos

martes, 21 de octubre de 2008

Ensayo (I)


TEILHARD Y LA GNOSIS

Monseñor Combes se preguntaba en su artículo si el buen Padre se había contentado con leer “Los grandes iniciados de Schuré” o había leído también el libro titulado “La Evolución Divina”, donde advertía algunas reflexiones muy semejantes a las que Teilhard hizo con posterioridad.

La expresión “Cristo Cósmico”, asociada a la evolución planetaria, y algunas especulaciones en torno al origen del hombre fueron en un tiempo la especialidad de Schuré, un poco antes de la Primera Guerra Mundial.

Sobre la impresión que la lectura de Schuré causó en el Padre Teilhard existen dos cartas dirigidas a Margarita Teilhard que dan clara cuenta de ella. En la primera, fechada en noviembre de 1918, le agradece haberle hecho conocer el libro de Schuré porque su lectura le ha permitido sentir “y pensar en el orden de las realidades que les interesaban a ambos”.

El 13 de diciembre escribe a la misma destinataria: “que de golpe he podido remitirme a Schuré, que me ha dado un placer inmenso y complejo: alegría de encontrar un espíritu extremadamente simpático al mío, excitación espiritual de tomar contacto con un alma apasionada por el Mundo, satisfacción de constatar que las cuestiones que me preocupan son aqueílas que han animado la vida profunda de la humanidad, placer de ver que mis ensayos de solución convienen, en suma, perfectamente con los puntos de mira de los grandes iniciados, sin alterar el dogma, y (a causa de la idea cristiana integrada) tienen al mismo tiempo su fisonomía muy particular y original”.

No tengo ninguna de las luces que hacen falta para apreciar el valor de un auténtico gnóstico, y mal puedo emitir un juicio de apreciación sobre Schuré que no sea el resultado de un contacto rápido y muy fragmentario. Me llama la atención que García Bazán, uno de los autores mejor informados sobre la gnosis entre nosotros, ni siquiera lo menciona y mis dos gnósticos preferidos, Guénon y Évola, se refieren a él en muy escasas oportunidades y en tono despectivo. Si bien nada de esto es absolutamente determinante para concluir con los méritos de Schuré, sucede que ocupa un lugar bastante modesto en la jerarquía de los iniciados, y nunca ha sido serio penetrar en la interioridad de una doctrina a través de los sacristanes, y especialmente cuando se trata de un sacerdote que debió haberse nutrido durante algún tiempo con “el pan de los ángeles”, como llamaba Dante a la Sagrada Teología.

M. Jules Artur, en “En relisant Edouard Schuré”, encontraba en los escritos del Padre Teilhard páginas que le recordaban, con todo su énfasis panteísta, a las de Schuré en su libro “La Evolución Divina”. Para muestra, cita un largo párrafo de ese libro que parecería tomado de una obra de Teilhard, si por razones de tiempo no hubiera sucedido todo lo contrario.

“Así desde el origen, desde el período saturniano de la vida planetaria, el pensamiento divino, el Logos que preside especialmente a nuestro sistema solar, tendía a condensarse, a manifestarse en un órgano soberano que sería en alguna medida su verbo y su hogar ardiente. Este Espíritu, este Dios, es el rey de los Genios Solares, superior a los Arcángeles, a las Dominaciones y a los Tronos y a los Serafines, a la vez su inspirador y la flor sublime de la creación conocida, fecundada por ellos y creciendo con ellos para superarlos, destinada a convertirse en la Palabra Humana del Creador, como la luz de los astros es su palabra universal. Tal el Verbo Solar, el Cristo Cósmico, centro y pivote de la evolución terrestre”.

No es necesario ser un crítico muy sagaz para apreciar en uno y otro autor el mismo sesgo imaginativo, que se complace en iluminar amplios panoramas cósmicos como si conociera el secreto de su consistencia; idéntica confusión entre lo espiritual y lo material; un gusto similar por el uso de términos enfáticos que pretenden hacer aceptar como conocimientos científicos las afirmaciones más fantasiosas. Compárese el texto de Schuré con éste de Teilhard y obsérvese la similitud de la inspiración: “En lo que concieme a las relaciones de Cristo con el Mundo, todo el problema teológico actual parece concentrarse en la escalada interior, de eso que se podría llamar el Cristo Universal”.

Es parecer de Jules Artur que Teilhard se habría empeñado en responder con su propio ejemplo a una suerte de profecía que Schuré anunció en un prefacio a “Los Grandes Iniciados”: “Es necesario que la ciencia se haga religiosa y que la religión se haga científica. Esta doble evolución que se prepara conduciría, final y forzosamente, a una reconciliación de ambas en el terreno esotérico. La obra tendrá en sus comienzos grandes obstáculos, pero el porvenir de la sociedad europea depende de ella. La transformación del cristianismo en sentido esotérico entrañaría la del judaísmo y la del Islam, y algo así como una regeneración del brahmanismo y del budismo, en el mismo sentido esto daría una base religiosa para la unidad de Asia y de Europa”.

La declaración de Schuré no puede satisfacer las exigencias de un verdadero gnóstico, para quien el problema no se plantea en el terreno de un sincretismo religioso sino, precisamente, en el de un verdadero conocimiento salvador, al que se llega, real y efectivamente, por la adecuada vía iniciática.

No sé si Schuré o Teilhard afirmaron poseer un conocimiento de esa naturaleza; probablemente no creían tenerlo, pero si la verdadera gnosis no existe y sus pretendidos beneficiarios no pasan de fabricar algunos ingeniosos trucos retóricos, tanto Schuré como el Padre Teilhard pueden ser admitidos en la misteriosa cofradía. Ambos estaban seguros de tener un conocimiento de la realidad a un nivel mucho más profundo que el de los filósofos y científicos. Usaban signos, símbolos y nociones de uso común en las gnosis, y esperaban de este saber una consecuencia redentora. Además, y esta es una nota de suma importancia, conocían el futuro: “Todo el porvenir de la Tierra, escribía Teilhard prodigando mayúsculas, me parece pendiente del despertar de nuestra Fe en el Porvenir”.

No hay fe sin conocimiento; para quien está atento al curso del movimiento que lleva hacia el futuro y sabe leer en sus expresiones lo que vendrá, nada más lógico que una sabia anticipación de los sucesos. “El pasado —aseguraba Teilhard en una carta fechada el 8 de septiembre de 1935— me ha revelado la construcción del porvenir… Precisamente para poder hablar con alguna autoridad del porvenir, es para mí esencial establecerme con más solidez que nunca como especialista del pasado” (“El Porvenir del hombre”).

Rubén Calderón Bouchet

lunes, 20 de octubre de 2008

Alternativas


LA COMPASIÓN
EVANGÉLICA

FRENTE A
LA
EUGENESIA
DEMOCRÁTICA


Para cada vez más médicos, el nacimiento de un hijo minusválido es mirado como un error médico. Para muchos padres, la espera de un hijo sin discapacidades se ha transformado en una exigencia.

Entonces, el encuentro entre estos médicos y estos padres induce a una sobrepuja en favor del examen médico preventivo y de la supresión de los fetos que vienen con anomalías. Esta sobrepuja no solamente es un riesgo para el futuro, sino que conduce bien, gracias a los progresos científicos, a la eliminación precoz y legal de cada vez más numerosas vidas humanas: es la eugenesia democrática.

En Francia, por ejemplo, la ley de 1975 autoriza el aborto hasta las vísperas del nacimiento, con la aquiescencia de dos médicos, si “existe una fuerte probabilidad de que el niño por nacer esté afectado por una enfermedad de particular gravedad considerada como incurable en el momento del diagnóstico”.

Este aborto sin límite de tiempo se intitula “Interrupción Terapéutica de Embarazo” (ITE). Los equipos médicos hablan de una ITE, de manera que algunos pueden olvidarse de que se trata en realidad de un aborto. Por supuesto, hay que refutar el empleo de la palabra “Terapéutica”, pues es un acto que aniquila tanto al paciente como a su enfermedad.

Además, en los estudios de algunos equipos que se denominan a sí mismos traumatizados, se encuentran dolorosas descripciones de fetos abortados extraídos vivos mientras son viables a ese nivel de premadurez.

Hay que agregar que la apreciación de la gravedad de la afección depende tanto del cuerpo médico como de los padres: hay médicos que testimoniaron el frecuente pedido de aborto por parte de parejas por discapacidades que la medicina considera como leves (por ejemplo, falta de un dedo) o perfectamente curables (como un labio leporino).


Desde hace muchos años, los progresos de la radiología médica, apoyados por las disposiciones legales, provocaron una disminución considerable de los nacimientos de bebés con ciertas discapacidades graves perfectamente revelables por las ecografías, como por ejemplo la espina bífida (que es una malformación inferior de la columna vertebral). Para la mayoría de los médicos y de los padres (que no dudan en apelar a la justicia en caso de ausencia de examen médico preventivo), el nacimiento de estos bebés es una falla.


Instituciones dedicadas a los niños afectados con estas discapacidades debieron disminuir su capacidad de acogimiento o cerrar sus puertas, pues prácticamente no hay más niños afectados de espina bífida, sin que esta enfermedad haya disminuido: lo que pasa es que los fetos son abortados.


El descubrimiento de anomalías genéticas (empezando por la trisomía 21) abrió luego el camino a otros medios de examen médico preventivo que permitieron la eliminación de fetos para los cuales la imagen ecográfica no daba indicios suficientes.


La técnica de la toma del líquido amniótico (o amniocentesis), seguida por el análisis cromosómico (o cariotipo) se desarrolló así: la observación de un cromosoma supernumerario sobre el vigésimo primer par de cromosomas atestiguando, salvo error de toma o de interpretación, una trisomía 21 según su descubridor, el profesor Jerome Lejeune.


El profesor Lejeune, apegado al respeto por la vida de todos, se rehusaba sin embargo a revelar la anomalía antes del nacimiento, puesto que no había medios para curar la afección, y porque la única consecuencia posible del descubrimiento era el aborto. Este es el caso que hoy sucede siempre.


Al abrir esta técnica en forma gratuita a las mujeres consideradas de riesgo (especialmente aquellas de más de 38 años), se aumenta la tasa de descubrimiento de la más frecuente anomalía genética. Hoy se cuenta en un tercio a las trisomías 21 descubiertas antes del nacimiento (descubrimiento seguido de aborto). Una etapa más en el descubrimiento de la trisomía 21 llegó con los tests sanguíneos maternales: estos nuevos tests, simples y poco costosos, permiten precisar en las mujeres embarazadas cuál es su riesgo más fuerte, según los años que tengan. La población de mujeres así seleccionadas se ve de esta manera propulsada hacia la amniocentesis. Aún si para una minoría se concretara el riesgo, hay que subrayar la angustia producida por el anuncio del riesgo de trisomía 21 mientras que ninguna verdadera terapia ha sido descubierta (…)

Las prácticas preconizadas corresponden bien a una forma de eugenesia. Algunos objetan que no se trata de una verdadera eugenesia, puesto que se eliminan esas vidas sólo por una decisión personal de los padres y con la justificación de hacer el bien, atenuando los sufrimientos.

Pero el profesor Testard, “padre” del primer bebé de probeta francés, habla de eugenesia democrática. ¿Se puede todavía hablar de decisión personal de los padres, cuando se conoce la presión social, legal y médica? De todas maneras, ¿qué “buena” justificación se puede encontrar cuando se trata de matar a un ser humano inocente?


Además, ciertos estudios económicos han concluido que el costo del cargo de una persona trisómica desde su nacimiento hasta su fallecimiento (que llega cada vez más tardíamente, por el hecho de los progresos médicos y, en particular, desde la invención de los antibióticos) es superior al costo de los exámenes de descubrimiento necesarios para revelar si el feto es portador de esta anomalía en la categoría de edad de las mujeres de menos de 38 años que no se beneficiaban con el reembolso de esta prestación. La existencia de estos estudios demuestra que la supresión de los fetos minusválidos no es solamente una elección individual, sino más bien una orientación de nuestra sociedad.


Hay que resaltar que la técnica de la toma amniótica en sí misma continuó siendo peligrosa para el feto, con porcentajes de mortalidad (aborto accidental) de alrededor del 1%, sin contar las consecuencias mal evaluadas de los errores de diagnóstico (nacimiento sorpresa de niños minusválidos a pesar de un diagnóstico tranquilizador, o aborto de un feto “sano”, sospechoso de discapacidad).


Además, sobre este último argumento, en 1988 se hizo conocer una asociación llamada “para la prevención de las discapacidades”. Ella pidió la autorización para esperar el nacimiento para matar, durante los tres primeros días, a los bebés minusválidos, con el fin —decía— de no arriesgarse a matar fetos sanos por medio de abortos terapéuticos. Estos adherentes tomaron el compromiso “moral” de no dejar sobrevivir a los bebés minusválidos.

Muchos testimonios concuerdan en demostrar el desarrollo de la eutanasia de los bebés minusválidos en los hospitales franceses, sea de manera directa o por omisión de los cuidados necesarios. Y en efecto, a pesar de los argumentos de los médicos que intentaban hacer del nacimiento una “barrera sagrada”, no se ve qué argumento puede pesar cuando se autoriza el aborto hasta el último día del embarazo, para prohibir la eutanasia del bebé minusválido. Cada nuevo descubrimiento de una anomalía genética, cada progreso en las técnicas de descubrimiento viene entonces a incrementar el riesgo para los fetos que tienen una discapacidad.

Es así que la investigación acerca de las miopatías llegó a esto: los bebés de familias que habían renunciado —por el riesgo de discapacidad—a tener hijos después de un primer nacimiento de un hijo miópata, han sido concebidos gracias a las técnicas de descubrimiento que aseguraron que en caso de enfermedad se podría recurrir al aborto. Los investigadores concluyeron que, sin los generosos donantes, estos hijos sanos nunca hubieran nacido. Ciertamente, la dialéctica es eficaz: simplemente, se omitirá decirle al hermano mayor en silla de ruedas, que él también, si se hubiera sabido que sería minusválido y se hubiera podido, no hubiese nacido: habría sido eliminado. Mañana será la medicina preventiva la que permitirá decir cuáles de los fetos son susceptibles de desarrollar enfermedades graves en el curso de su vida, con el fin —pero todavía, ¿con qué criterio?— de aniquilarlos.

Y ya la ley bioética francesa autoriza, en ciertas situaciones, durante las “Procreaciones Médicamente Asistidas” (PMA) el “Diagnóstico Pre-Implantatorio” (DPI), permitiendo seleccionar solamente los embriones que no son portadores de graves anomalías genéticas. Pero, ¿quién tendrá el coraje de oponerse a la presión eugenésica, cada vez más grande en nuestra sociedad? Hasta hay médicos cristianos, persuadidos de que el respeto de toda vida es esencial, que permanecen silenciosos ante el sufrimiento tan profundo de los padres en una sociedad elitista y dura para con los débiles.

Primero hay que tomar plena conciencia de los sufrimientos profundos que para una mujer, un matrimonio o una familia ocasiona la llegada de un discapacitado. Es verdad que se dice que la sociedad mejoró considerablemente las condiciones de acogimiento, cuidados, educación y reeducación de los deficientes mentales, sensoriales o físicos, pero el anuncio de la discapacidad sigue siendo, hoy como ayer, una prueba considerable para la cual no hay solución ideal.

La discapacidad se ve siempre como un drama que culpabiliza a los padres, que les da la impresión de ser aplastados. Y el anuncio quizás sea todavía más cruel con los progresos del descubrimiento prenatal, pues revela la enfermedad en un niño que no se ve: sus padres no tienen la contraparte de la presencia física del niño minusválido al que recibir, para aliviar un poco su herida tan comprensible.


Solos, y a menudo sin sostén concreto, están confrontados a las incitaciones del aborto.

Debido a que no se reconoce más el carácter absolutamente inviolable de toda vida humana desde la concepción, la mayoría de los padres ceden entonces fácilmente a las tentaciones de aborto en estas situaciones dolorosas. Y las personas minusválidas, aún aquellas que tienen una discapacidad mental, empiezan a darse cuenta de que si lo hubiesen sabido, no habrían visto jamás la luz del día. Además, en 1994 se descubrió que el descubrimiento sistemático de la trisomía 21 paradójicamente hizo incrementar los abandonos de niños tras el nacimiento.

Para una sociedad que cree en el progreso sin límite, la eliminación simultánea del problema y de la persona es una comprensible tentación. A menudo, el acto se cumple en la mentira y el silencio.


Solamente mucho tiempo después, a veces, los padres, profundamente heridos por haber debido rechazar el nacimiento de un hijo concebido, descubren la profundidad de su traumatismo. Les habían dicho: “Los hará infelices, y lo será él mismo”. Se había evocado el drama para el resto de la familia, y todo eso no era totalmente falso. Igualmente les habían dicho: “Hay que olvidarlo y concebir otro rápidamente”.


Pero… ¿es posible olvidar? ¿Quién puede erigirse en juez de lo que es aceptable o no en esta tierra, como para pretender tener derecho a la vida? Y aún, en algunos casos, el aborto se había escondido bajo otra codificación quirúrgica, como si se pudiera mentirle a una mujer sobre la vida que lleva.

Para muchas familias, el descubrimiento de una discapacidad conduce a ese engranaje mortal que ve su lucidez y su responsabilidad ampliamente atenuadas, pero que dejará una herida abierta. En el extremo opuesto están los padres que, a veces con heroísmo, rechazan con razón los exámenes que los llevarán irremediablemente hacia el aborto, y empiezan a escuchar comentarios que muestran bien la evolución de las mentalidades.

Ya hay padres que se sienten excluidos porque optaron por la valiente elección de la vida. Una civilización que elige entre fuertes y débiles, para eliminar a los débiles, no es digna de ser llamada humana: se autodestruye. Por eso, las obras de compasión hoy son particularmente necesarias para la supervivencia de todos. Ningún criterio razonable puede, ciertamente, distinguir una vida “que vale la pena ser vivida”, de otra “que no lo valdría”.


La compasión puede extraer del Evangelio fuentes de esperanza: “Guárdense de despreciar a ninguno de estos pequeñuelos: sus ángeles en el cielo contemplan la faz de mi Padre”, nos dice Nuestro Señor, y es Él quien, estremeciéndose de alegría, bajo la acción del Espíritu Santo, reza: “Te bendigo, Padre del cielo y de la tierra, lo que has escondido a los sabios y a los inteligentes, lo has revelado a los pequeñuelos”.


En efecto, aquellos que se han acercado a personas minusválidas pueden testimoniar de su fecundidad más allá de los profundos sufrimientos (…) Sin esconder las pruebas que ocasiona la discapacidad y aún sin negar que existan impulsos de rechazo o de muerte ante tanto sufrimiento, estos testimonios son esenciales: ayudan a mirar de frente a una realidad que sigue siendo humana; hacen poner la confianza en la plena humanidad del más pequeño de entre nosotros.


En un mundo médico a menudo “siniestrado”, los testigos de la vida, a tiempo y a destiempo, también son los portadores de la misma esperanza. Tienen necesidad, en un testimonio que también puede reclamar heroísmo, de ejemplos vivos de acogimiento de los más pobres para contradecir a los discursos de absoluto pesimismo.


Las técnicas para matar utilizadas por algunos son felizmente usadas, por otros, para aliviar y curar. Así, el descubrimiento de algunas anomalías ya curables permite a algunos equipos operar in útero a fetos gravemente malformados, sin interrumpir el proceso de gestación. Y algunos científicos siguen buscando los medios para curar las afecciones genéticas sin eliminar a sus pacientes. También hay casos en los que el descubrimiento de ciertas malformaciones muy graves (por ejemplo, la anancefalia) hizo que algunos padres se preparasen en mejores condiciones espirituales y psicológicas para un parto seguido de una rápida muerte del recién nacido, sin por lo tanto recurrir al aborto.


Por esto, el descubrimiento prenatal no es, en sí, un mal; sólo hay que rechazarlo cuando no hay tratamiento prenatal posible, o cuando el descubrimiento de la discapacidad no es útil para adaptar las condiciones del parto a los cuidados precoces necesarios para el bebé.


La resistencia a la eugenesia no es, por lo tanto, un rechazo de la ciencia. Por el contrario, es darle a la ciencia las posibilidades de encontrar y poner en acción todos los medios posibles para curar, respetando la vida. Si toda la energía usada hoy para descubrir antes de eliminar se pusiera en investigar para curar, las posibilidades se multiplicarían.


Tugdual Derville

domingo, 19 de octubre de 2008

Día de la madre


RETRATO
DE UNA MADRE


Hay una mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor, y mucho de ángel por la incansable solicitud de sus cuidados; una mujer que, siendo joven tiene la reflexión de una anciana, y en la vejez, trabaja con el vigor de la juventud; la mujer que si es ignorante descubre los secretos de la vida con más acierto que un sabio, y si es instruida se acomoda a la simplicidad de los niños; una mujer que siendo rica, daría con gusto su tesoro para no sufrir en su corazón la herida de la ingratitud; una mujer que siendo débil se reviste a veces con la bravura del león; una mujer que mientras vive no la sabemos estimar porque a su lado todos los dolores se olvidan, pero que después de muerta, daríamos todo lo que somos y todo lo que tenemos por mirarla de nuevo un instante, por recibir de ella un solo abrazo, por escuchar un solo acento de sus latidos. De esa mujer no me exija el nombre si no quieres que empape de lágrimas vuestro álbum, porque yo la vi pasar en mi camino. Cuando crezcan vuestros hijos, léanles esta página, y ellos, cubriendo de besos vuestra frente, os dirán que un humilde viajero, en pago del suntuoso hospedaje recibido, ha dejado aquí para vosotros y para ellos, un boceto del Retrato de su madre.

Monseñor Ramón Ángel Jara

Nota: Monseñor fue Obispo de La Serena, Chile; nació en 1852 y falleció en 1917.

Conferencia


HOMENAJE
a
Antonio de Oliveira Salazar

“Por la observancia se respeta y honra
a las personas constituídas en dignidad”
Santo Tomás de Aquino,
S.Th., II, IIae, q. 102, 1.

El Instituto de Filosofía Práctica tiene el agrado de invitar a la disertación del Dr. Marcos de Escobar, de nacionalidad portuguesa, y abocado al estudio de la personalidad del gran estadista católico.
Tendrá lugar el lunes 20 de octubre a las 19:00 hs.
La cita es en la sede del Instituto, Viamonte 1596, 1º.

Dr. Bernardino Montejano
Presidente

Dr. Gerardo Palacios Hardy
Secretario

sábado, 18 de octubre de 2008

Fragmento


EL PAPA PÍO XII
Y LA DEMOCRACIA


Si existe un término en la lengua política de nuestra civilización que ha pasado a convertirse en un santo y seña ideológico, es el de democracia. Era imposible que un Pontífice pudiera usarlo en una acepción más o menos tradicional sin provocar numerosos malentendidos o una universal agresión publicitaria. Pío XII lo pronunció en algunas ocasiones y trató de colocarlo, de la mejor manera que pudo, en el elenco de las nociones políticas que tienen un sentido preciso. Es mi modesta opinión que perdió lamentablemente el tiempo, porque el término democracia está inevitablemente impregnado de ideologismo y su significación es tan variable y antojadiza como la propaganda de la cual depende de un modo fundamental y necesario.

Convengo en que la política es una realidad fluida y accidental, y aunque se pueden encontrar en ella principios prácticos universales, la adecuación a las muy diferentes situaciones provistas por la historia hace que las formas de la politicidad concreta no respondan nunca a las exigencias de un modelo determinado con anticipación. Uno de esos principios fundamentales hace que no se puede actuar en política sin conseguir, en alguna medida y de alguna manera, el apoyo del pueblo a la gestión de sus gobernantes.

Es indudable que para tener una clara comprensión de este hecho hay que distinguir con claridad entre lo que sucede con un pueblo y aquello que puede acontecer en una sociedad de masas. Un pueblo histórico, en la medida que despliega su dinamismo social conforme a un ritmo de crecimiento natural y espontáneo, se reconoce siempre en las clases dirigentes conque lo provee la historia. La sociedad de masas es hija de la publicidad e incumbe a ésta convencerla de que efectivamente participa en el gobierno porque se la convoca, de vez en cuando, a elegir los representantes seleccionados por la propia propaganda.

El mismo Papa quizá cedió un poco a la solicitud del reclamo publicitario cuando afirmaba que los pueblos “aleccionados por una amarga experiencia, se oponen con mayor energía al monopolio de un poder dictatorial incontrolable y exigen un sistema de gobierno que sea más compatible con la dignidad y la libertad de los ciudadanos”.

El mismo Papa había visto nacer el fascismo como un movimiento de signo autoritario, exigido, reclamado y proclamado en cuanta oportunidad se tuvo, por la inmensa mayoría de los italianos. Había asistido también como Nuncio Apostólico al nacimiento de la Social Democracia Alemana y no había dejado de percibir la enorme cantidad de votantes que consolidó el poder de Hitler. Sabía mejor que nadie cuál fue la actitud del democratísimo Frente Popular español frente a la Iglesia Católica y por supuesto había coincidido con las medidas de su antecesor Pío XI en apoyar con toda su energía la cruzada del Generalísimo Franco. El Frente Popular francés, dirigido por el judío León Blum, no fue mejor para el cristianismo que el español y si se buscan las responsabilidades sobre el carácter internacional que tomó la guerra civil española quizá sea el Frente Popular galo el primero que se movió en apoyo de la República Española y la proveyó con los elementos de guerra que precisaba para hacer frente al levantamiento del ejército.

Tampoco ignoraba el Santo Padre que el comunismo se reclamaba de la voluntad del pueblo soberano y se anunciaba desde el Este de Europa como el verdadero rostro de la democracia. Todas estas ambigüedades y contrastes en el uso del término, no le impidieron intentar una aclaración semántica y dar su definición de eso que él entendía por democracia, sin que su intento haya sido más feliz que otros para señalar una realidad que gusta desafiar todas las definiciones.

De acuerdo con el espíritu de la filosofía práctica tradicional, distinguía entre pueblo y masa y asignaba al pueblo el hecho de ser una realidad histórica con vida y modalidad peculiares. Un pueblo poseía una estratificación social que era el resultado de un orden secular de convivencia en un territorio determinado. Tanto sus individuos como sus clases habían alcanzado diversas situaciones en una relación viviente con sus méritos, sus trabajos, sus ambiciones o sus abandonos. Todas las desigualdades prohijadas por el temperamento, la inteligencia, la laboriosidad, la simpatía, la astucia, el dolo o la honestidad tienden a fijarse y a mantenerse en los niveles logrados gracias a los usos, las costumbres o los prejuicios que favorecen la conservación familiar de las fortunas y los méritos. Los ideales educativos aparecen para que tales desigualdades prohijen obligaciones, deberes y actitudes en consonancia con la posición alcanzada en la sociedad.

Una comunidad humana se convierte en masa cuando desaparecen las jerarquías impuestas por la historia y, bajo el pretexto de una igualación de oportunidades, se destruyen los esfuerzos familiares y nacen en las tinieblas los poderes ocultos del dinero o los más ostensibles del mérito subversivo. En este clima surge la democracia moderna, es decir, las masas convocadas por los poderes anónimos para enmascarar su propio dominio.

El Papa no quería defender algo tan contrario al espíritu del Evangelio pero, al usar el término democracia y tratar de aclararlo en un contexto plagado de ambigüedades, no hizo más que sumar un elemento de confusión a los muchos que ya existían en el complicado panorama de la época. En un discurso pronunciado en 1946 hacía una seria advertencia a las clases dirigentes de la sociedad señalando las exigencias que les imponía la promoción del bien común y el cuidado de todos aquellos puestos bajo su dirección. No había en sus palabras la menor concesión al espíritu demagógico que imponía siempre el halago a la muchedumbre. Por el contrario, suponía que “la multitud innumerable, anónima, es presa fácil de la agitación desordenada, se abandona a ciegas, pasivamente al torrente que la arrastra o al capricho de las corrientes que la dividen y extravían. Una vez convertida en juguete de las pasiones o los intereses de sus agitadores, no menos que de sus propias ilusiones, la muchedumbre no sabe ya asentar firmemente su pie sobre la roca y consolidarse así para formar un verdadero pueblo, es decir un cuerpo viviente con sus miembros y sus órganos diferenciados según sus formas y funciones respectivas, pero concurriendo todos juntos a su actividad autónoma en el orden y la unidad”.

En ocasión de este discurso aparece nuevamente en boca del Papa la noción de democracia, pero ahora como un claro sinónimo de “res publica” en el sentido preciso y tradicional del término. De otro modo no se podría entender por qué razón alude a la necesidad de que en los pueblos civilizados exista el influjo de “instituciones eminentemente aristocráticas en el sentido más elevado de la palabra como son algunas academias de extenso y bien merecido renombre”.

“También la nobleza —añadía el Papa— pertenece a este número: sin pretender privilegio o monopolio alguno, la nobleza es, o debería ser una de esas instituciones tradicionales fundadas sobre la continuidad de una antigua educación”.

Advertía la dificultad de que una democracia moderna, teniendo en cuenta lo mucho que la revolución había dañado el crecimiento natural de los pueblos, aceptara la existencia de una nobleza condicionada por el nacimiento y la formación espiritual en el seno de una familia. Exhortaba a los nobles que todavía quedaban en Italia a que merecieran su posición mediante el esfuerzo y el trabajo sobre sí mismos.

“Tenéis detrás de vosotros —les decía— un pasado de tradiciones seculares que representaban valores fundamentales para la vida sana de un pueblo. Entre esas tradiciones de las que os sentís justamente orgullosos, contáis en primer lugar con la religión, la fe católica, viva y operante”.

Al final de su alocución a la nobleza tocaba la nota paternalista, que tanto ofende al espíritu democrático de nuestra época y que coloca su prédica en la justa línea donde estuvieron todos sus predecesores frente a la demolición revolucionaria. Dios es padre y la paternidad es la forma justa en que se desarrolla y se expresa la madurez del hombre. La única protección que pueden tener los débiles en el seno de una sociedad tiene que nacer del espíritu paternal de los fuertes. Ya no se cree en el espíritu ni en los buenos hábitos formados a la luz de la doctrina cristiana. Los que gobiernan consideran más ventajosos los expedientes hipócritas por los que se hace creer a las masas que gobiernan ellas. Se las halaga y se las nutre espiritualmente con utopías, para explotarlas mejor y envilecerlas sin remordimientos.

Rubén Calderón Bouchet

Nota: Este fragmento pertenece al extenso artículo “La luz que viene del Norte”, que poseemos en su totalidad. Por su amplitud, sólo publicamos hoy estos breves párrafos, mientras esperamos el momento de poder transcribirlo íntegramente.