sábado, 4 de agosto de 2007

Como decíamos ayer


EL PECADO POPULISTA


Parecería estar de moda entre politólogos, partidócratas y análogos responsables de nuestras desdichas, echar las culpas al populismo de lo que sucede, o advertir sobre el carácter amenazante del mismo en la gestación de nuevos, próximos y fatales problemas.

Nada tendríamos que decir al respecto si las palabras conservasen aún su significado diáfano. Mas como en la torva semántica de los acusadores, populismo es unas veces sinonimizado con nacionalismo, otras con el rechazo a la ineluctable globalización o a lo que se percibe como una negativa a nuestra integración económica mundialista, será justo recordar al respecto un par de verdades.

La primera, que el nacionalismo católico rechazó y combatió siempre al populismo, entendiendo por tal —así, con este nombre— la aberrante ficción de la soberanía del pueblo, tanto en sus manifestaciones rousseaunianas como en las marxistas.

La segunda, que los mencionados fautores ideológicos del culto populista, son los responsables de una concepción satelitaria del país, al que en nombre precisamente de la sacra voluntad popular que dicen representar, han prosternado indignamente frente al Nuevo Orden Mundial. Y esto es un hecho y un resultado penoso que nos acompaña desde Caseros, más allá de las declamaciones libertarias o independentistas de turno.

La tercera verdad olvidada es que populista y no otra cosa, es la mentalidad de los que bregan por nuestra sumisa inserción en la órbita del Imperialismo Internacional del Dinero, ya que ninguno de ellos está dispuesto a sustituir el dogma de la soberanía del pueblo por la necesidad de la soberanía nacional. Ninguno de ellos, tengan el signo partidario que tuvieren, posee la clarividencia para repudiar la democracia e instaurar una política jerárquica al servicio del Bien Común completo de la Patria. Caro se pagan tantas aberraciones juntas.

Dios puede castigar a los pueblos, y ese castigo será siempre medicinal, porque la ira del Padre es justísima y no se ordena sino a la regeneración de quienes han pecado. Está dicho, además, por boca de Ezequiel (21, 14) que los malos gobernantes constituyen un género posible de ese castigo, cada vez que las sociedades, como la nuestra, se apartan del Decálogo. Está dicho incluso —y aquí Santo Tomás es el invocado (I, II, 107 1 ad 2)— que el castigo puede ser violento, cuando el destinatario del mismo se ha vuelto duro de corazón y reclama una reprimenda inflexible. Cuando el pecado es consentido y apañado con tal hondura y gravedad, que exige la intervención directa de la justicia divina, precisamente porque su impunidad clama al cielo. Todo lo sustancial está dicho, pero no quiere oírse.

La Argentina sigue viviendo entonces bajo el signo pecaminoso del populismo, manifiéstese el mismo en su versión liberal o socialista, según roten los líderes facciosos o las heces programáticas se alternen en el ejercicio habitual de su piratería; pero contestes siempre en reemplazar la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo por la deidad democrática, el señorío sobre todo lo propio por la sujeción a los dictámenes de los organismos internacionales. Situación de pecado, justificadora de suyo de un gran castigo, y que no está dispuesta a admitirse. Doliente enfermedad del alma nacional —más terminal y preocupante que su sangradura económica— que no saben retratar los obispos dialoguistas, ni los dirigentes canallas, ni los piqueteros saqueadores, ni los usureros malnacidos, ni la vergonzosa recua de hombres públicos, exhibidos todos como reses impúdicas en el mercado de la decadencia nacional.

Tamaña condición pecaminosa exige el remedio de la virtud heroica. Ya no sólo de la individualmente ejercida —que por cierto abunda en la patria, a través de sus hijos sacrificados y fieles— sino de la virtud política, oportunamente caracterizada por los antiguos como la ciencia de gobernar en función del bien de los gobernados, y deliberadamente desechada por el maquiavelismo, cuyo mentor primero sostenía que al Príncipe mejor le cuadraba simular la virtud que practicarla. El bien que la virtud heroica reclama en política es, ante todo, el bien honesto, al que se encaminen y sujeten los demás bienes, empezando por el útil.

Nos hacía notar un abnegado sacerdote, a propósito de sus sobrenaturales reflexiones para redimir y fundar la patria, que tan necesaria cuan ímproba tarea no será siquiera planificable si la pregunta dirigida a Dios: “¿por qué nos has hecho esto?”, no está formulada con el espíritu de María Santísima, cuando se la dirigió al Niño reencontrado en el templo, después de darlo angustiosamente por perdido. Es la pregunta que brota desde la Fe, sabiendo que desde la Fe alcanza la mejor contestación. ¿Por qué nos has hecho esto?, resta preguntarle a Dios como nación. Y si su respuesta nos obliga a mirar el pecado cometido de la democracia populista, con el condigno azote que conlleva, que la reparación nos mueva a optar por una concepción política en la que resulte posible el omnia instaurare in Christo que nos proponía San Pío X.
Antonio Caponnetto

Nota: Este Editorial fue publicado en el número 24 de la Revista “Cabildo” correspondiente a los meses de junio/julio de 2002.

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