jueves, 22 de noviembre de 2007

En la semana del 20-N (III)

DE CORAZÓN

Ser encontrados fieles, como lo pedía San Pablo a los Corintios. El secreto de la vida es alcanzar los méritos suficientes como para poder morir fieles a nuestras convicciones. ¡Cuántos han jurado ser fieles a Franco hasta la muerte! Y lo fueron, fieles hasta la muerte... del Caudillo. “Chaqueteros, son rastreros”, cantaba Vizcaíno Casas.

El 20-N es el verdadero día de la lealtad. Es la fecha epónima de los que no abdican, de los que, por no tener ropajes para toda ocasión, siguen usando la misma camisa vieja de siempre. Son los que siguen fieles a la Jefatura del Generalísimo, heroicos defensores del Alcázar sobrenatural de la Hispanidad Intangible.

Tal fue don Porfirio. El viernes 21 de noviembre de 1975, con sus ochenta años a cuestas, llegado desde su Granada natal, Porfirio Aracil Esteban soportó con abnegación horas y horas de espera, kilómetros de fila doliente para poder ver por última vez al Caudillo Invicto. Sus años y dolencias pesaban menos que su tristeza. Y mientras se mantenía firme como en sus años mozos, le fue llegando el momento de acercarse al féretro de su (y nuestro) Capitán.

Ya delante del Generalísimo que descansaba, Porfirio —con la misma galanura con la cual lo había hecho durante toda su vida— levantó su brazo derecho, con dirección al cielo que —sin él saberlo— se le estaba abriendo en ese instante. Inmediatamente después de su saludo final, el soldado de la Cruzada Porfirio Aracil Esteban se desplomó al suelo, tras sufrir —debido a la emoción— un edema pulmonar producido por una insuficiencia cardíaca.

No hubo salvataje posible: el cansado y españolísimo corazón de don Porfirio no pudo resistir la hondura del momento, y se rompió ante Franco. Allí falleció, ante el féretro, saludando y acompañando, como buen soldado, al Caudillo en su último viaje, directo al cielo.

Querido y ejemplar Porfirio, maestro de la lección póstuma de la fidelidad irrevocable, corazón roto por el dolor de la España Una Grande y Libre, cuán hermosa ha sido su muerte. Qué noble y ejemplificadora lección de amor: amor irrevocable, amor que no consiente menos que brindar su vida por el Jefe.

Ut fidelis quis inveniatur: Ser encontrados fieles al final de la carrera. Entrar al Paraíso como Guardia Celeste del Caudillo. Brindar su corazón por aquel que había ofrecido el suyo, horas antes, por la España eterna. Salude al Generalísimo de nuestra parte. Y ruegue por nosotros, don Porfirio, para que nuestra muerte pueda parecerse —aunque sea en lo más mínimo— a la suya.

Al que muere por España
¡qué hermosa muerte su muerte!
Sobre su camisa azul,
clavel de sangre florece.
Álvaro M. Varela

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