viernes, 18 de julio de 2008

En la semana del Alzamiento Nacional (I)


¡RESURRECCIÓN!


Que el Ejército debe estar al servicio de la patria para ampararla y para robustecerla lo proclama en todas sus gestas la historia universal. El Ejército no puede ser nunca patrimonio de organización social o de un sistema político, sino de la nación. Por eso socavar sus cimientos, es atentar contra la patria. Y de todas las instituciones armadas, la que mayor gloria merece es aquella que antepone a su propia existencia, el sentimiento heroico del deber, el estoicismo humano del sacrificio, no esas otras, como ocurre en las mesnadas del comunismo, que están constituidas por mercenarios.

En la edad antigua, Roma menos fuerte y menos culta que Cartago, logra vencer a ésta, porque sus ejércitos no van movidos por el oro sino por el deber ciudadano. Por igual causa unos centenares de navarros, invencibles como los que ahora conmueven al mundo con sus proezas, sepultan a los muy poderosos francos en los desfiladeros pirenaicos.

Cuando el César ha derrotado a Escipión y ya lo es todo sobre la tierra, hace un alto en España para exclamar: “en otros lugares he luchado por la victoria; aquí he de luchar por la vida”.

¿No asombra, al cabo de los siglos, el recuerdo e aquellos héroes fabulosos que en Numancia resistieran a un Escipión y en Sagunto hicieran frente a Aníbal? Aún electriza nuestro espíritu y enardece nuestra sangre la aparición providencial de aquella gran mujer, que erguida sobre los cadáveres de los patriotas, entre las ruinas de un Ejército de valientes, hace estremecer de fuego redentor el cañón que los invasores creían apagado para siempre.

¿No levanta vuestro ánimo, pueblos españoles, pueblos de habla castellana, la evocación de aquellas luchas extraordinarias, en que unas veces se salvaban o se fundaban civilizaciones, y se humillaba otras a los tiranos de Europa, al conjuro de este nombre mágico: España?

Cuando Cortés quema sus naves, ¿qué hace sino edificar sobre un montón de cenizas una escuela de héroes? Sangre y espíritu de ellos, alienta en estos hombres que ahora están construyendo, sobre ruinas también, los basamentos del nuevo Imperio español.

El Ejército —¿quién puede discutirlo?— es necesario a los pueblos porque sólo así se asegura el orden y se consolida la autoridad y se fortalecen las instituciones políticas; porque sólo así se es potencia defensiva y ofensiva. Cuando más poderoso el Ejército, más firmes las garantías de paz, y más sólidos los pilares del derecho y la justicia nacionales (…)

Pues bien: este Ejército salvador, que se nutre de las gloriosas tradiciones de aquellos conquistadores que se llamaron Viriato, Díaz de Vivar, Fernández de Córdoba, don Juan de Austria, y de aquellos otros, no menos esclarecidos, que quedaran inmortalizados en el anónimo de la Historia; este Ejército de grandes capitanes y de grandes soldados, ofendido, ultrajado, deshecho por la República, es el Ejército que viene a restaurar para España, el Gran Capitán de nuestros días: el general Franco.

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La bandera es el símbolo perpetuo de la patria. Cuando los republicanos la arrancan de la vida oficial, abren la primera herida en el costado de España.

Quienes mucho la amaron hasta dar su sangre por ella, gozan el privilegio de seguir amándola más allá de la muerte; la enseña, con sus vivos colores, se transforma en sudario del héroe, cuyos huesos preciosos reposan bajo la caricia que la patria le envía, en un beso que es, como el alma que en ellos alentó, de eternidad…

Cuando una tarde no lejana, después de un año de callados sufrimientos, clavada aún en mi retina la crucifixión de Madrid, pude ver la bandera española, la de sus conquistas, la de sus grandezas, flameando orgullosa al viento, desde tierras de Francia; hoy, que desde otras tierras más apartadas, pero tan llenas de su gloria, pienso en ella, la contemplo en el hogar de un español, la siento herir con sus resplandores mi alma y refrescar con sus aleteos mi frente y encender de inefables ternuras mi corazón, entonces como ahora, comprendo en lo más sensible de mi ser, que sólo cuando el amor y el dolor de la patria las arrancan, no son signo de debilidad las lágrimas.

A la sombra protectora de esa bandera, que tiene de España los dorados reflejos de su sol, y de los españoles la sangre con que lavaran sus ofensas en los campos de batalla, todas las regiones sirvieron la causa de la Civilización; las del norte con el brío siempre pujante de su brazo, las del mediodía con la luz inextinguible de su inteligencia. A su sombra también, fundan los reyes católicos la unidad nacional y Colón despierta de su aventura portentosa para ganar la inmortalidad, que si España necesitaba nuevos horizontes para su Imperio, Dios había hecho de él su elegido, para revelarle ese profundo secreto, que a modo de inmenso paraíso, se ocultaba en la inmensidad de los océanos. A su sombra poderosa se hace España Imperio del mundo, de tal suerte que ni los elementos pueden oscurecerla por un instante. A su sombra bienhechora, que así cobija al noble aventurero que todo lo fía a la inspiración, como al genio que desprende inteligencia de todas sus células, levanta Herrera el monasterio de El Escorial; y Daoiz y Velarde, caen, dominadores, en defensa de la libertad nacional; y en los campos andaluces sufre Napoleón la derrota precursora de su Waterloo; a su sombra, en fin, los caballeros vencedores de Breda, enseñan al mundo, cómo se pueden recoger los trofeos de la victoria, sin humillar con ruines modos la dignidad de los vencidos.

Pues bien; esa bandera tantas veces gloriosa en la historia, que pudo contemplar la creación de un mundo, que representa, no una voluntad y un honor, sino todas las voluntades y todos los honores de España; ese sagrado emblema, tesoro y reliquia de la nacionalidad española, que frente al heretismo africano y asiático es el lábaro de la fe cristiana, y ante las tiranías europeas, el estandarte contra el cual se estrellan éstas como contra invisible muralla; esa bandera que tiene en sus colores encendidos el aliento de innumerables generaciones, sustancia y ornato del espíritu de la raza; esa bandera que la República arrojó entre el polvo, como si el polvo no fuese lo único perdurable, lo único eterno, es el símbolo magno de la hispanidad, es la santa bandera de España, a cuya sombra reconquistan hoy la patria, los héroes y los mártires que siguen al humano redentor de nuestros días: el general Franco.

Alfredo Cabanillas

Nota: Este texto ha sido tomado del libro “Hacia la España eterna”, edición del autor, impreso en Buenos Aires en 1938.

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