lunes, 19 de mayo de 2008

Un discutible dilema histórico argentino


CIVILIZACIÓN
O BARBARIE


La historia es vida y su persistencia en el presente desde el cual se la evoca es tanto más patente cuanto más vital la recepción hecha por el historiador. No obstante conviene distinguir entre la continuación de un discurso partidario y la exposición hecha por un analista capaz de descubrir el sesgo pasional de los protagonistas y ofrecer sus puestas con la vivacidad del que puede ponerse en todas o casi todas las situaciones que el complejo ámbito de la historia permite vivir. Sarmiento, en sus “Recuerdos de Provincia”, narra la impresión que le produjo la entrada en San Juan de las tropas de Facundo Quiroga. Podríamos preguntarnos si este recurso, escrito en su madurez, refleja con exactitud la auténtica emoción sufrida por el joven Sarmiento o es el producto elaborado y consciente de una imagen forjada por el ideólogo liberal que llegó a ser en el curso de sus rumias reflexivas y sus lecturas. No olvidemos que Quiroga era primo de su padre y que por muy extraña que haya sido la indumentaria de sus soldados y la rusticidad improvisada de sus armas, no había en ello nada que pudiera alarmar la experiencia cotidiana de un sanjuanino de su tiempo. Conocí San Juan antes que fuera reconstruida de nuevo a partir del terremoto de 1944 y no me extraña en absoluto la polvareda levantada por los duros caballitos riojanos del ejército de Facundo. ¿Podría asustar esto a gente acostumbrada a aguantar los embates del viento zonda que dejaban la población metida en una nube de tierra? La idea de que esos jinetes encarnaban la barbarie, es una noción totalmente libresca y el hijo de la muy cristiana Doña Paula Albarracín de Sarmiento sabía muy bien a qué atenerse con respecto a la educación que habían recibido aquellos guerreros armados “a la que te criaste” por su tío segundo Don Juan Facundo Quiroga. El denuesto “bárbaros” hará eco al de “salvajes” aplicado con igual pasión por sus enemigos federales a las tropas que entraron a sangre y fuego en las provincias y dejaron los rezagos de una civilización sembrada con metralla.

Sarmiento reunía todas las condiciones requeridas para hacer vivir un trozo de la historia de nuestro país. No escribía muy bien pero, como dice Borges, es fácil corregirlo pero no escribir con la vivacidad y la fuerza con que lo hacía. Desgraciadamente era un ideólogo y alguien que continuaba el discurso de Rivadavia y convertía el combate librado contra los caudillos federales en el símbolo de una gigantomaquia en la que luchaban dos fuerzas míticas: la civilización contra la barbarie.

Como los que combatían en la realidad eran hombres y no entelequias, el discurso de Sarmiento podía ejercer un fuerte influjo en los que todavía estaban bajo la sugestión de ese mito, pero nos deja completamente fríos a los que queremos, más allá de las consignas publicitarias, penetrar en el espíritu que animaba a quienes sostenían la batalla. Sí, entiendo: la civilización en contra de la barbarie ¿pero quiénes representaban a una y a otra? ¿Los caudillos que encarnaban los usos y las costumbres cristianas sembradas por España o los ideólogos formados en los principios de la ilustración?

No ve quien quiere si no quien puede y esta afirmación que se impone por el peso de la evidencia, se complica un poco pero no pierde veracidad, cuando trasladamos nuestra visión al campo de los hechos históricos. A primera vista los acontecimientos que ofrecen los datos existentes, pocos o muchos, no difieren esencialmente de aquellos que nos toca presenciar en nuestra vida cotidiana: hombres y mujeres movidos por sus ambiciones, sus orgullos, sus apetitos o sus temores debatiéndose en un ámbito cuyo decorado puede diferir del que habitualmente frecuentamos, pero cuyas preferencias valorativas, si son afines a las nuestras, nos permiten ver con más acuidad la secreta presencia de sus almas y penetrar más fácilmente en la hondura de sus sentimientos.

Las dos figuras que se imponen en la tajante dicotomía planteada por Don Domingo Faustino Sarmiento son las del “Chacho” Peñaloza y del propio Sarmiento que la planteó en los dos libros dedicados a Facundo Quiroga y al “Chacho”, y si hemos elegido la segunda, es porque Peñaloza representaba ante sus ojos la verdadera fisonomía del bárbaro con su pintoresco acento riojano y la ostentosa gallardía de su noble talante gaucho.

Se llamó Ángel Vicente Peñaloza, pero como al presbítero que fue su tutor y tío le parecía demasiado largo llamarlo muchacho, pronunciaba únicamente las dos últimas sílabas: “¡Chacho!” y la contracción le quedó como un mote que la admiración y el amor de sus seguidores convirtió en un verdadero título de gloria. Nació en la provincia de La Rioja, en un lugar llamado Huaja que por las condiciones de su tierra, árida, arenosa y seca, era una de las regiones más pobres de ese territorio que nunca se distinguió por su riqueza, aunque sí por la fuerte gradación alcohólica de sus aguardientes y el enjuto vigor de sus combativos habitantes.

El “Chacho” vivió en Huaja, o para decirlo en el resignado lenguaje de sus paisanos, duró en esa comarca hasta que Facundo lo incorporó a sus tropas y le asignó el grado de capitán, porque era aventajado en todo: en estatura, en coraje y en el claro esplendor de sus ojos azules, tan duros en el combate como risueños y amistosos en el trato cordial que el compañerismo de las armas ennoblece.

Él y el “Chico” Peralta, Juan Felipe, fueron los adalides de ese “comitatus” que constituía la escolta de Quiroga y se imponían por la gallardía de sus figuras ecuestres. El “Chico” tenía casi dos metros de alto y un valor en la batalla que sólo podía ser emulado por la ardiente acometida de ese formidable centauro que fue el “Chacho” Peñaloza.

En el famoso encuentro de La Tablada frente a la artillería del General Paz, ubicada de acuerdo con las más correctas normas de la estrategia, el “Chacho” avanza a caballo contra los cañones y enlazando uno de ellos lo arrastra a la cincha de su montado. Los soldados unitarios abren fuego contra el jinete que se desplaza con alguna dificultad y allí mismo hubiera terminado la historia de Peñaloza si Aldao no le ordena cortar el lazo y ponerse a salvo de la fusilería a uña de buen corcel.

Como dijimos era alto y musculoso, de una fuerza hercúlea y con una mirada muy suave y bondadosa cuando cedía a las solicitudes del buen trato y la amistad. Era fama que nunca se dejó llevar por arrebatos de iracundia, como le sucedía muy a menudo a su jefe, Facundo Quiroga, y sin reprochárselo abiertamente, solía no estar de acuerdo con él cuando tomaba medidas crueles con hombres que habían sido vencidos en una batalla. Matar en combate era una obligación del soldado, pero después del entrevero había que dejar lugar al perdón y la generosidad para no endurecer con gestos rencorosos el odio del enemigo.

Hay, en su relación con Quiroga, toda la lealtad y el afecto del buen vasallo con su señor al que ha prestado su homenaje. Cuando se enteró de que su jefe fue asesinado en Barranca Yaco, nació en él la sospecha de que el instigador del crimen fue Don Juan Manuel de Rosas y ya no pensó más, se puso de inmediato en contra del caudillo federal y se plegó a las órdenes de esos furiosos ideólogos que eran, en verdad, sus verdaderos adversarios.

Está en juego su fidelidad al hombre y esto, en su alma de feudal, prevalece sobre cualquier otra adhesión. No creo que sus sospechas tuvieran fundamento, pero esto es más una moción de deseo que un cabal conocimiento histórico, pero cuando penetramos en los entresijos de nuestros conflictos nacionales, es un álbum de familia lo que empezamos a revisar. Mi bisabuelo era federal, rosista y, al mismo tiempo, un poco pariente de Facundo.

No es de extrañar esta repugnancia para aceptar un crimen que impone desmedro a mis propias fidelidades. Peñaloza estaba convencido de que Rosas había maquinado la muerte de Facundo y no se lo perdonó jamás. Era la reacción lógica de la lealtad a su comitatus caballeresco y en la ruda simplicidad de su apasionado afecto, esto estaba por encima de todas las ideologías.

Cuando tratamos de comprender el panorama de nuestras guerras civiles la primera dificultad que sale a nuestro encuentro es la manía de querer meter en un esquema ideológico la complicada complejidad del momento. Rosas, el mejor servido por la inteligencia política y el que conoció con más hondura y perspicacia las necesidades y las exigencias de nuestro pueblo, sabía perfectamente que no se podía imponer en la Argentina un modelo político de factura liberal.

Se había vivido siempre de las decisiones de un gobierno paternal para que de repente nos metiéramos en los berenjenales del parlamentarismo sin estar preparados ni dispuestos para una eventualidad de esa naturaleza. Hombres acostumbrados a no respetar otra autoridad que aquella encarnada en la persona del jefe, no sentían ningún gusto por obedecer los mandamientos abstractos de una constitución o las órdenes de una ley escrita. Se confiaba en la palabra de un hombre real y concreto y se reconocía en su mandato la nobleza de una distinción justa, porque se sabía, sin haber leído a Santo Tomás, que la verdadera justicia es la que hace el justo y no las “güevadas” escritas en un papelucho.

Los unitarios se han encargado, con toda malicia, de mantener en el ánimo de Peñaloza la convicción de que Rosas había instigado el asesinado de Quiroga, así podían contar con un ejército de aguerridos riojanos y hacer frente a los caudillos federales que veían en el “Chacho” un desertor de sus propias filas. Después de unos desgraciados encuentros sostenidos en Mendoza y derrotado por sus antiguos conmilitones, el “Chacho” se vio forzado a pasar a Chile y allí, con toda probabilidad, en contacto con la flor y nata del unitarismo, haya conocido a Don Domingo Faustino, que dejó de él una semblanza en la que resplandecía su desprecio por la figura de aquel paisano analfabeto que hablaba con un golpeado acento riojano.

Escribe Sarmiento que “llamaba la atención de todos en Chile, la importancia que los argentinos, generalmente cultos, daban a este paisano semibárbaro, con su acento riojano y su chiripá y atavíos de gaucho…” Preguntado en una oportunidad cómo le iba por alguien que lo saludaba, contestó con aquella frase que tanto decía sin parecer decir nada: “¡Cómo me va a dir, amigo! ¡En Chile y de a pie!”

Hay que conocer muy bien la idiosincrasia de nuestros paisanos para comprender la trágica situación de un hombre que, alejado de sus pagos, se encuentra despojado de su tropilla. Hay una vidala que se toca acompañada con la guitarra, que termina con un verso donde se resume en pocas palabras esta lamentable condición del hombre sin caballos: “Yo, mi tropilla la tuve / quién me la saca del alma”.

Aunque no sabemos casi nada de su paradero allende la cordillera, nos explicamos fácilmente su deseo de volver a los pagos de Huaja en los llanos de La Rioja. Seis meses duró su destierro y fueron los unitarios, entre los que debía entreverarse el propio Sarmiento, los que intrigaron y pusieron el dinero necesario para que Peñaloza volviera a su tierra y tratara de levantar a sus paisanos contra el gobierno de Rosas. No es nuestro propósito narrar las vicisitudes de esta triste aventura en la que Peñaloza hizo el lamentable papel de insurrecto contra el gobierno federal. Pero impulsado siempre por rencor al que creía culpable de la muerte de Facundo, combatió varios años la dictadura de Rosas y muchas fueron las batallas que ganó con sus aguerridos llaneros sin que se sepa de dónde sacaba los recursos para mantener en pie de guerra una tropa de caballería que solía superar los cinco mil hombres. El levantamiento de Urquiza y la posterior caída de Rosas en la batalla de Caseros lo devolvieron a su auténtico bando y a partir de ese momento surgen a raudales sus enfrentamientos con el que fue su más completo, talentoso y terco difamador: Don Domingo Faustino Sarmiento.

José Hernández escribió una corta biografía sobre Ángel Vicente Peñaloza. El tiempo ha pasado y con él el furor de los insultos partidarios, pero nos resta la posibilidad de examinar con fría objetividad la consigna sarmientina: “civilización o barbarie”, donde por supuesto Sarmiento representaba a la civilización y Peñaloza la barbarie. La historia, siempre pródiga en enseñanzas ejemplares nos ha dejado un vivo testimonio de esta tajante dicotomía en el “Tratado de las Banderitas” cuando el gobierno nacional después de haberse estrellado contra los “montoneros del Chacho” comisionó al R. P. Dr. Eusebio Bedoya para arreglar con el general Peñaloza las condiciones de una paz que diera por terminada la guerra civil.

Peñaloza dirigiéndose a los coroneles Sandes, Arredondo y Rivas les dijo poco más o menos, con su pintoresco acento riojano: “Es natural que habiendo terminado la lucha entre nosotros, por el convenio que acabamos de firmar, nos devolvamos recíprocamente los prisioneros tomados en los diferentes combates que hemos sostenido, por mi parte voy a cumplir inmediatamente con este deber”.

Los jefes destacados por el General Mitre se miraron con consternación, porque en cumplimiento de las órdenes recibidas habían ejecutado sumariamente a todos los gauchos bárbaros caídos en sus manos y no tenían uno solo para ofrecer en canje a la generosa propuesta de Peñaloza.

El “Chacho” que presentía lo que había pasado insistió ante sus confusos enemigos, presentando a todos los prisioneros porteños que había capturado y a los que no les faltaba ni un solo botón del uniforme, preguntó con esa sorna criolla que el acento riojano hacía más lenta y socarrona: “¿Ande están los míos? ¿O será cierto lo que mi han dicho que han sido todos fusilados?”

El R. P. Bedoya no pudo contener sus lágrimas, avergonzado por el porte magnífico del paisano que con su noble gesto de caballerosidad cumplía con todos los honores de la ética cristiana, ante los administradores titulares de la civilización liberal.

El último episodio de esta epopeya civilizada contra los gauchos bárbaros se cumplió en la casa del propio “Chacho” Peñaloza y cuando ya nada hacia prever la reanudación de las hostilidades con el caudillo riojano.

Un comando militar al mando del comandante Ricardo Vera se presentó en el domicilio del General Peñaloza y le exigió la entrega de sus armas. El “Chacho” ofreció su daga, única arma defensiva que llevaba encima, y se constituyó prisionero de Vera. La irrupción posterior del Sargento Mayor Irrazábal y la muerte a lanzazos de un hombre desarmado, ha sido narrada por el mismo Irrazábal en una corta carta a Don Domingo Faustino Sarmiento, entonces gobernador de San Juan y reproducida por Jorge Newton en su libro “El Chacho”. Escribía Irrazábal:

“Pongo en conocimiento de su Excelencia que hoy en la madrugada sorprendí al bandido Peñaloza el cual fue inmediatamente pasado por las armas, haciéndole también algunos muertos entre los que huían despavoridos. También tengo prisionera a su mujer y a un hijo adoptivo. Tomándome gran interés en salvarlo. Dios guarde a S. E. muchos años. Pablo Irrazábal”.

Todo hace suponer que el “Chacho”, aprisionado por Vera, fue asesinado mientras dormía por el valiente Irrazábal. Lo que sucedió con su cadáver pertenece, definitivamente, al ámbito de la truculencia y da asco repetirlo en una breve nota cuyo único propósito es ilustrar una de las maneras que existen de comprender la civilización liberal y sus pródigos beneficios. Para terminar recuerdo una vidala que suele cantarse en los pagos del “Chacho” y que reza así:

“Diz que Peñaloza ha muerto,
puede ser que sea verdad.
Tengan cuidado ¡salvajes!
no vaya a resucitar”.

NOTAS

No podríamos cerrar esta breve estampa de la vida del “Chacho” Peñaloza sin un sentido recuerdo a su legítima esposa, Doña Victoria Peñaloza, que combatió siempre a su lado y como uno de sus más ásperos centauros y sin hacerle asco a los sablazos que llovían en los entreveros. En uno de ellos casi pierde la vida y si no fuera por uno de los capitanes de su marido, Ramón Ibáñez, que la sacó del combate después de dar muerte a uno de sus agresores que la había herido de un mandoble en la cabeza. Doña Victo o “La Chacha”, como solían llamarla, conservó de esta batalla una enorme cicatriz que le desfiguraba a el rostro y que ella disimulaba con el rebozo de su poncho.

Recuerdo que siendo todavía muy jovencito leí el libro “Facundo” de Don Domingo Faustino Sarmiento, libro de lectura obligatoria en las escuelas y que nadie se atrevía a censurar porque venía impuesto por el gobierno como una suerte de sagrada escritura. Uno de mis tíos, algo heterodoxo en materia de enseñanza liberal, me dijo poco más o menos: “El tejón ése escribe bien y el libro contiene pasajes que vale la pena leer, pero con respecto a Facundo, miente como un bellaco y no hay que tomar al pie de la letra todo lo que dice”.

Es ley que cuando el Diablo da malos maestros, Dios nos ofrece un buen tío que corrige las opiniones del Mandinga y como los chicos, en general, y creo que en todas partes del mundo, aceptan con gusto todo cuanto se dice contra las enseñanzas impartidas en las escuelas oficiales, la recomendación de mi tío me sirvió para construirme una coraza a prueba de balas contra los influjos liberales de esos salvajes unitarios, como repitió con mucha gracia el viejo Maurras en su carta al presidente de Francia, cuando dejó la cárcel donde purgaba su “colaboración” con el enemigo para ir a morir a un sanatorio. Maurras añadía: “como decían los viejos argentinos” lo que sumaba a su prodigiosa memoria, la comprensión de este lema que llama “salvaje” a todo pensamiento que niega las distinciones y se erige en norma monocorde de un criterio uniformante.

De cualquier modo el sueño de Sarmiento no logró concretarse del todo, la inmigración italiana no era lo que él soñaba y aunque plantó trigo y echó a perder el castellano con su “cocoliche” y su “lunfardo”, siguieron siendo católicos e introdujeron algunas supersticiones más a las muchas que ya existían. Sarmiento hubiera preferido una inmigración anglosajona con sus entrometidas féminas armadas de Biblias y prospectos para mejorar nuestras relaciones con el prójimo. Hizo todo lo que pudo y la masonería mediante libró a las escuelas de la tutoría de la Iglesia.

Desde ese momento, con el manual de historia argentina de Grosso y los de historia universal de Jules Isaac nos fuimos alejando, paulatinamente, de nuestras tradiciones ancestrales, tan poco acomodadas a las luces de la postmodernidad.
Rubén Calderón Bouchet

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