miércoles, 22 de agosto de 2007

Argentina tiene héroes


GENTA: UNA LECCIÓN PROFÉTICA


Lo que voy a referir —en rigor, a testimoniar, discerniendo así la paja del trigo— ocurrió en San Miguel de Tucumán, en un mediodía soleado que se anticipaba aproximadamente en un año a la calculada amenaza de Lanusse —a la sazón Presidente de la República— en punto a que a Perón le da o no el cuero, y durante un tiempo del país en el que la guerrilla bolchevique ya se dedicaba a emboscar y asesinar a militares y a civiles, ello en el lamentable contexto de la defección alelada de los hombres de armas —en rigor, de los más altos jefes— sin doctrina verdadera y sin razones esenciales por las cuales, por ende, combatir y morir.

Pero tal defección y alelamiento no podían resultar sorprendentes a nadie, máxime cuando el Comandante en Jefe del Ejército —esto es, el Presidente— era un señor a quien es fama que el Gral. Eduardo Lonardi había dicho en su momento: “Usted es el primer jefe de los Granaderos de San Martín, en toda la historia del cuerpo, que traiciona a su Presidente, y que coopera a derrocarlo en lugar de defenderlo”.

El Profesor Jordán B. Genta había viajado a Tucumán para dictar una semana de conferencias a un nutrido grupo de jóvenes, algunos militantes nacionalistas y otros no, empero, todos hondamente preocupados por los rumbos que se abrían y por los horizontes que se cernían sobre la patria. Fueron jornadas, por cierto, fecundísimas, durante las cuales y al calor del verbo agustiniano del Maestro, nuestras almas se iluminaron y crecieron en la comprensión de la situación de la nación y en el sentido y el modo del combate que nos aguardaba.

Mi privilegiado rol, durante esos días, fue acompañar a almorzar al Profesor Genta, lo que ambos cumplíamos en un restaurante que se hallaba al frente, plaza por medio, en la estación del Ferrocarril Mitre. En el día al que voy a referirme —que era el tercero o cuarto de la estancia del Maestro— al concluir el almuerzo, y como ya había acontecido durante las jornadas previas, se acercaron algunos de los participantes de las conferencias, a beber un pocillo de café y a departir unos minutos —en verdad, una media hora— en un ámbito de mayor proximidad e intimidad, propicio al diálogo.

De pronto, uno de los presentes interrogó: “¿No piensa Usted, profesor, que debemos organizarnos y armarnos, y atacar a los guerrilleros de la misma manera en que ellos nos atacan, eliminándolos ocultamente para evitar el reproche internacional y la represalia guerrillera de hoy y de mañana?” Por cierto que era la postulación, o, al menos, la inquietud por el recurso a la sombra y a la capucha; por la modalidad de lucha que consistía en la acción paralela y clandestina; la opción por proceder, en fin, igual que la guerrilla.

La respuesta de Genta no se hizo esperar, ni hubo vacilación alguna en él al darla: “No —dijo— esa manera de actuar es inadmisible. En primer lugar y ante todo, el cristiano debe estar dispuesto a morir, no a matar; dispuesto a morir por la fe, por la patria, por la familia, por el prójimo. Debe estar dispuesto a derramar, como Nuestro Señor Jesucristo, la propia sangre, y no la sangre ajena. En segundo lugar, y si tiene que defenderse y combatir, el cristiano debe hacerlo en la luz y a cara descubierta, y no desde la sombra y con el rostro encapuchado. Además, los que tienen que desplegar la lucha armada son los integrantes de las Fuerzas Armadas de la Nación, quienes deben apresar abiertamente a los guerrilleros, deben juzgarlos públicamente según las leyes de la guerra, deben condenarlos públicamente y, si fuese posible, deben también ejecutarlos públicamente. Actuar clandestinamente es de una ruindad, una vileza y una cobardía impropias de un soldado, de un estadista y de cualquier cristiano; es algo que no se puede hacer si se es discípulo de Cristo. Y en tercer y último lugar, la guerra sucia a los guerrilleros se la van a perdonar y los va a convertir en héroes, a ustedes no. Ustedes, en rigor, no serán perdonados, y serán, en cambio, castigados como criminales”.

Luego de estas palabras hubo silencio y mutis por el foro, porque era la respuesta de un “caballero cristiano sin tacha y sin miedo”, ¡qué digo! era la respuesta de un adalid de Cristo, el único que conocí que jamás cedió a la tentación de contrarrestar la “guerra sucia” con la “guerra sucia”, y ello porque llevaba en sí mismo y porque lo atraía y le interesaba más la nobleza del alma que la eficiencia, el testimonio de la Verdad que la seguridad, la ejemplaridad paidética que el éxito sin grandeza, la religión y la patria que, en fin, “la manija” del poder. No por nada el Padre Castellani calificó proféticamente a Genta como “el pedagogo del o juremos con gloria morir”, que fue una parábola que se cumplió literalmente.

Y aquí se acaba mi testimonio, que lo rindo gustoso de poder hacerlo como quien cumple con un deber sacro, sobre todo para que no se confunda al homérida cristiano que fue el Maestro Genta con la caterva de los que fueron nada más que oscuros represores.
Pablo Juárez Ávila

Nota: Este artículo fue publicado por la Revista “Cabildo” nº 36, de la tercera época, correspondiente al mes de mayo de 2004.

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